Louise Cooper - Troika

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Índigo se puso en cuclillas y extendió las manos en dirección a las armas. Vaciló un momento, levantó la vista hacia Kinter una vez más, y de repente vio a través de su envoltura de carne y hueso hasta llegar a su misma esencia: corrupción, codicia, envidia (obsesiones mezquinas y muy humanas). Kinter no sabía con lo que estaba jugando, demasiado ensimismado para darse cuenta de lo que había liberado. Ojalá se lo pudiera mostrar. Ojalá pudiera mantener el control. Ojalá lo consiguiera.

Su mano izquierda se deslizó por el asidero del escudo, al mismo tiempo que la derecha se cerraba alrededor del mango del hacha.

Era como tocar... pero no podía contenerlo; ni su mente ni su cuerpo podían asimilar la colosal y estridente conmoción que surgió rugiendo de las tinieblas como un tornado, aplastándola y desmenuzándola... Índigo escuchó un aullido espantoso y ululante que rasgaba el aire... pero no, no era su voz, no podía ser, eso no, no ese aullar inhumano...

Los brazos se le habían convertido en granito. Su peso la clavaba contra el suelo, y en cada mano sostenía un fuego al rojo vivo que empezaba a fundir la carne que le cubría los huesos. El suelo se tambaleaba bajo sus pies, como si algo enorme, innominable, se alzara tras un sueño de siglos en las profundidades de la tierra. No podía ver... El mundo era un caos de relámpagos negros, lunas plateadas, calor abrasador y frío destructor; y una voz, no la suya, otra voz, gigantesca, insensata, espeluznante, empezó a rugir una y otra vez en su cerebro diciéndole ¡MATA! ¡MATA! ¡MATA! Y ella volvió a gritar, en terrible armonía ahora con la voz, el desafío de un alma en pena, una advertencia funesta: le era imposible contener la monstruosa energía, el odio desmedido, devastador, demoledor que llenaba cada una de las partes de su ser, odio al mundo, odio a la vida, odio a sí misma, a... a sí misma...

—NNNN...

El grito cambiaba, hizo que cambiase, tenía que hacer que cambiase. Una palabra, un nombre.

NÉMESIS. Odio. Lo odiaba, y lo controlaría, porque no poseía ningún poder sobre ella, si ella lo deseaba, si podía abrirse paso entre el dolor, el miedo y las cadenas de una leyenda que intentaba convencerla de que su poder era mayor que el de ella. No era mayor: ella era la más poderosa de las dos. Sí, había que repetirlo y repetirlo, una letanía, un rito, un conjuro. ELLA ERA LA MÁS PODEROSA.

Una explosión de oscuridad se alzó ante Índigo, surgiendo como una erupción del vórtice ante el cual su conciencia, todo su ser, pendían como una mosca atrapada en la tela de una araña, Índigo abrió la boca, chilló y sus pulmones se hincharon cuando aspiró las tinieblas, las absorbió, les dio la bienvenida, sacó de ellas el mismísimo poder que ellas habían concentrado en su contra. Echó la cabeza hacia atrás y, aunque su corazón parecía a punto de estallar, siguió aspirando, más y más y...

La explosión se convirtió en implosión, con un ruido que estalló más allá del ruido para convertirse en una conmoción titánica y silenciosa. Y el mundo se oscureció. Se volvió más que oscuro: todos sus sentidos se habían cerrado. Sin visión: sin sentido del oído, sin sensaciones. Se dio cuenta de que se había situado fuera del tiempo, quizás incluso fuera del espacio tal y como lo conocía. Entre mundos. Su mundo, y... ¿qué? No lo sabía. Pero eso, realmente, era la nada.

Sostenía aún el hacha y el escudo; sabía que estaban allí, a pesar de no poder sentir su fría realidad entre los dedos.

Y no estaba totalmente sola. No era Kinter: él estaba lejos, muy lejos en el mundo de la vida, paralizado en ese último instante cuando Índigo tocó las armas malditas, mientras ella penetraba en otro lugar. No; no era Kinter. Sino algo.

Índigo parpadeó. Y al instante, con un débil «clic» musical como si alguien hubiera golpeado un cristal con la punta de la uña, una escena apareció ante sus ojos.

Némesis se encontraba de pie sobre una tarima en lo que era un remedo de la gran sala de Carn Caille. Detrás de la demoníaca criatura, fantasmas familiares se movían con los gestos grotescos de los espectros, sus labios formaban mudas palabras, sus manos amontonaban comida invisible sobre platos invisibles y elevaban copas invisibles en brindis inexistentes. Su padre, su madre, su hermano: títeres, representando rituales que ya no tenían el menor significado.

