Adoradme en lo profundo de vuestros corazones y en la alegría de vuestras costumbres, ofreced vuestro sacrificio en el acto del amor y del placer, porque tal sacrificio me es grato.
Puesto que yo soy la virgen inmaculada y yo soy la amante de dioses y demonios, ardiente de deseo. Y en verdad os digo: como estuve con vosotros al principio, del mismo modo me encontraréis al final.
La hallaron al final. Los dos.
Las hogueras lanzaban al cielo locas explosiones de chispas.
– Perdóname -dijo él, mirando su espalda-. Por lo que ha sucedido. No debiera… Perdóname.
– ¿Cómo? -Ella volvió la cabeza-. ¿Qué es lo que tengo que perdonarte?
– Lo que ha sucedido. He sido un irresponsable… Me he dejado llevar. Me he comportado incorrectamente…
– ¿Acaso he de entender -ella lo interrumpió- que lo lamentas? ¿Es lo que querías decir?
– Sí… ¡No! No, no eso… Pero debiera… Debiera haberme contenido… Debiera haber sido más juicioso…
– Lo lamentas entonces. -Ella lo interrumpió de nuevo-. Te acusas a ti mismo, tienes un sentimiento de culpa. Piensas, llevado por los remordimientos, que se ha causado un daño. En pocas palabras: darías mucho para que lo que ha pasado no hubiera pasado. Para que yo no hubiera pasado.
– Escucha…
– Y yo… -No quería escucharle-. Yo, y pensar tan sólo… que yo estaba dispuesta a ir contigo. Ahora, en cuanto me levantara. Adondequiera que fueses. Al fin del mundo. Sólo por estar contigo.
– El señor Biberstein… -balbuceó, bajando la vista-. Tu padre…
– Por supuesto. -También esta vez lo interrumpió-. Mi padre. Enviará alguien a perseguirte. Y dos persecuciones son demasiado para ti.
– Nicoletta… No me entiendes.
– Te equivocas. Te entiendo.
– Nicoletta…
– No digas más. Duérmete. ¡Duerme!
Ella tocó sus labios con la mano, con un movimiento tan rápido que desafiaba a la vista. Se estremeció. Y sin saber cómo, se encontró de nuevo en la parte fría de la colina.
Durmió, le había parecido, sólo un instante. Y sin embargo, cuando se despertó, ya no estaba ella junto a él.
– Por supuesto -dijo el silfo-. Por supuesto que la recuerdo. Pero lo siento. No la he visto.
La hamadríada que lo acompañaba se puso de puntillas y le susurró algo al oído, después de lo cual se escondió a su espalda.
– Es un poco vergonzosa -explicó, acariciando sus rígidos cabellos-. Pero puede ayudar. Ven con nosotros.
Bajaron la montaña. El silfo canturreaba en voz baja. La hamadríada olía a resina y a húmeda corteza de álamo. La noche de Mabon se acercaba a su final. Llegaba el alba, pesado y cargado por la niebla.
En un grupo de los escasos asistentes al sabbat que todavía quedaban en Grochowa discutiendo, encontraron al ser de género femenino, el de ojos brillantes como fósforo y piel verde y de perfume de membrillo.
– Ciertamente. -Membrillo afirmó con la cabeza cuando le preguntaron-. Vi a esa muchacha. Se fue en dirección a Frankenstein con un grupo de mujeres. Hace algún tiempo.
– Espera. -El silfo agarró a Reynevan por el brazo-. ¡Sin prisas! Y no por ahí. Por ese lado rodea la montaña el bosque Budzowski, te perderás en él tan cierto como que dos y dos son cuatro. Te guiaremos. Al fin y al cabo también nosotros tenemos que ir en esa dirección. Tenemos allí cierto negocio.
– Voy con vosotros -dijo Membrillo-. Os mostraré por dónde se fue la muchacha.
– Gracias -dijo Reynevan-. Os estoy muy agradecido. No nos conocemos… Y sin embargo me ayudáis…
– Acostumbramos a ayudarnos los unos a los otros. -Membrillo se dio la vuelta, lo atravesó con su mirada fosforescente-. Formabais una hermosa pareja. Y han quedado tan pocos de nosotros. Si no nos ayudamos los unos a los otros, nos extinguiremos del todo.
– Gracias.
– Pero yo -Membrillo arrastró las palabras- no estaba hablando de ti para nada.
