– ¡Por aquí! -gritó Andrzej Kantor, por delante, de donde surgía una luz borrosa-. ¡Por aquí! ¡Aquí! ¡Aquí!
Reynevan más tropezó que anduvo por unas estrechas escaleras. Salió por fin a la luz del día, a un pequeño patio entre muros cubiertos de parras. Scharley, que iba detrás de él, pisó a un gato, el gato maulló rabioso. Antes de que se extinguiera el maullido surgieron de ambos lado unos cuantos individuos vestidos con negras togas y sombreros de fieltro negro.
Alguien le puso a Reynevan una bolsa en la cabeza, otro le echó una zancadilla. Cayó a tierra. Lo aplastaron, le agarraron las manos. Junto a él sintió y escuchó un forcejeo, escuchó unos gemidos rabiosos, el sonido de golpes y gritos de dolor, lo que atestiguaba que Scharley y Sansón no se estaban dejando atrapar sin lucha.
– ¿Acaso el Santo Oficio… -oyó la voz temblorosa de Andrzej Kantor-… ha previsto… por atrapar al hereje… alguna recompensa? ¿Aunque fuera pequeñísima? El significavit del obispo no lo dice, pero yo… yo tengo problemas… Tengo un gran problema financiero… Por eso precisamente…
– El significavit es una orden, y no un contrato de comercio -le informó al diácono una voz malvada y ronca-. Y la oportunidad de ayudar a la Santa Inquisición ya es suficiente premio para todo buen católico. ¿No eres buen católico, hermano?
– Kantor… -consiguió decir Reynevan, con la boca llena de polvo y pelos del saco-. ¡Kantooor! ¡Hideputa! ¡Perro de la Iglesia! ¡Que te den por el c…!
No le dejaron terminar. Le atizaron en la cabeza con algo duro, los ojos le hicieron chiribitas. Le dieron otra vez, el dolor irradió paralizante, los dedos de las manos se le quedaron rígidos de pronto. El que lo había golpeado le atizó de nuevo. Y otra vez. Y otra vez. El dolor obligó a gritar a Reynevan, la sangre le vibraba en los oídos, perdió el sentido.
Despertó en la más completa tiniebla, con la garganta seca como el esparto y la lengua como una esponja. La cabeza latía con un dolor que le ocupaba las sienes, los ojos, hasta los dientes. Respiró hondo y casi se atragantó de lo mucho que apestaba a su alrededor. Se movió, crujió la paja sobre la que estaba tendido.
No muy lejos alguien balbuceaba horriblemente, otro tosía y gemía. Junto a él algo chapoteaba, fluía el agua. Reynevan se lamió los secos labios. Alzó la cabeza y casi gimió de lo mucho que le dolía. Se levantó con cuidado, despacio. Un vistazo le bastó para darse cuenta de que estaba en un gran sótano. En una mazmorra. En el fondo de un profundo pozo de piedra. Y que no estaba solo.
– Te has despertado. -Scharley enunció el hecho. Estaba apenas a unos pasos, de pie, meando con gran ruido en un cubo.
Reynevan abrió la boca, pero no consiguió extraer de ella ni un sonido.
– Está bien que te hayas despertado. -Scharley se subió los pantalones-. Porque precisamente he de informarte que en lo relativo al puente sobre el Danubio, volvemos a nuestra idea primigenia.
– ¿Dónde…? -graznó Reynevan por fin, tragando saliva con dificultad-. Scharley… ¿Dónde… estamos?
– En el santuario de Santa Dymphna.
– ¿Dónde?
– En el hospital de los enajenados.
– ¡¿Dónde?!
– Pues si te lo estoy diciendo. En la casa de los locos. En la Narrenturm.
En el que Reynevan y Scharley durante bastante tiempo disfrutan de tranquilidad, atención médica, solicitud espiritual y alimentación regular, así como de la compañía de personas extraordinarias con las que pueden conversar a voluntad de los temas más interesantes. En pocas palabras, tienen lo que se suele tener en una casa de locos.
– Alabado sea Jesucristo. Bienaventurado el nombre de Santa Dymphna.
Los pensionarios de la Torre de los Locos reaccionaron haciendo crujir la paja y emitiendo un murmullo deslavazado, ininteligible. El hermano del Santo Sepulcro jugueteaba con un palo, se golpeaba con él la mano izquierda, que llevaba extendida.
