– Cierto, de seguro que los tiene. -Scharley ni siquiera pestañeó-. Seguid hablando. ¿Señor Horn? Hablad, no hagáis caso a estos chiflados. Tendréis tiempo de cansaros de verlos.
Urban Horn apartó la vista de Normal, que se dedicaba con entusiasmo a autoviolarse. Y de uno de los idiotas, concentrado en construir un pequeño zigurat de sus propias deposiciones.
– Sí… En qué me había yo… Aja. El obispo Conrado y don Puta entraron en Bohemia siguiendo la ruta de Lewin y Homole. Arrasaron y saquearon los alrededores de Náchod, Trutnov y Vízmburk, quemaron las aldeas. Robaron, mataron a quien les cayó a mano, campesinos, mujeres, sin diferenciar. Respetaron a los niños que cabían bajo la tripa de un caballo. A algunos.
– ¿Y luego?
– Luego…
La hoguera se iba apagando, las llamas ya no se retorcían ni crepitaban, tan sólo se arrastraban por el montón de madera. La madera no se había quemado del todo, por un lado porque era un día lluvioso, por otro porque la habían cortado húmeda, para que el hereje no se quemara demasiado pronto, para que se tostara lentamente y conociera como es debido el sabor de la pena que le esperaba en el infierno. Sin embargo exageraron, no cuidaron de mantener el punto medio, la medida y el compromiso: la excesiva cantidad de leña mojada produjo que el delincuente no ardiera sino que se asfixiara con el humo muy deprisa. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar demasiado. Tampoco se quemó bien: apretado por la cadena contra el poste, el cadáver retuvo en general su forma humana. La carne ensangrentada, no del todo quemada, se mantuvo en muchas partes pegada contra el esqueleto, la piel colgaba como coletas retorcidas y los huesos desnudados aquí y allí estaban más rojos que negros. La cabeza se había asado más bien regularmente, la piel carbonizada se había separado del cráneo. Los dientes, que brillaban blanquecinos dentro de una boca abierta en el último grito antes de la muerte, le daban un aspecto muy macabro al conjunto.
Aquel aspecto, paradójicamente, recompensaba la decepción producida por un tormento demasiado corto y poco martirizador. Producía, para qué decir más, un mejor efecto psicológico. Se había reunido en el lugar del auto da fe a una multitud de checos traídos de las aldeas de los alrededores. La vista de un choscarro informe en una hoguera de seguro que no los hubiese asustado. Sin embargo, reconociendo en el cadáver de abierta boca y no del todo quemado a su hasta hacía poco sacerdote, los bohemios se desesperaron por completo. Los hombres temblaban, cubriendo los ojos, las mujeres chillaban y se desmayaban, los niños lloraban como locos.
Conrado de Olesnica, obispo de Wroclaw, se enderezó en la silla, orgullosa y enérgicamente, la armadura chirrió. Al principio tenía intención de echar un discurso delante de los prisioneros, un sermón que debía dejar claro a la muchedumbre todo el mal de la herejía y advertirlos de la severa pena que les esperaba a los que se desviaban de la fe. Sin embargo renunció a ello, tan sólo miró, con los labios apretados. ¿Para qué iba a cansarse la lengua? De todas formas aquel populacho eslavo apenas entendía el alemán. Y del castigo por herejía mejor y más gráficamente que cualquier sermón hablaba aquel cuerpo quemado en el palo. Los cadáveres mutilados y destrozados hasta hacerlos irreconocibles, acumulados en montones en mitad de un rastrojo. El fuego que devoraba los tejados de las casas. Las columnas de humo que se elevaban al cielo desde otras aldeas incendiadas junto al Metuja. Los horribles gritos de las muchachas que llegaban desde el pajar en el que las habían encerrado para alegrar a los soldados klodzkanos de don Puta de Czastolovice.
Inmerso entre la multitud de bohemios gritaba y se enervaba el padre Miegerlin. Con ayuda de unos soldados y en compañía de algunos dominicanos, el cura cazaba husitas y sus simpatizantes. En la caza lo ayudaba una lista de nombres que a Miegerlin le había dado Birkart Grellenort. Sin embargo, el cura no tenía a Grellenort por un oráculo, ni a su lista por cosa sagrada. Afirmando que reconocía a los heréticos por sus ojos, orejas y la forma general de su rostro, el cura había capturado ya durante toda la empresa a cinco veces más personas que había en la lista. A una parte los habían matado en el acto. Otros iban encadenados.