Entraron en una garganta abierta por un arroyo seco, rodeado de sauces. Se escucharon unas maldiciones que provenían de la niebla por delante de ellos. Y al poco vieron a una mujer que estaba sentada en una peña musgosa y que estaba sacando unas piedrecillas de sus escarpines. Reynevan la reconoció al punto. Era la fornida molinera que aún portaba huellas de harina, otra de las participantes en el debate del barrilete de sidra.
– ¿La moza? -reflexionó, cuando le preguntaron-. ¿La rubia? ¿La dama que estaba contigo, Toledo? Cierto, la vi. Por allá se fue. Hacia Frankenstein. En grupo, varias había. Hace algún tiempo.
– ¿Por allí fueron?
– Por allí. Sus, sus, esperadme. Voy con vosotros.
– ¿Porque tienes allí cierto negocio?
– No. Porque vivo allí.
La molinera no se encontraba, por decirlo delicadamente, en su mejor momento. Caminaba pesadamente, tropezando, murmurando y medio arrastrando los pies. Se detenía para arreglarse la ropa demasiado a menudo, de una forma desesperante. No se sabe cómo se le llenaban constantemente los zapatos de piedrecillas, tenía que sentarse y sacarlos, y lo hacía tan despacio que ponía nervioso. A la tercera vez, Reynevan estaba dispuesto hasta a llevar a la mujer a hombros sólo para poder ir más deprisa.
– ¿Y no podemos un poquito más deprisa, comadre? -preguntó el silfo con voz dulce.
– Tú serás la comadre -le contestó agria la molinera-. Ya termino. Sólo un… momento…
Se quedó inmóvil con el zapato en la mano. Alzó la cabeza. Aguzó el oído.
– ¿Qué pasa? -preguntó Membrillo-. ¿Qué…?
– Silencio. -El silfo alzó la mano-. Escucho algo. Algo… Algo viene…
De pronto tembló la tierra, sonó ruido de cascos. Unos caballos surgieron de la niebla, toda una manada, de pronto todo a su alrededor se llenó de cascos que golpeaban y arañaban la tierra, de crines y colas agitándose, de dientes en morros espumeantes, de ojos enloquecidos. Apenas les dio tiempo de saltar detrás de las piedras. Los caballos cruzaron en un galope salvaje, desaparecieron tan rápido como habían aparecido. Sólo la tierra seguía temblando por el golpeteo de los cascos.
Antes de que les diera tiempo a calmarse, otro caballo surgió de la niebla. Pero a diferencia de los anteriores, éste llevaba un jinete. Un jinete con armadura completa, con capa negra. La capa, desplegada por el galope sobre los hombros, parecía las alas de un espectro.
– Adsumus! Adsuuumuuus!
El jinete tiró de las riendas, el caballo se alzó sobre las patas traseras, barrió el aire con las patas delanteras, relinchó. El jinete tomó la espada y se lanzó contra ellos.
Membrillo lanzó un grito agudo y antes de que se apagara el grito se disolvió -sí, ésa era la palabra justa-, se disolvió en un millón de mariposas nocturnas que volaron por el aire en una nube, desaparecieron. La hamadríada se clavó sin ruido en la tierra, en un abrir y cerrar de ojos se hizo más fina, se cubrió de corteza y hojas. La molinera y el silfo, que al parecer no tenían a mano parecidos trucos, simplemente echaron a correr. Reynevan, se entiende, también los siguió. Tan deprisa que los superó. Hasta aquí me han encontrado, pensaba febril. Hasta aquí me han encontrado.
– Adsumus!
Al pasar, el caballero negro dio un golpe de espada a la hamadríada transformada en árbol, el arbolillo lanzó un horrible grito, vertió un fluido. La molinera miró hacia atrás, a su propia perdición. El caballero la derribó con el caballo, cuando aquélla intentó levantarse, se inclinó en la silla y le asestó un tajo, de tal modo que los huesos del cráneo crujieron. La hechicera cayó, retorciéndose y gritando entre las secas hierbas.
El silfo y Reynevan corrían lo que daban sus piernas, pero no tenían ni una oportunidad contra un caballo al galope. El jinete los alcanzó rápidamente. Se separaron, el silfo corrió a la derecha, Reynevan a la izquierda. El jinete galopó detrás del silfo. Al poco se alzó un grito por encima de la niebla. Un grito que atestiguaba que al silfo no le había sido dado esperar a los cambios y a los husitas de Bohemia.
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