Louise Cooper - Troika

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El conde Bray vio la escena que tenía delante (o la registró de alguna forma en su cerebro deteriorado), y se detuvo. Los brazos le cayeron inertes a los costados, arrastró las mortíferas armas sobre la nieve y miró a la estaca más allá de Índigo y sus compañeros. Despacio, muy despacio abrió la boca babeante y un sonido borboteó desde lo más profundo de su ser.

—Mer... mer...

Pero de repente le fue imposible conseguir que su garganta y su lengua articularan las sílabas que formaban el nombre de su esposa. Lo abandonaban los últimos vestigios de inteligencia, arrebatándole sus poderes vocales, dejándolo sin la poca coherencia que le quedaba, mientras seguía con los ojos clavados en aquella cosa inerte y putrefacta que en una ocasión había sido su preciosa y joven Moia. Era imposible saber si la reconoció o no como lo que había sido; todo lo que podía emitir eran aquellos sonidos espantosos una y otra vez, tan incomprensibles y patéticos como los de un buey moribundo.

El corazón de Índigo empezó a latirle con la fuerza de un martillo contra las costillas al darse cuenta de que ya no le tenía miedo. No había nada que temer ahora. El conde Bray no la atacaría; estaba hipnotizado por el cadáver, aturdido, inmóvil.

Con sumo cuidado, la joven dio un paso hacia adelante. El tigre, que seguía inmóvil junto al linde del bosque, alzó la cabeza de inmediato, rígido, y Grimya proyectó una ansiosa advertencia.

«Índigo, ¡ten cuidado!»

«Todo va bien. No creo que intente hacerme daño.»

... Y existía una posibilidad, se dijo, una remota y casi imposible posibilidad, de que de alguna forma pudiera quitarle las armas malditas. De alguna forma...

Dio otro paso. El conde Bray no parecía darse cuenta de su existencia y permanecía con los ojos fijos más allá. Su boca se abría y se cerraba, largos hilillos de saliva resbalaban por su mentón, pero ya no emitía el menor quejido.

Otro paso. Estaba ya a unos tres metros de él, no más. Otro...

Y entonces lo oyó, en la décima de segundo anterior al hecho en sí, el sonido sordo, pesado y mortífero del resorte de una ballesta al soltarse.

No vio la saeta, su vuelo era demasiado rápido para ser captado por el ojo humano. Pero sí la oyó: el gemido del aire desplazado y el aborrecible golpe sordo al dar en el blanco. El conde Bray no gritó. Se limitó a balancearse sobre sus pies; luego, de forma grotesca, sus ojos bizquearon como los de un borracho cuando los bajó y fijó en la flecha de acero de veinte centímetros que se le había clavado en la parte posterior del cuello atravesándole la garganta.

Intentó hablar. Mientras Índigo y sus compañeros permanecían inmóviles, demasiado aturdidos para reaccionar, el conde abrió la boca por última vez. Un hilillo de sangre le brotó entre los dientes y se le derramó por encima del labio inferior. Luego sus hombros se estremecieron en un estertor y un torrente escarlata le fluyó de la garganta antes de que se balanceara como un árbol cortado y se desplomara de bruces sobre la nieve.

CAPÍTULO 18

—¡CORRED! —Índigo recuperó el aliento bruscamente, y gritó con toda la potencia de su voz— ¡Id hasta los árboles, protegeos..., rápido!

Gritaba al mismo tiempo que corría velozmente por la nieve, maldiciéndose por su ciega estupidez al no haber visto lo evidente cuando lo tenía frente a las narices. Kinter había preparado la trampa; lo sabía, lo mismo que sabía que era suya la voz que había pedido ayuda y atraído al conde Bray a aquel lugar. Y él había estado allí todo aquel tiempo, esperando y observando: claro que había estado allí, incluso una criatura lo habría advertido, se habría dado cuenta, no habría permitido que una cerrazón tan desatinada, cegadora e idiotizante bloqueara todo lo que no fuera el momento inmediato...

