Dentro de nada, seguro que Reynevan conoce a no sé qué doncella y otra vez lo de siempre. Otra vez habrá que salvar el pescuezo, salir huyendo para acabar al final en algún despoblado. O en una desagradable compañía.
– Pero Scharley. -Sansón también le echó pan al perro-. De Opava nos separan como mucho veinte millas. Y de Opava a Hungría todo lo más ochenta. No es tanto.
– Por lo que veo, estudiaste la geografía de las tierras orientales de Europa en ese tu otro mundo.
– He estudiado diversas cosas, pero no se trata de eso. Se trata de pensar positivamente.
– Yo siempre pienso positivamente. -Scharley dio un sorbo de cerveza-. Pocas veces hay algo que turbe mi optimismo. Y ha de ser algo importante. Algo como, pongamos, la perspectiva de un largo viaje sin tener dinero alguno. El poseer dos caballos, de los cuales uno está reventado, para tres personas. Y el hecho de que uno de nosotros esté herido. ¿Cómo está tu brazo, Sansón?
Ocupado con la cerveza, el gigante no respondió, tan sólo movió la mano vendada demostrando que estaba perfectamente.
– Me alegro. -Scharley miró al cielo-. Un problema menos. Pero otros no desaparecen.
– Desaparecen. Al menos en parte.
– ¿Qué es lo que quieres decir con ello, nuestro querido Reinmar?
– Esta vez -Reynevan alzó la cabeza con orgullo- no nos ayudarán tus contactos, sino los míos. Tengo amigos en Frankenstein.
– ¿No se tratará por casualidad, me permito preguntar, de alguna casada? ¿Viuda? ¿Una moza en edad de merecer? ¿Una monja? ¿Otra hija de Eva, representante del bello género? -se interesó Scharley con rostro pétreo.
– Es una pésima broma. Y vanos resquemores. Mi amigo es el diácono de la iglesia de la Santa Cruz. Un dominico.
– ¡Ja! -Scharley posó con energía su copa sobre el banco-. Si es así, creo que preferiría otra casada. Reinmar querido, ¿no sientes por casualidad un terrible dolor de cabeza? ¿No tienes náuseas ni mareos? ¿No ves doble?
– Lo sé, lo sé -Reynevan agitó la mano-, sé lo que quieres decir. Domini canes, perros del Señor, una pena que rabiosos. Siempre al servicio de la Inquisición. Banal, señor mío, banal. Además, has de saber que el diácono del que hablamos tiene una deuda, una deuda muy grande. Peterlin, mi hermano, le ayudó una vez, lo sacó de un tremendo embrollo financiero.
– Y tú por tu parte imaginas que esto significa algo. ¿Cómo se llama el tal diácono?
– ¿Qué pasa, conoces a todos?
– Conozco a muchos. ¿Qué nombre tiene?
– Andrzej Kantor.
– Los problemas financieros -dijo el demérito al cabo de un instante de estupefacción- parecen ser hereditarios en esa familia. Oí
hablar de Pavel Kantor, al que la mitad de Silesia lo perseguía por deudas y estafas. Y en el Carmelo estaba encerrado conmigo Mateo Kantor, vicario de Dlugoleka. Había perdido a los huesos el ciborio y el incensario. Me da miedo pensar lo que perdería tu diácono.
– Es cosa antigua.
– No me has entendido. Me da miedo pensar qué ha perdido últimamente.
– No te entiendo.
– Oh, Reinmar, Reinmar. ¿Por lo que imagino, has visto ya al tal Kantor?
– Lo he visto, ciertamente. Pero sigo sin…
– ¿Cuánto sabe? ¿Qué le has contado?
– Prácticamente nada.
– Ésa es la primera buena noticia. Ahorrémonos pues tanto esta conocencia como la dominicana ayuda. Necesitamos dinero, recolectémoslo pues de otro modo.
– Estoy deseando saber cómo.
– ¿No podríamos vender esta copa de excelente trabajo?
– De plata. ¿De dónde la has sacado?
– Paseaba por el mercadillo, contemplaba los tenderetes y de pronto la copa se encontró en mi bolsillo. Oh, qué misterio.
