– Nicoletta…
– Sentémonos aquí -lo interrumpió, señalando una pequeña gruta en la pendiente de la montaña-. No me he quejado hasta ahora, pero apenas me tengo en pie a consecuencia de todas estas diversiones.
Se sentaron.
– Dios -dijo ella-, cuántas emociones… Y sólo de pensar que entonces, después de la persecución junto al Stobrawa, cuando lo relaté, ninguna me creyó, ni Elzbieta, ni Anka, ni Kata, ninguna me quiso creer. ¿Y ahora? ¿Cuando les hable del rapto, del vuelo por el cielo? ¿Del sabbat de las hechiceras? Creo…
Carraspeó.
– Creo que no les voy a contar nada.
– Es lo mejor. -Él afirmó con la cabeza-. Dejando a un lado las cosas increíbles, mi persona no quedaría bien servida en esta historia. ¿Verdad? De lo ridículo a lo horrible. Y lo criminal. De idiota me convertí en ladrón…
– Pero no de propia voluntad -lo interrumpió ella al instante-. Y no a consecuencia de las propias acciones. ¿Quién lo ha de saber mejor que yo? Yo fui quien siguió en Ziebice a tus camaradas. Y les revelé que te iban a meter prisionero en Stolz. Me imagino lo que pasó después y sé que todo fue culpa mía.
– No es tan sencillo.
Estuvieron sentados en silencio durante algún tiempo, mirando al fuego y a las siluetas que bailaban a su alrededor, escuchando los cánticos.
– ¿Reinmar?
– Dime.
– ¿Qué quiere decir Toledo? ¿Por qué ellas te llaman así?
– En Toledo, en Castilla -le explicó-, hay una famosa academia de magia. Se ha convertido en costumbre, al menos en algunos círculos, el llamar así a quienes han estudiado los arcanos de la nigromancia en las universidades, a diferencia de aquéllos que poseen los poderes mágicos de nacimiento y cuyo saber se transmite de generación en generación.
– ¿Y tú has estudiado?
– En Praga. Pero más bien poco tiempo y por encima.
– Fue suficiente. -Con una leve vacilación tocó su mano, luego la aferró con más decisión-. Se ve que fuiste estudioso. No me ha dado tiempo a agradecerte. Con un valor admirable y ayuda de tus habilidades me liberaste, me salvaste… de la desgracia. Antes de aquello solamente me dabas pena, estaba fascinada por tu historia, que parecía provenir directamente de las páginas de Chrétien de Troyes o de Hartmann von Aue. Ahora te admiro. Eres valiente y sabio, mi Celeste Caballero de la Banqueta de Roble Voladora. Quiero que seas mi caballero, mi mágico Toledo. Mío y sólo mío. Por eso precisamente, por egoísta y codiciosa envidia, no quise darte a esa muchacha. No quise cederte ni por un instante.
– Tú -balbució él, azorado- me has salvado a mí muchas más veces. Yo soy tu deudor. Y tampoco te lo he agradecido. Al menos no como se ha de hacer. Porque me juré a mí mismo que cuando te encontrara caería de rodillas a tus pies…
– Dame las gracias. -Se apretó contra él-. Como ha de hacerse. Y cae de rodillas a mis pies. Soñé que caías a mis pies.
– Nicoletta…
– No así. De otro modo.
Se levantó. Unas risas y unos locos cantos les alcanzaron desde las hogueras.
Veni, veni, venias,
Ne me mori, ne me mori facías!
Hyrca! Hyrca!
Nazaza!
Trillirivos! Trillirivos! Trillirivos!
Comenzó a desnudarse, pausadamente, sin prisa, sin bajar los ojos, que ardían en la oscuridad. Se desató el cinturón adornado con plata. Se quitó el cotehardie hendido a los lados, de estrecha lana, bajo el que tenía sólo una finísima chemise blanca. Con la chemise vaciló un segundo. La señal era bien legible. Él se acercó lentamente, la acarició delicadamente. Reconoció la camisa al tacto, estaba hecha de una tela flamenca llamada con el nombre de su descubridor, Batista de Cambrai. El hallazgo de don Batista había tenido gran influencia en el desarrollo de la industria textil. Y en el del sexo.