Por instinto zigzagueaba al correr con la cabeza gacha, intentando ofrecer el menor blanco posible. Grimya saltaba y ladraba delante de ella; la loba podría haber alcanzado un lugar seguro en cuestión de segundos pero no quería dejar atrás a su amiga, Índigo le gritó, instándola a seguir: el tigre se había desvanecido ya en la selva y la mujer era un espectro volante, a punto de llegar al refugio de su santuario. Entonces algo chasqueó, silbó saliendo del bosque a su izquierda y un borroso objeto plateado pasó junto a Índigo a la altura de los ojos. Lanzó un alarido, perdió el equilibrio al intentar esquivarlo, y cayó sobre la nieve.

«¡Índigo!» El asustado grito mental de Grimya fue acompañado por un aullido, «¡Índigo, levántate!»

No la había alcanzado de milagro... Índigo se puso en pie con dificultad... y se quedó helada al ver la figura envuelta en pieles que apareció en el límite del bosque. Había recargado la ballesta en cuestión de segundos, y permanecía allí de pie, las piernas bien clavadas en el suelo, en actitud casi desenfadada, con la ballesta apuntando a su estómago.

—Eso fue simplemente un aviso, Índigo. —La voz familiar de Kinter atravesó el espacio nevado, pero ahora poseía un tinte maligno que ella no había percibido antes—. No fallaré la segunda vez, de la misma forma que no fallé con el conde.

Ni Índigo ni Grimya se movieron, Índigo pensó: «Puede que esté mintiendo; no es tan buen tirador.» Pero deshecho al punto la idea. La verdad es que no sabía lo experto que podía ser Kinter, y no deseaba ponerlo a prueba. De lo que no había duda era de que la tenía a tiro; si disparaba tenía todas las probabilidades de que la saeta diera en el blanco. ¿Y si lo hacía?, se preguntó. No podía matarla, pero en ese momento su inmunidad ante la muerte era un triste consuelo: aunque fuera inmortal no era insensible al dolor o al daño físico. Y sabía muy bien la clase de daño que podían infligir aquellas saetas.

Grimya hizo un movimiento espasmódico en dirección a ella. Kinter movió la ballesta unos milímetros e Índigo alzó una mano rápidamente.

—¡No, Grimya! ¡Quédate donde estás!

La reacción de Kinter fue suficiente para decirle que sabía lo que se hacía, y que sus reflejos eran rápidos. Se pasó la lengua por los labios, notando un sabor a escarcha y sal, sin que le importara que aquella humedad pudiera helarse y agrietarle la piel.

—Se retirará si se lo digo —siguió despacio y con voz clara—. Déjala ir. No tienes nada en su contra y ella no puede delatarte.

Kinter se encogió de hombros con despreocupado desinterés.

—Lo que tú quieras, Índigo. Como dices, no tengo nada contra Grimya, y no me gustaría desperdiciar la vida de un animal noble sin necesidad. Y en cuanto a tus otros amigos... —La joven percibió un débil destello cuando la mirada de él se desvió brevemente en dirección al bosque por donde habían desaparecido el tigre y el espíritu, luego dio unos cuantos pasos al frente hasta quedar bien alejado de los árboles—. Si son sensatos, se irán tranquilamente y nos dejarán ventilar nuestros asuntos. Si no son sensatos, tengo saetas suficientes para todos ellos. ¿Me comprendes?

Ni siquiera el tigre sería bastante rápido contra él; lo vería si se lanzaba al ataque y podía matarlo antes de que tuviera la menor posibilidad de alcanzarlo, Índigo tragó bilis, y asintió.

—Te comprendo, Kinter.

Y mentalmente dijo:

«Grimya, vete. Refúgiate en el bosque, y advierte a los otros de que no intenten acercarse.»

«¡No!», exclamó Grimya, angustiada. «¡No te abandonaré, Índigo! ¡No lo haré!»

«¡Grimya, obedéceme en esto!»

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