Louise Cooper - Nocturno
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Un tremendo temblor recorrió el cuerpo de Índigo, como si fuera un árbol y sus raíces se enterraron en las profundidades de la vivificante tierra. ¡El demonio se moría! La sensación la abrumó, llenó su cuerpo, su mente, su espíritu, y lanzó los brazos hacia el cielo, mientras su voz se elevaba en un melodioso y potente grito de triunfo. Un último gran deseo. Uno, el definitivo...
Sus manos se juntaron como las de un buceador que se lanzase desde un acantilado, y sus ojos ardieron como oro derretido mientras sus brazos descendían, trayendo con ellos al sol y la luna, el poder gritando a través de ella, vida, vida...
La negra columna que se retorcía y convulsionaba dentro del círculo formado por las danzarinas hermanas lanzó un aullido que llegó hasta las estrellas. Fue un alarido lleno de insoportable agonía, y también de derrota, y pena, y justo al final un chillón y moribundo lanzazo de odio inútil, mientras, aplastados por la realidad, arrojados al olvido, los últimos pedazos de la entidad diabólica se dispersaron y desaparecieron del mundo.
Desaparecieron del mundo...
Desaparecieron...
Silencio y quietud. Algo la mantenía rígida, cuerpo y mente paralizados por una fuerza que no comprendía ni controlaba. El Emisario de ojos dorados había desaparecido. Era Índigo; sólo Índigo. Y el demonio estaba muerto, y ella...
Levantó la cabeza, y sintió como si su cuerpo no le perteneciera a ella sino a otro —a algo—, a alguien extraño, desconocido. El escenario: estaba de rodillas sobre él, en Bruhome, en las Fiestas de Otoño. Detrás tenía a Constan y a Fran y a Val y a Lanz; pero sus instrumentos estaban mudos; la contemplaban, sin comprender. Aguardaban. Y abajo del escenario, entre la multitud inmóvil: las muchachas, su baile detenido. La contemplaban...
Lo había hecho. Había eliminado el cáncer, el vampiro, el devorador de almas. Ella y los Brabazon. Y Grimya. Grimya estaba a su lado; pero en silencio, silenciosa como los demás.
Y en el extremo opuesto del escenario...
Fran vio cómo el cuerpo de Índigo se quedaba rígido, y vio la expresión de incredulidad y terror que estaba más allá de lo que él conocía que aparecía lentamente en su rostro. Toda su rabia y resentimiento quedaron olvidados en un momento, y dejó caer el caramillo, al tiempo que avanzaba hacia la joven con los brazos extendidos...
Y entonces se detuvo.
El hombre tenía los cabellos y los ojos negros, e iba vestido con las sobrias ropas de alguien que conocía y amaba la vida de un mundo amplio y variado. Su rostro era moreno y lleno de cicatrices como si hubiera sufrido el azote del viento y del fuego y de los mares salobres y otros tormentos que era mejor no mencionar. Y mientras miraba los ojos del hombre, y luego el rostro de Índigo, Fran supo de quién debía tratarse. Y en ese momento comprendió al fin lo que el amor —el amor real, no la pasión juvenil— era en realidad.
Fenran sonrió y su sonrisa hizo que Fran desviara la mirada avergonzado. No podía mirar cómo, en silencio, la figura de cabellos negros se acercaba a Índigo y extendía la mano hacia el suelo para tomar la de ella; no podía presenciar cómo sus dedos se entrelazaban, ni el beso que Fenran, inclinado, depositaba con suavidad pero de forma conmovedora sobre los levantados labios de Índigo mientras ésta alzaba hacia él sus ojos suplicantes y llenos de anhelo. Una tabla crujió bajo el pie de Fenran, madera vieja que se quejaba, y cuando Fran volvió a mirar sólo estaba Índigo, arrodillada sobre el escenario de las Fiestas de Otoño; lloraba en silencio mientras los sonidos de vida y actividad crecían poco a poco alrededor de ellos, y los primeros rayos del auténtico sol empezaban a caer oblicuos sobre los tejados de las casas de Bruhome.