– Vosotros dos -dijo a Reynevan y Scharley- sois nuevos en este nuestro rebaño divino. Y nosotros damos aquí a los nuevos nuevos nombres. Y dado que hoy celebramos a los santos mártires Cornelio y Cipriano, entonces uno será Cornelio y el otro Cipriano.
Ni Cornelio ni Cipriano contestaron.
– Yo soy -continuó el monje sin efusión- el mestre del hospital y cuidador de la Torre. Mi nombre es hermano Tranquilus. Nomen ornen. Al menos mientras nadie me provoque.
»Me provoca, habéis de saber, aquél que hace ruido, se retuerce, organiza tumulto y barullo, se ensucia a sí mismo y sus alrededores, usa de palabras feas, blasfema contra Dios y los santos, no reza y estorba a otros en sus rezos. Y en general, quien peca. Y para los pecadores tenemos aquí diversos métodos. El palito de roble. El cubito de agua fría. La jaula de hierro. Y la cadena en la pared. ¿Está claro?
– Sí -respondieron al unísono Cornelio y Cipriano.
– Entonces -el hermano Tranquilus bostezó, miró su palo, de madera de roble, bien pulido y con aspecto de haber sido usado largo tiempo- comencemos la curación. Si a base de oraciones os ganáis la buena voluntad y la instancia de Santa Dymphna, y os abandonan, Dios lo permita, la locura y la demencia, volveréis entonces, curados, al seno sano de la sociedad. Dymphna es por su benevolencia famosa entre los santos, así que tenéis muchas posibilidades. Pero no dejéis de rezar. ¿Está claro?
– Sí.
– Entonces, con Dios.
El hermano del Santo Sepulcro subió por los temblequeantes escalones que salían de la pared y terminaban en algún lugar arriba, delante de una puerta, muy sólida, a juzgar por los sonidos que hacía al abrir y cerrar. El eco, que apenas retumbaba en el pozo de piedra, se apagó, Scharley se levantó.
– Bueno, hermanos en el apuro -dijo, alegre-, hola, quienquiera que seáis. Resulta que habremos de pasar algún tiempo juntos. Aunque sea en prisiones, pero en fin. ¿No debiéramos presentarnos los unos a los otros?
Como una hora antes, sólo le respondió el crujido y chasquido de la paja, unos bufidos, unas maldiciones en voz baja y algunos otros sonidos en su mayor parte bastante improcedentes. Mas tampoco esta vez se dejó Scharley arredrar por ello. Se acercó decidido a uno de los nidos de paja que estaban formados en número de unos diez al pie de los muros de la torre y alrededor de los arruinados pilares y arquerías que dividían el fondo. La luz que caía de arriba atravesando unos ventanucos en lo alto de la torre deshacía la oscuridad sólo en una escasa medida. Pero la vista ya se había acostumbrado y se veía algo.
– ¡Buenos días! ¡Me llamo Scharley!
– ¡Vete a paseo! -le respondió con un bufido el hombre del nido de paja-. Molesta, loco, a los que te sean iguales. ¡Yo tengo los sesos sanos! ¡Soy normal!
Reynevan abrió la boca, la cerró rápidamente y la abrió de nuevo. Veía pues que quien decía ser normal se ocupaba en manipular enérgicamente sus propios genitales. Scharley carraspeó, se encogió de hombros, continuó adelante, en dirección al siguiente nido. El hombre que yacía en él no se movía, de no contar un leve temblor y unos extraños tirones del rostro.
– ¡Buenos días! Me llamo Scharley…
– Bbb… bbuub… ble-bleee… Bleee…
– Lo que pensaba. Sigamos, Reinmar. ¡Buenos días! Me llamo…
– ¡Quieto! ¿Pero dónde pones el pie, loco! ¿En el dibujo? ¿Es que no tienes ojos?
Sobre el suelo duro como la piedra, entre la paja barrida, se veían, pintadas con tiza, una figuras geométricas, unos diseños y unas columnas de cifras sobre las que se hallaba doblado un viejecillo que tenía la punta de la cabeza tan calva como un huevo. Diseños, figuras y cifras cubrían también por completo la pared sobre su nido.
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