Louise Cooper - Nocturno
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Y entonces, en medio de toda aquella multitud que saltaba y se movía, Índigo divisó otra estrella, otro resplandor de vida. Se movía, se abría paso en dirección al escenario, aunque de forma irregular, como si se debatiera entre el temor y el deseo. Una loca esperanza irracional se apoderó de ella; fuera lo que fuese, no se trataba de una ilusión. Estaba vivo: su intensificada visión podía percibir cómo latía la vida en su interior; sus intensificados sentidos percibían el palpitar de su corazón, el torbellino de su mente... y de pronto lo supo, supo sin el menor asomo de duda quién venía hacia ella.
Se volvió y una ráfaga de viento barrió el escenario, agitando su manto de hojas, azotando sus cabellos. Constan... pero se había unido al baile, arrastrado como una rama por un torrente. Fran... pero sólo estaba su caramillo abandonado sobre las tablas del suelo. Estaba sola. Cuando volvió otra vez la cabeza, la palpitante luz se había detenido al pie del escenario, y en el interior del espectro centelleante que revelaba un cuerpo de carne y hueso estaba Grimya.
Unos ojos dementes se clavaron en los de ella. Grimya no la conocía; sin embargo la loba reconocía a la criatura de ojos dorados en que se había convertido Índigo, y su odio se vio distorsionado por una sensación de miedo y por otra emoción, que aún no estaba definida pero que pugnaba por salir a la superficie. La loba separó los labios para mostrar los babeantes colmillos y, sin previo aviso, saltó al escenario.
Estaban a menos de un metro de distancia, cara a cara, sin que ninguna se moviera, Índigo percibió la roja oleada de la mente de Grimya explorándola. Aquella mente odiaba. Estaba llena de voracidad. Ansiaba comer, y también vengar la desaparición de su manada. Y, no obstante, más allá de esa mirada enloquecida, más allá de aquella mente deformada, algo se esforzaba por hacerse oír; algo que gritaba lleno de dolor y pena: ¡cúrame!
«Grimya... »
Índigo proyectó el nombre de la loba con toda la energía que pudo reunir; con todo su amor, con todo su instinto protector. Inesperadamente las tablas del escenario se desvanecieron; era hierba lo que había bajo sus pies desnudos, y un árbol se alzaba a su espalda, sus hojas brillando como oro derretido a la luz de las antorchas. La loba empezó a temblar, y un gruñido murió antes de surgir de su garganta.
— Grimya.
Esta vez lo pronunció en voz alta, y con la dulce autoridad que nace de la completa confianza en uno mismo. La voz que surgió de sus labios no era la suya, pero la conocía bien. Poseía el poder; ahora lo sabía. Ella era el poder. El poder para tomar el control. El poder de curar.
—Ah, mi pequeña hermana de los bosques. —Clavó una rodilla en tierra, y una mano bronceada, su propia mano y a la vez no la suya, se extendió en dirección a la temblorosa loba—. Reconóceme, mi querida amiga, y ven a mí. Sé curada. Sé tú misma otra vez.
Grimya gimió. Cuando el ser que era Índigo extendió la mano, mostró los dientes de nuevo e intentó morder aquellos dedos extendidos; pero se detuvo. Sus estremecimientos se redoblaron, y por un momento la angustiada mente cuerda de Grimya la contempló con desesperación desde los enloquecidos ojos lobunos.
«Por... por favor... » El débil grito mental luchó por llegar hasta ella franqueando un enorme abismo. «Por... favor, ayúdame... »
La bronceada mano rozó la cabeza del animal, y un impresionante escalofrío sacudió a la loba del hocico a la cola, Índigo sintió algo de un violento color rojo que palpitaba con fuerza, y un negro núcleo bajo el rojo; algo vampírico, maligno. Se sintió llena de repulsión y desprecio, y por un instante le pareció que contemplaba desde las alturas un cuadro de sí misma y de Grimya, como si lo contemplara con otros ojos, desde otra mente. Un ramalazo de luz cegadora resplandeció en su interior; sus dedos se crisparon una vez, y Grimya aulló como una posesa mientras el negro núcleo, el maligno fragmento de la influencia del demonio se desintegraba. Mientras se hacía añicos, la escena alrededor de Índigo pareció retorcerse y desmoronarse sobre sí misma. Colores imposibles estallaron ante sus ojos; el mundo se astilló en diminutos fragmentos, se reformó...
