No lejos, junto a la pared, apenas alejado del enclave de los científicos, habitaba el ya conocido Circulos Meos, abreviado, Circulos. Estaba sentado rodeado de paja como un pelícano en su nido, una sensación que potenciaban su liso cráneo y los muchos pelos de su cuello. El que no estaba aún muerto lo probaba su apestoso olor, su brillante calva y su incansable y molesta costumbre de pintar con tiza en la pared o el suelo. Quedó claro que no era él, como Arquímedes, mecánico, los dibujos y figuras tenían otros objetivos. Precisamente por ellos se había metido a Circulos en el manicomio.
Junto al nido de Isaías, hombre joven y apático, quien había recibido su apodo por su continua cita del Libro de los Profetas, había una jaula de hierro que producía temor, y que servía como cárcel. La jaula estaba vacía y Tomás Alfa, que era el que más tiempo llevaba en la torre, no había visto que se hubiera encerrado allí a nadie. El vigilante de la Narrenturm, el hermano Tranquilus, explicó Alfa, era ciertamente tranquilo y muy comprensivo. Por supuesto, mientras que no lo provocara nadie.
Normal, quien seguía ignorando a todos, pronto llegó a «provocar» al hermano Tranquilus. Durante una oración mañanera, Normal se dedicaba a su actividad preferida: juguetear con su miembro. La cosa no escapó a los ojos de halcón del hermano del Santo Sepulcro y Normal recibió una buena tunda con el palo de roble, el cual, se vio, no llevaba el hermano Tranquilus para alardear.
Fueron pasando los días, marcados por el aburrido ritmo de las comidas y los rezos. Pasaron las noches. Estas últimas eran terribles, tanto a causa del frío insoportable como de los ronquidos corales y tremendos de los pensionados. Era más fácil soportar los días. Al menos se podía hablar.
– Por maldad y envidia. -Circulos meneó su buche y guiñó sus ojos legañosos-. Estoy aquí a causa de la maldad humana y de la envidia de los colegas fracasados. Me odiaban porque conseguí lo que a ellos no les fue dado alcanzar.
– ¿Y que era…? -se interesó Scharley.
– Y que voy yo -Circulos se limpió en el manto los dedos manchados de tiza-, y que voy yo a aclararsus, profanos. Si no lo vais a entender.
– Intentadlo.
– En fin, si es vuestra voluntad… -Circulos carraspeó, se hurgó la nariz, se rascó un talón con el otro-. Conseguí realizar algo que no es cosa de poca monta. Calculé la fecha precisa del fin del mundo.
– ¿El año de mil cuatrocientos veinte? -preguntó Scharley al cabo de un cortés silencio-. ¿El mes de febrero, el lunes después de Santa Escolástica? No me parece especialmente original.
– Me insultáis. -Circulos infló el resto de su barriga-. No soy un endiablado milenarista, ni ningún místico ignorante, no repito las tonterías de los chiliastas. Yo he investigado las cosas sine ira et studio, basándome en fuentes científicas y cálculos matemáticos. ¿Conocéis las Revelaciones de San Juan?
– Por encima, pero las conozco.
– El carnero abrió los siete sellos, ¿verdad? Y Juan vio a siete ángeles, ¿verdad?
– Completamente.
– Y los escogidos y señalados era ciento cuarenta y cuatro mil, ¿verdad? Y los ancianos, veinticuatro, ¿verdad? Y a dos testigos les dieron el poder de la profecía durante mil doscientos sesenta días, ¿verdad? De modo que si se suma todo esto, y se multiplica la suma por ocho, el número de letras en la palabra Apollyon, se calcula… Ah, qué sus voy a explicar, si no lo vais a entender. El fin del mundo llegará en julio. Más exactamente el seis de julio, in octava Apostolorum Petri et Pauli. En viernes. Por la tarde.
– ¿De qué año?
– Del presente, el año santo. Mil cuatrocientos veinticinco.
– Sí… -Scharley se acarició la barba-. Hay sin embargo, sabedlo, cierta pequeña complicación…
– ¿Cuál?
– Que estamos en septiembre.
– Eso no significa nada.
– Y es por la tarde.
Circulo se encogió de hombros, tras lo que volvió la cabeza y se metió ostentosamente en la paja.
– Sabía -refunfuñó- que no se debe hablar con ignorantes. Adiós.