Reynevan suspiró. Sansón echó un vistazo a su jarra, mirando melancólicamente los restos de espuma. Scharley, por su parte, se entretuvo de inmediato en observar a un caballero que en un soportal cercano estaba lanzando la de Dios es mundo contra un judío inclinado en una reverencia. El caballero llevaba un chaperón de color carmín y un rico gambax adornado por delante con un escudo que presentaba una volandera, o sea una piedra de molino.
– Silesia como tal -dijo el demérito- la dejo atrás, en suma, sin llanto. Digo «en suma» porque una cosa me da pena. Los quinientos gúldenes que llevaba el recaudador de impuestos. Si no hubiera sido por las circunstancias, el dinero sería ya nuestro. Me enfurece, lo reconozco, el pensamiento de que se los haya embolsado un patán del tipo de Buko von Krossig, por casualidad y sin merecerlo. ¿Quién sabe, puede que el Reichenbach que ahora mismo anda tratando a los israelitas de perros rabiosos y cerdos? ¿O puede que alguno de aquéllos de los que están allá, junto a la caseta del guarnicionero?
– Es sorprendente la de armados y caballeros que hay hoy aquí.
– Muchos. Y mirad, llegan más…
El demérito se interrumpió al punto y espiró con gran ruido. A través de la puerta de la Cárcel, siguiendo la calleja de los Montes de Plata, estaba entrando a la plaza nada más y nada menos que el raubritter Hayn von Czirne.
Scharley, Sansón y Reynevan no esperaron. Se levantaron del banco con intenciones de esfumarse de rondón antes de que los percibieran. Demasiado tarde. Los vio el propio Hayn, los vio Fryczko Nostitz, que iba a su lado, los vio el italiano Vitelozzo Gaetani. A este último, a la vista de Scharley, se le quedó blanca de rabia la jeta que llevaba todavía inflamada y cruzada por una cicatriz reciente. Un segundo más tarde la plaza mayor de la ciudad de Frankenstein se llenó de gritos y ruido de cascos. Pero un instante después Hayn descargó su rabia tan sólo sobre la madera del banco de la posada, haciéndola añicos con su hacha.
– ¡Perseguidlos! -gritó a los suyos-. ¡Tras ellos!
– ¡Allí! -gritó Gaetani-. ¡Por allí huyen!
Reynevan corría con todas sus fuerzas, siguiendo apenas a Sansón. Scharley iba en cabeza, eligiendo el camino, torciendo hábilmente por callejones cada vez más estrechos y atravesando luego los jardines. La táctica pareció funcionar: al pronto enmudecieron detrás de ellos el golpeteo de los cascos y los gritos de sus perseguidores. Cayeron en la calle de los Baños Bajos, cuyos regueros estaban llenos de espuma de jabón, doblaron hacia la puerta de Ziebice.
Desde la puerta de Ziebice, platicando y balanceándose perezosamente en las sillas, entraron cabalgando los Sterz, y con ellos, Knobelsdorf, Haxt y Rotkirch.
Reynevan se quedó tieso.
– ¡Bielau! -gritó Wolfher Sterz-. ¡Te tenemos, hijo de una perra!
Antes de que el grito se extinguiera, Reynevan, Scharley y Sansón ya se las pelaban, jadeando, por los callejones, se abrieron paso saltando por encima de vallas a través de la maleza de los jardines, se enredaron en las sábanas que colgaban para secarse de las cuerdas. Oyendo a la izquierda los gritos de la gente de Hayn y detrás los aullidos de los Sterz, corrieron hacia el norte, en dirección hacia donde comenzaba a repicar en aquel preciso instante la campana de la iglesia de la Santa Cruz, perteneciente a los dominicos.
– ¡Señor Reinmar! ¡Aquí! ¡Por aquí!
En una pared se abrió una pequeña puerta, en ella estaba Andrzej Kantor, diácono de los dominicos. Que tenía una gran deuda con los Bielau.
– ¡Por aquí, por aquí! ¡Deprisa! ¡No hay tiempo!
Cierto, no lo había. Entraron corriendo en un estrecho corredor que, cuando Kantor cerró la puerta, quedó sumido en la oscuridad y envuelto en un olor de podredumbre. Reynevan derribó con un estruendo indescriptible algún cacharro metálico, Sansón tropezó y se cayó con alboroto. Scharley también cayó sobre algo, porque lanzó una sonora maldición.
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