La bruja a su izquierda, una mujer en la flor de la edad y con toca de mujer casada, volaba con una clásica escoba, la fuerza del viento tiraba de la tela de su zamarra de piel de carnero. Acercándose un poco a ellos, los saludó alzando la mano. Al cabo de un momento de indecisión, ellos le devolvieron el saludo y la bruja los adelantó.
Las dos que volaban a su derecha no los saludaron y lo más seguro es que ni siquiera los advirtieran, tan ocupadas como estaban consigo mismas. Ambas eran muy jóvenes, llevaban las trenzas sueltas, se sentaban a horcajadas la una detrás de la otra sobre un patín de trineo. Se besaban apasionada y ávidamente, actividad con la cual la primera, daba la sensación, se estaba rompiendo el cuello para alcanzar con sus labios los labios de la segunda, que estaba sentada detrás. La segunda, por su parte, iba completamente absorta en los pechos de la primera, extraídos de la camisa abierta.
Nicoletta carraspeó, tosió de forma extraña, se retorció sobre la banqueta, como si quisiera separarse, alejarse de él. Reynevan sabía por qué lo hacía, se daba cuenta de su excitación. Su origen no estaba en la vista erótica que tenían ante sí, al menos no solamente en ella. Huon von Sagar le había advertido de los efectos secundarios del preparado, Reynevan recordaba que en Praga también se hablaba de ello. Todos los especialistas estaban de acuerdo en el hecho de que la crema voladora untada en el cuerpo actuaba como un potente afrodisiaco.
Sin que se dieran cuenta, el cielo se había poblado de brujas voladoras, volaban ya en una larga cadena o más bien una procesión cuya cabeza se perdía allá entre las nubes fosforescentes. Las hechiceras, bonae feminae -aunque había en la procesión también unos cuantos hechiceros de sexo masculino- volaban a horcajadas sobre los más diversos objetos, desde las más clásicas escobas y atizadores, pasando por bancos, palas, bieldos, azadas, vigas y varas de carro, pértigas y estacas de vallas, hasta los palos y tarugos más comunes, ni siquiera pelados. Por delante y por detrás de los voladores aleteaban los murciélagos, los chotacabras, los buhos, los cárabos y los cuervos.
– ¡Eh! ¡Confráter! ¡Saludos!
Se dio la vuelta. Y, lo que era extraño, no se asombró.
La que le había gritado llevaba su negro sombrero de bruja, del que surgían unos cabellos de fogoso color rojo. Detrás de ella, como un velo, revoloteaba un pañuelo de lana verde sucio. Junto a ella volaba la que entonces había profetizado, la jovencita de cara de zorro. Por detrás se balanceaba en un atizador la morena Jagna, por supuesto, no demasiado sobria.
Nicoletta carraspeó con fuerza y volvió la cabeza. Él se encogió de hombros con un gesto inocente. La pelirroja sonrió. Jagna eructó.
Era la noche del equinoccio de otoño, para la gente del pueblo la noche de la Fiesta del Aventado, el mágico principio de la estación de los vientos que facilitaban el aventar la mies. Para los hechiceros y las Viejas Tribus era, sin embargo, Mabon, uno de los ocho sabbats del año.
– ¡Eh! -gritó de pronto la pelirroja-. ¡Hermanas! ¡Confráter! ¿Nos divertimos?
Reynevan no tenía ganas de diversión, cuanto más que tampoco tenía ni idea de en qué radicaba la tal diversión. Pero la banqueta era ya a todas luces parte de una bandada y hacía lo mismo que la bandada.
Una abundante escuadra realizó un picado en dirección al brillo de un fuego que se dejaba ver. Casi rozando las copas de los árboles se deslizaron, alborotando y voceando, sobre una pradera, hacia una hoguera, alrededor del cual estaban sentadas una docena de personas. Reynevan vio que miraban a las alturas, pero apenas escuchó sus gritos excitados. Las uñas de Nicoletta se clavaron otra vez en su cuerpo.
La pelirroja fue quien demostró mayor temeridad. Voló aullando como un lobo, tan bajo que la escoba levantó en el fuego una nube de chispas. Después de ello, todas volaron en vertical hacia arriba, perseguidas por los gritos de los de abajo. Si éstos hubieran tenido ballestas, pensó Reynevan, quién sabe cómo habría podido acabar la diversión.