Nicolás Coppirnik, el masón de Frankenstein, no era charlatán, pero su rudeza y aspereza no afectaban a Scharley ni a su deseo de conversación.
– De modo -el demérito no se resignó- que sois astrónomo. Y que os han metido en el trullo. En fin, se confirma que mirar demasiado fijamente al cielo no merece la pena y no es digno de un buen católico. Pero a mí, vuesa merced, me sale otra cuenta. La conjunción de la astronomía y la prisión sólo puede significar una cosa: el cuestionamiento de la teoría ptolemaica. ¿Tengo razón?
– ¿Razón en qué? -respondió Coppirnik con un bufido-. ¿En las conjunciones? La tenéis, ciertamente. Y en el resto aún. Pues pienso que sois de aquéllos que siempre tienen razón. Ya he visto antes tales como vos.
– Tales de seguro no -sonrió el demérito-. Mas no importa. Lo que importa es lo que pasa, según vos, con ese Ptolomeo. ¿Qué es lo que está en el centro del universo? ¿La Tierra? ¿El sol?
Coppirnik calló largo rato.
– Pues que esté lo que quiera estar -dijo al fin, amargado-. ¿Y cómo lo voy a saber yo? ¿Soy acaso yo un astrónomo, qué sé yo? Lo retiro todo, reconozco todo lo que quieran. Diré lo que me manden.
– Aja. -Scharley resplandeció)-. ¡De modo que acerté! ¿Chocó la astronomía con la teología? ¿Y os han asustado?
– ¿Cómo es eso? -Reynevan se asombró-. La astronomía es ciencia exacta. ¿Qué tiene que ver la teología con ella? Dos y dos son siempre cuatro…
– Yo también lo pensaba -lo interrumpió Coppirnik sombrío-. Mas la realidad es muy distinta.
– No entiendo.
– Reinmar, Reinmar. -Scharley sonrió con compasión-. Ingenuo como un niño. La suma de dos y dos no niega las Escrituras, lo que no se puede decir de las revoluciones de los cuerpos celestes. No se puede probar que la Tierra gira alrededor de un sol inmóvil cuando en las Escrituras está escrito que Josué ordenó al sol quedarse parado. Al sol. No a la Tierra. Por ello…
– Por ello -lo interrumpió el masón, aún más sombrío-, hay que seguir el dictado del instinto de conservación. En lo que se refiere al cielo, el astrolabio y el anteojo pueden equivocarse, la Biblia es infalible. El cielo…
– Él está asentado sobre el globo de la Tierra -tomó la palabra Isaías, a quien el sonido de la palabra Biblia le había hecho salir de la apatía-. Él extiende los cielos como una cortina, tiéndelos como una tienda para morar.
– Mira, mira. -Coppirnik meneó la cabeza-. Un grillao, pero sabe.
– Precisamente.
– ¿Qué, precisamente? -Coppirnik alzó la testa-. ¿Qué precisamente? ¿Tan sabio sois? Yo lo retiro todo. Si me dejan ir, yo afirmo todo lo que quieran. Que la Tierra es plana y su centro geométrico está en Jerusalén. Que el sol gira alrededor del Papa, que es el centro del universo. Todo lo acepto. Al fin y al cabo, ¿no tendrán ellos razón? Pardiez, su institución existe ya desde hace mil quinientos años. Aunque no sea más que por eso, no pueden equivocarse.
– ¿Y desde cuándo las fechas curan la estupidez? -Scharley entrecerró los ojos.
– ¡Al diablo con vosotros! -se enfureció el masón-. ¡Id vos mismo al tormento y la hoguera! ¡Yo lo retiro todo! ¡Yo digo: y sin embargo NO se mueve, eppur NON si muovel
»Y qué voy a saber yo al fin y al cabo -dijo con voz amarga al cabo de un instante de silencio-. ¿Qué clase de astrónomo soy yo? Soy hombre sencillo.
– No lo creáis, don Scharley -habló Buenaventura, que se acababa de despertar de la siesta-. Ahora dice eso porque le entró canguelo de la hoguera. Pero qué clase de astrónomo sea, en Frankenstein lo saben todos, porque cada noche se sube al tejado con el astrolabio y cuenta estrellas. Y no es el único de la familia, no, todos en su casa poseen mucho conocimiento de los astros, los Coppirnik. Incluso el más joven, el pequeño Nicolás, cuánto no se rieron los vecinos de que su primera palabra fuera «mama», la segunda «papa» y la tercera «heliocintrismo».
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