– ¿Qué hacemos con ellos? -preguntó, acercándose, el mariscal del obispo, Lorenz von Rohrau-. ¿Excelencia? ¿Qué mandáis hacer con ellos?
– Lo mismo -Conrado de Olesnica lo miró severo- que con los que los precedieron.
Al ver a los ballesteros y soldados que se colocaban y sacaban sus flechas, la multitud de bohemios lanzó un terrible grito. Algunos hombres se separaron de la masa y se lanzaron a la huida, unos jinetes los persiguieron, alcanzaron, los tajaron y finiquitaron a punta de espada. Otros se apretaron, se arrodillaron, cayeron a tierra. Los hombres cubrieron a las mujeres con sus cuerpos, las madres a sus hijos.
Los ballesteros hicieron girar sus cranequines.
En fin, pensó Conrado, en esta multitud de seguro que hay algunos inocentes, incluso algunos buenos católicos. Pero Dios reconocerá a sus ovejas.
Como las reconoció en el Languedoc. En Béziers, en Carcassonne, en Toulouse. En Montségur.
Entraré en la historia como defensor de la verdadera fe, pensó, perseguidor de la herejía, un Simón de Montfort silesio. La posteridad recordará mi nombre con reverencia. Como el del mismo Simón, como el de Schwenckefeld, como el de Bernardo de Gui. Eso, la posteridad. En lo tocante al día de hoy, quizá me valoren por fin en Roma. ¿Puede que por fin eleven a Wroclaw al rango de archidiócesis, y yo me convierta en arzobispo de Silesia y elector del Imperio? ¿No se terminará esta farsa de que formalmente la diócesis es parte de la provincia eclesiástica polaca y pertenece formalmente -como una burla- al metropolita polaco, el arzobispo de Gniezno? Desde luego que antes se me llevarán los diablos que reconocer a un polaco como superior, vaya una humillación estar por debajo de ese Jastrzebiec. El cual -¡Dios, cómo puedes dejar que pase esto!- exige desvergonzadamente una visita pastoral. ¡A Wroclaw! ¡Un polaco en Wroclaw! ¡Nunca! Nimmermehr!
Silbaron los primeros virotes, vibraron las cuerdas de las ballestas, de nuevo quienes intentaban escaparse del grupo murieron a punta de espada. Los gritos de los asesinados se elevaban al cielo. Esto, pensó el obispo Conrado mientras controlaba a su asustado rocín, no dejarán de verlo en Roma, esto no pueden no valorarlo. Que aquí, en Silesia, en las fronteras de Europa y de la civilización cristiana, soy yo, Conrado Piasta de Olesnica, quien alza bien alta la cruz. Que soy un verdadero bellator Christi, defensor y apóstol del catolicismo. Y a los heréticos y apóstatas: eJ castigo y el flagelo de Dios.
A los gritos de los condenados se sumaron de pronto voces que provenían de un camino oculto por la colina, al cabo se acercó con un estampido de cascos un grupo de jinetes que galopaba hacia el este, hacia Lewin. Detrás de los jinetes traqueteaban unos carros, los carreteros gritaban, se levantaban en los pescantes y azuzaban sin piedad a los caballos, intentando obligarlos a un paso más rápido. Detrás de los carros desfilaban las vacas bramando, detrás de las vacas corría la infantería, gritando en voz muy alta. Él no entendió lo que decían a causa del tumulto. Pero otros lo entendieron. Los soldados que estaban ejecutando a los bohemios se dieron la vuelta y, como un solo hombre, se lanzaron a la huida detrás de los caballos, de los carros, de la infantería que ocupaba ya todo el camino.
– ¡Adonde vais! -gritó el obispo-. ¡Quietos! ¿Qué os pasa? ¿Qué sucede?
– ¡Husitas! -gritó, deteniendo ante él el caballo, Otto von Borschnitz-. ¡Husitas, duque! ¡Nos atacan los husitas! ¡Los carros de los husitas!
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