El grupo comenzó a bajar. Se dirigieron hacia una montaña que surgía de un bosque y estaba cubierta de árboles. Decididamente, sin embargo, no se trataba de la Sleza, pese a la sospecha de Reynevan, que se esperaba que fuera el objetivo del vuelo. La montaña era demasiado pequeña para ser Sleza.
– Grochowa -lo sorprendió Nicoletta-. Esto es Grochowa Góra. No lejos de Frankenstein.
En las faldas de la montaña ardían hogueras, de detrás de los árboles se elevaba hacia las alturas una llama amarilla, resinosa, un resplandor rojo iluminaba la mágica neblina que se retorcía por las gargantas. Se oían gritos, cánticos, el chillido de la flautas y de las chirimías, el tintineo de las panderetas.
Nicoletta temblaba a su lado y no precisamente de frío. Él no se asombró especialmente. A él también le corrían escalofríos por la espalda, mientras que el corazón, que latía a toda prisa, se le subía a la garganta en el momento en que intentaba tragar saliva.
Junto a ellos aterrizó y se bajó de una escoba una criatura de ojos ígneos y de desordenada melena de color zanahoria. Sus patas, delgadas como palos, estaban armadas con retorcidas uñas de seis pulgadas de longitud. Cerca bufaban y gritaban cuatro gnomos con gorras en forma de bellota. Los cuatro, parecía, habían llegado volando en un gran remo. Por el otro lado venía, pataleando y arrastrando tras de sí una pala de panadero, un ser que llevaba puesto un algo que recordaba a un zamarro de piel, pero que podía ser también su pellejo natural. Una bruja que pasó a su lado con una camisa blanca y abierta de una forma bastante retadora les lanzó una mirada de desagrado.
Al principio, durante el vuelo, Reynevan había planeado escapar de inmediato, nada más aterrizar pensó en alejarse lo más rápidamente
posible, bajar de la montaña, desaparecer. No tuvieron éxito. Aterriza
ron en grupo, en manada, la manada los arrastró como un río. Cada movimiento inadecuado, cada paso en otra dirección habría llamado la atención, habría sido advertido, habría provocado recelo. Decidió que
sería mejor no despertar tales recelos.
– Alcasín. -Nicoletta se pegó a él, percibiendo evidentemente lo que él sentía-. ¿Conoces este refrán: del fuego a las brasas?
– No tengas miedo. -Reynevan superó la resistencia de sus cuerdas vocales-. No tengas miedo, Nicoletta. No permitiré que te pase nada malo. Te sacaré de aquí. Y desde luego que no te dejaré sola.
– Lo sé -respondió al momento, y lo dijo con tanta confianza, con tanto calor, que de inmediato él recuperó el valor y la confianza en sí mismo: valores que, a decir verdad, para entonces había perdido en buena medida. Alzó la cabeza, le tendió cortésmente la mano a la muchacha. Y miró a su alrededor. Con buen gesto. Y hasta se diría afable.
Los adelantó una hamadríada que olía a humedad, pasó delante de ellos, haciendo una reverencia, un enano con los dientes sobresaliendo de por su labio superior, con su tripa desnuda brillante como una sandía surgiendo de su cortísima camisilla. Reynevan había visto antes algo parecido. En el cementerio de Wawolnica, en la noche que siguió al entierro de Peterlin.
A la suave pendiente al lado del abismo fueron llegando los siguientes. Hombres y mujeres voladores aterrizaban los unos detrás de los otros, poco a poco se iba formando una muchedumbre. Por suerte, los organizadores se habían cuidado de mantener el orden, unos encargados dirigían a los que aterrizaban hacia una pradera donde, en una superficie especialmente delimitada, iban deponiendo las escobas y otros instrumentos voladores. Había que guardar cola allí durante unos minutos. Nicoletta le apretó más fuerte el brazo cuando detrás de ellos se puso a esperar una delgada criatura envuelta en un sudario y que olía más bien a tumba. Delante de ellos, estampando los pies con impaciencia y nerviosismo, tomaron plaza dos marranas con los cabellos llenos de espigas secas.
Читать дальше