Y se encontró arrodillada sobre las tablas desnudas, sollozando y abrazada a Grimya con todas sus fuerzas, mientas la loba le lamía el rostro, entre gañidos...
Se sobresaltó de repente, al darse cuenta de que los asustados gemidos de Grimya, eran lo único que se escuchaba en medio de un silencio total. Rápidamente, con el corazón latiéndole con fuerza, Índigo alzó la vista.
La plaza estaba vacía. Las antorchas ardían aún sobre los elevados postes pero los bailarines habían desaparecido. No había música, ni gritos, ni exclamaciones, ni parloteos: sólo las figuras solitarias de Constan, Esti y Fran, de pie y desvalidas sobre los adoquines, que miraban a su alrededor con perplejidad.
Índigo se puso en pie muy despacio. Grimya se apretó contra su pierna, todavía demasiado conmocionada para hablar o proyectar siquiera cualquier mensaje mental. ¿Qué había sucedido? ¿No habrían hecho Esti y Fran desaparecer sus ilusiones? O...
La idea se borró de su mente cuando, procedentes de la oscuridad de la calle que conducía al río, llegaron unos pasos resonantes y acompasados.
—¡Constan! —la voz de Índigo restalló por la plaza mientras su premonición se transformaba rápidamente en certeza—. ¡Trae a los otros! ¡Regresad al escenario... deprisa!
Los tres Brabazon la oyeron y regresaron corriendo. Fran subió de un salto y luego se volvió para ayudar a Constan, mientras Índigo tiraba apresuradamente de Esti para ayudarla a pasar por encima de las candilejas.
—¿Qué sucede? —Esti estaba sin aliento y sofocada—. ¡Todo se desvaneció de pronto! Y... —Se detuvo y sus ojos se abrieron de par en par al descubrir la presencia de Grimya —. Índigo... —exclamó asustada.
—No pasa nada. —Índigo dirigió una rápida mirada a la loba—. Ahora no hay tiempo para explicártelo, Esti, pero Grimya ya no es un peligro.
Era evidente que Esti no había presenciado lo sucedido sobre el escenario; pero cuando Constan trepó al escenario, los ojos de Fran se cruzaron con los de Índigo por un breve instante, y la muchacha supo de inmediato que él sí había presenciado la escena. La mirada que le dedicó era de enojo, pero el enojo estaba teñido de incertidumbre y de un cierto temor.
Constan, no obstante, no pareció darse cuenta del momentáneo intercambio de silenciosas miradas. Se irguió con cierta dificultad, y se volvió para contemplar las negras fauces de la calle.
—Si eso es lo que creo que puede ser... —empezó sombrío.
Índigo padecía aún los efectos de su experiencia con Grimya, sus sentidos parecían distorsionados y su mente lenta y confusa. Tuvo que hacer un esfuerzo para serenarse.
—Sospecho que lo es —dijo abriéndose paso por entre la confusión que la embargaba—.
Y llega antes de lo que esperaba.
Esti atravesó el escenario en silencio —evitando con cuidado a Grimya — para tomar la mano de Fran. Constan les dedicó a todos una mirada feroz.
—Muy bien, pues. Ha llegado el momento de que se inicie la segunda parte del espectáculo.
—Aún no.
Índigo clavó los ojos en la bocacalle. Las pisadas sonaban más fuertes ahora, aunque eran más lentas. Y podía percibir la presencia de unos ojos, una sensación casi tangible, que los contemplaban desde la oscuridad.
Una sombra surgió de la entrada de la calle. Se acercó al primero de los postes que sostenían las antorchas, y al pasar junto a él, la antorcha perdió intensidad y se apagó.
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