Y Némesis sonrió, y dijo:

—Bienvenida a casa, Índigo.

Levantó el escudo. Ya no resultaba pesado y, aunque todavía resplandecía como si estuviera al rojo vivo, no desprendía calor. Sólo frío. Un frío intenso, implacable. Sostuvo el escudo ante ella y balanceó el hacha, una sola vez. Hendió el rostro del demonio y vio cómo su malévola sonrisita se trocaba en mueca de sorpresa, cómo sus ojos plateados parecían a punto de saltarle de las órbitas, cómo un torrente de sangre plateada brotaba del delgado cuello...

Índigo miró a través de la aureola de su cabellera plateada, y volvió a parpadear. «Clic». La escena se desvaneció. Y ante ella, sobre una roca pelada cubierta de ceniza negra, vio un broche de estaño, toscamente forjado en forma de ave. Clavó los ojos en él y el broche cobró vida. El ave, lisiada al parecer, agitaba débilmente las alas pero era incapaz de alzarse y volar. Entonces vio el punto central del ojo, que la contemplaba con astucia. Un ojo plateado.

Levantó el hacha, y abatió el arma con fuerza sobre la diminuta ave. Ésta se rompió en mil pedazos, Índigo parpadeó con ojos que eran ahora de color plata.

«Clic». El dorso de la carta de la fortuna era plateado y, cuando Némesis sonriente le dio la vuelta, vio la luna negra y el mar y la repugnante serpiente que se alzaba entre las aguas.

El hacha se balanceó en el aire. La cabeza de Némesis se partió en dos cuando la hoja la golpeó en la coronilla. La carta cayó revoloteando, descendió, se desvaneció, desapareció.

Índigo sonrió, mostrando sus afilados dientes gatunos, y parpadeó.

«Clic». Y en una sala putrefacta, una figura surgió entre resplandeciente luz blanco azulada y se colocó frente a ella como un diabólico anfitrión saludando a un huésped querido y largo tiempo esperado.

—Bienvenida, hermana —dijo Némesis—. Te esperaba.

—Y yo —repuso Índigo—, te esperaba a ti.

Sintió crecer el manantial, un torrente, una catarata de poder. El hacha empezó a refulgir, el escudo llameaba como un sol cautivo, Índigo empezó a balancear el hacha por encima de su cabeza con ritmo hipnótico, dando vueltas, y vueltas, y más vueltas. Oyó el aullante zumbido de la hoja, advirtió la ráfaga de aire helado que levantaba al efectuar su movimiento giratorio... y con una violencia inhumana dejó caer el brazo y el aullido del hacha quedó ahogado por otro cuando la hoja partió a Némesis en dos.

Y Némesis y la putrefacta sala desaparecieron. De nuevo se encontraban en un lugar de oscuridad y silencio totales, y volvía a no sentir nada. Incluso los latidos de su corazón parecían haberse detenido. Pero sabía lo que había hecho. Este había sido su primer desafío, el primer abismo que debía cruzar: y lo había cruzado. Ahora se mantenía aparte de lo que se encontraba en el interior del hacha y del escudo; había encontrado las fuerzas necesarias para mantenerse al margen y era dueña de sí. Ya no temía al demonio contenido en las armas, lo había contrarrestado con un demonio propio: la criatura diabólica que era la manifestación de su propia faceta tenebrosa. En ese momento, Némesis y ella eran una sola persona. Y como entidad eran más poderosas que la fuerza contenida en el hacha y el escudo. Ese otro demonio podía haber provocado la locura en el conde Bray: pero la criatura formada por la fusión de Índigo y Némesis no sería tan fácil de derrotar. Podían luchar contra él. Podían destruirlo. Todo lo que debía hacer era mantener lo que tenía, seguir controlándolo. Mantener el control. Y en cuanto a Kinter... Clavó los ojos en las tinieblas que tenía delante, y pareció que una delgada línea vertical de luz otorgara a la oscuridad cierta repentina perspectiva. Ah, sí. Sus afilados dientes sonrieron; su cabellera plateada resplandeció al alzar la cabeza unos centímetros. Sus ojos plateados parpadearon. Y salió de la nada, regresó a la nieve fría y a la luz resplandeciente del sol invernal para presentarse ante el hombre que quería matarla.

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