– ¿Aquí?
– Aquí. No tengo intención de mostrarme en las cercanías de la ciudad. Y tú debieras pensártelo también, pariente.
– Yo tengo que ir.
– Así pensaba. Baja.
– ¿Y tú?
– Yo no tengo.
– Me refería que adonde ibas.
Se retiró los cabellos de un soplido. Lo miró. Él comprendió la mirada y no hizo más preguntas.
– Adiós, pariente. Hasta la vista.
– Que sea en mejores tiempos.
Capitulo vigesimosexto
En el que en el lugar de Frankenstein se encuentran muchos antiguos - aunque no necesariamente buenos - conocidos.
Casi en medio de la plaza del mercado, entre la picota y el pozo, había un enorme charco que apestaba a estiércol y a meado de caballo. Se bañaban en él muchos gorriones, a su alrededor estaba sentada una bandada de niños, harapientos, desgreñados y sucios, los cuales se entretenían en remover aquella suciedad, en salpicarse los unos a los otros, en hacer ruido y en echar a navegar barquitos de corcho.
– Sí, Reinmar. -Scharley terminó su sopa, rebañando con su cuchara el culo del tazón-. Tengo que reconocer que tu vuelo nocturno me impresionó. No volabas mal, ciertamente, alguien podría haber dicho: un águila. El rey de los aires. Recuerdas, te lo profeticé entonces, después de la levitación con las brujas del bosque. Que te convertirías en águila. Y te has convertido. Aunque no creo que sin la asistencia de Huon von Sagar, pero en cualquier caso. Lo juro por mi picha, muchacho, me estás haciendo enormes progresos. Sólo que pongas un poco más de esfuerzo y saldrá de ti un Merlín. Y nos construirás aquí en la Silesia un Stonehenge. Uno tan grande que el inglés le cabrá dentro.
Sansón bufó.
– ¿Y qué hay de la Biberstein? -siguió al cabo el demérito-. ¿La dejaste segura ante la puerta del castillo paterno?
– Casi. -Reynevan apretó los dientes. Había estado buscando a Nicoletta sin resultado toda la mañana, por todo Frankenstein: miró en las posadas, esperó después de la misa en la iglesia de Santa Ana, echó un vistazo a la puerta de Ziebice y al camino que se dirigía a Stolz, preguntó, vagabundeó por las pañerías de la plaza. Y allí precisamente, en los soportales, había encontrado para su gran alegría y alivio a Scharley y a Sansón.
– Seguro -añadió- que la muchacha está ya en casa.
Ésa era su esperanza, contaba con ello. El castillo de Stolz estaba a menos de una milla de Frankenstein, la ruta que llevaba a Ziebice y Opole era muy concurrida, a Catalina Biberstein le bastaba con decir quién era y le habría prestado asistencia y ayuda cualquier mercader, cualquier monje o cualquier caballero. De modo que Reynevan estaba casi seguro de que la muchacha había llegado ya tranquila a su casa. Le reconcomía sin embargo el que no hubiera sido él quien le hubiera asegurado a ella el regreso. No sólo eso le reconcomía.
– Si no hubiera sido por ti -Sansón Mieles parecía haber leído sus pensamientos-, la doncella no habría salido viva del castillo de Bodak. La salvaste.
– Y puede que a nosotros también. -Scharley lamió la cuchara-. Parece que el viejo Biberstein no ha mandado a ninguna partida y estamos, por si alguno no se ha dado cuenta, muy cerquita del lugar del ataque, bastante más cerca que ayer por la tarde. Si nos prendieran… humm… ¿vendrá la doncella, agradecida por salvarla, en nuestro socorro y le rogará a su padre que deje intactos nuestros miembros?
– Si quiere -advirtió Sansón con sequedad-. Y si llega a tiempo.
Reynevan no dijo nada. Terminó la sopa.
– Vosotros -dijo- también me impresionasteis. En Bodak había cinco raubrittery rajabarbas armados. Y disteis cuenta de ellos…
– Estaban borrachos. -Scharley hizo una mueca-. Si no… Pero hechos son hechos: con verdadero asombro contemplé la ventaja guerrera del aquí presente Sansón Mieles. ¡Y si hubieras visto, Reinmar, cómo destrozó la puerta! ¡Ja, ciertamente, si la reina Eduvigis hubiera tenido a alguien así para ayudarla con la puerta del castillo de Wawel, habría ahora un austria sentado en el trono polaco… Y luego nuestro Sansón persiguió a los truhanes de los filisteos. En pocas palabras: gracias a él estamos los dos vivos.