Pulchra tibi facies
Oculorum acies
Capiliorum series
O quam clara species!
Nazaza!
Con cuidado la ayudó, con aún mayor cuidado y aún mayor delicadeza venció su resistencia involuntaria, su mudo miedo instintivo.
En el momento en el que el hallazgo de don Batista se encontró en la tierra, sobre los otros vestidos, él suspiró, pero Nicoletta no le permitió recrearse largo tiempo con la vista. Se apretó fuertemente contra él, abrazándolo y buscando sus labios. Él obedeció. Y comenzó a admirar con el tacto lo que había sido privado a sus ojos. A ofrecer su homenaje con temblorosos dedos y temblorosas manos.
Se arrodilló. Le cayó a los pies. Ofreció su homenaje. Como Perceval ante el Grial.
Rosa rubicundior,
Lilio candidior,
Omnibus formosior,
Semper, semper in te glorior!
Ella también se arrodilló, lo abrazó con fuerza. -Perdona -susurró-. Me falta experiencia.
Nazaza! Nazaza! Nazaza!
A él no le molestó su falta de experiencia. En absoluto.
Las voces y las risas de los bailarines se alejaron algo, enmudecieron, mientras que en ellos crecía la pasión. Los brazos de Nicoletta temblaban levemente, sintió también el temblor de los muslos que lo rodeaban. Vio cómo le temblaban sus cerrados párpados y su labio inferior, que tenía mordido.
Cuando ella por fin le permitió, él se alzó. Y la admiró. El óvalo del rostro como pintada por Robert Campin, el cuello como las madonnas de Parler. Y por debajo, modesta y azorada nuditas virtualis, unos pequeños pechos redondos con pezones endurecidos por el deseo. Un fino talle, unas finas caderas. Un vientre plano. Unos muslos vergonzosamente encogidos, llenos, hermosos, dignos de los complementos más rebuscados. Complementos y alabanzas que hervían en la cabeza del febril Reynevan. Era, al fin y al cabo, erudito, trovador, amante -según él mismo- al menos como Tristán, Lancelot, Paolo da Rimini, Guillermo de Cabestaing. Él podía -y quería- decirle que era lilio candidior, más blanca que la lila, y ómnibus formosior, la más hermosa de todas. Podía -y quería- decirle que era pulchra inter mulieres. Podía -y quería- decirle que es forma pulchemma Dido, deas superemi net omnis, la regina savorosa, Iseult la Monde, Beatrice, Blancheflor, Helena, Venus generosa, herzeliebez frowelin, lieta come bella, la regina del cielo. Todo aquello podía -y quería- decirle. Y sin embargo no era capaz de empujar palabra alguna a través de su garganta.
Ella se dio cuenta. Lo supo. ¿Cómo podía no darse cuenta y no saberlo? Puesto que a sólo ojos de Reynevan, embotado de felicidad, era una muchacha, una doncella que se estremecía, se apretaba contra él, se mordía el labio inferior en un doloroso éxtasis. Para cualquier hombre sabio -si hubiera habido uno así por los alrededores-, la cosa habría estado muy clara: no era una asustada e inexperta jovencita, era una diosa que aceptaba con orgullo el homenaje que le estaba reservado. Y las diosas todo lo saben y de todo se dan cuenta.
Y no esperan homenajes en forma de palabras.
Lo atrajo hacia sí. Volvió a comenzar el ritual. El rito eterno.
Nazaza! Nazazal Nazaza!
Trillirivos!
Antes, en la pradera, las palabras de la domina no habían llegado del todo a él, la voz que era como el viento de las montañas se perdía sin embargo en los rumores de la muchedumbre, se hundía entre los gritos, cantos, músicas, entre el crepitar de las hogueras. Ahora, embargado por la delicada locura del amor realizado, las palabras regresaban sonoras, claras. Penetrantes. Las escuchó por encima del rumor de la sangre en sus oídos. ¿Pero las entendía del todo?
Yo soy la belleza de la verde tierra, yo soy Lilith, yo soy la primera de las primeras, yo soy Astarté, Cibeles, Hécate, yo soy Rigatona, Epona, Rhiannon, la Yegua de la Noche, la amante del viento.
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