BRUHOME
—«¿Así que podemos quedamos durante un tiempo?», preguntó Grimya.
—Sí. —Índigo sonrió con dulzura, y se agachó para acariciar la leonada cabeza de la loba—. Al menos durante algún tiempo.
De fuera de la carreta le llegaba el sonido del crepitar del fuego, y los primeros efluvios de la comida que Cari preparaba flotaban en la ligera brisa nocturna, mezclándose con los aromas más frescos del río. Dentro de pocos minutos comerían, y luego llegaría el momento de dirigirse a la plaza para la representación nocturna. Nueve días de Fiestas de Otoño. Nueve días de celebración de la cosecha, y de dar gracias a la Madre Tierra por la liberación de Bruhome.
La enfermedad había desaparecido. No había habido nuevas víctimas, y a la luz del alba que por fin se había abierto paso tras la larga y sobrenatural noche, la mayoría de los durmientes habían sido encontrados sanos y salvos en sus camas, tan sólo con el recuerdo de unas febriles pesadillas al despertar. La liberación había llegado demasiado tarde para algunos, cuyos espíritus habían servido de alimento a la vampírica voracidad del demonio; pero el número de muertos era reducido, y aunque lloraron a los desaparecidos, los vivos tenían aún mucho que celebrar. Incluso algunos que habían desaparecido a principios de la plaga regresaron aturdidos y débiles pero en esencia ilesos. Y aunque las cosechas de lúpulo habían sido víctimas de la plaga, la uva se recuperaba y los manzanos producirían una abundante cosecha.
Ahora, Bruhome quería música, canciones y risas para cicatrizar las últimas heridas y ayudar a la región a olvidar los horrores de los últimos días. Los habitantes de la ciudad, con su habitual pragmatismo, habían creado ya su propio mito para explicar los males que habían caído sobre ellos. El mito no era la verdad, pero resultaba más cómodo para las mentes racionales, y con el tiempo recibiría veneración como algo precioso a medida que la cruel realidad se desvaneciera en el pasado.
Pero para Índigo y Grimya el recuerdo de lo sucedido no se desvanecería y la verdad no se vería oscurecida por el tiempo. El secreto que compartían con los Brabazon de más edad —y en particular con Fran y Esti— era algo que, por acuerdo instintivo, apenas si se mencionaría ni tan siquiera en sus momentos de mayor intimidad. Quizá, con los años, la compañía crearía un nuevo relato alegórico para su repertorio; pero el auténtico secreto quedaría guardado para siempre.
La mano de Índigo se cerró sobre la piedra-imán, que había sacado de su bolsa y sostenía en su mano desde hacía un rato. La piedra estaba caliente, y el dorado punto de luz estaba ahora inmóvil en su centro. Había contemplado cómo la diminuta luz se estremecía, y se movía hacia el extremo de la piedra para indicar en dirección norte; pero al ver aquello algo se había alzado en su interior; una sensación de fuerza, una sensación de certeza. No dejaría que se le dieran órdenes. La piedra-imán había sido su señor, y ella había bailado a su son. Pero ahora, eso cambiaría. La piedra-imán ya no sería su señor, sino su servidor; y como servidor, también sería un amigo. Ella seguiría el rumbo que le marcase; pero a su manera y cuando le pareciese. Y el momento de hacerlo aún no había llegado. Se quedaría un tiempo, ya que aquí había encontrado amigos, y descubierto otra vez lo que era ser feliz.
Mentalmente, Índigo dijo: No. Y el dorado punto de luz tembló, y obedeció.
Ella poseía el poder. Era extraño que se hubiera precisado de una entidad cuya consigna era la ilusión para revelarle tal verdad; pero la lección había calado hondo. Empezaba a comprender un poco de lo que ella era en realidad... y quizá también un poco de lo que había tras su paciente misión. Y a medida que pasaba el tiempo, a medida que se embarcase en nuevos viajes, seguiría aprendiendo.
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