– Pero Scharley…
– Gracias a ti estamos vivos, so modesto. Punto. Y gracias a él también, has de saber, Reinmar, nos hemos encontrado. En el cruce de caminos, cuando tuvimos que elegir, yo optaba más bien por ir a Bardo, pero Sansón se empeñó que a Frankenstein. Afirmaba que tenía un presentimiento. Acostumbro a burlarme de tales presentimientos, pero en este caso, teniendo que ver con una criatura sobrenatural, venida de otros mundos…
– Hiciste caso -lo cortó Sansón, como era habitual ya, sin prestar atención a su ironía-. Como se ha visto, fue una buena decisión.
– No se puede negar. Eh, Reinmar, cómo me ha alegrado el verte en la plaza mayor de Frankenstein, con el fondo de ese puestecillo de las alpargatas, a la sombra de la torre del ayuntamiento. ¿Te he contado ya cómo…?
– Ya lo has contado.
– … la alegría de verte -el demérito no se dejó interrumpir- ha influido también, lo que quiero comunicarte, en una pequeña corrección de mis planes. Después de tus últimas hazañas, entre éstas sobre todo después del jaleo con Hayn von Czirne, el espectáculo en el torneo de Ziebice y tu elocuencia ante Buko en relación con el alcabalero, me prometí a mí mismo que cuando arribáramos a Hungría, cuando estuvieras seguro, en cuanto llegáramos a Buda, te conduciría al puente del Danubio y te daría de patadas en el culo hasta que cayeras al río. Pero contento y emocionado, hoy, cambio de idea. Al menos de momento. ¡Eh, tabernero! ¡Cerveza! ¡Vivo!
Hubo que esperar, el posadero no se apresuró especialmente. Al principio lo había confundido la voz y la actitud orgullosa de Scharley, pero no podía dejar de haber visto ya antes, cuando habían pedido la sopa, que los clientes habían realizado un inventario un tanto febril, rebañando scotus y taleros del fondo de las faltriqueras y los bolsillos. En la posada bajo los soportales del ayuntamiento no sobraban los clientes, pero el posadero se valoraba a sí mismo demasiado como para reaccionar con exagerado servilismo ante los gritos de cualquier patán.
Reynevan dio un trago a la cerveza, con los ojos clavados en los harapientos niños que chapoteaban en el amarillo charco, entre la picota y el pozo.
– Los niños son el futuro de la nación. -Scharley captó su mirada-. Nuestro futuro. El cual, en fin, se anuncia poco interesante. En primer lugar, magro. En segundo, apestoso, descuidado y desagradable hasta la náusea.
– Ciertamente -reconoció Sansón-. Pero siempre se puede hacer algo. En lugar de refunfuñar, hay que ocuparse de ellos. Lavarlos. Darles de comer. Educarlos. Y entonces estará el futuro asegurado.
– ¿Y quién, en tu opinión, ha de ocuparse de ellos?]
– No yo. -El gigante se encogió de hombros-. A mí no me importa. Yo no tengo futuro en este mundo.
– Cierto. Lo había olvidado. -Scharley echó un pedazo de pan remojado en los restos de la sopa a un perro que andurreaba por allí. El perro estaba tan delgado que parecía un arco. Y no comió el pan sino que se lo tragó como la ballena a Jonás.
– Me pregunto -reflexionó Reynevan- si este chucho ha visto alguna vez un hueso.
– Seguro que sólo -el demérito se encogió de hombros- cuando haya tenido una pata rota. Pero, como bien ha dicho Sansón, a mí no me importa. Yo tampoco tengo futuro aquí, y si lo tengo, entonces se me aparece a mí más jodido que el de estos chiquillos y más triste que el de este can. El país de los magiares me parece a mí más lejano que la Última Thule. No me engaña el momentáneo idilio de esta tranquila ciudad de Frankenstein, la cerveza, la sopa de judías y el pan con sal.
Читать дальше