Louise Cooper - Nocturno

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—¡Papá, toca el violín! ¡Puedes hacerlo, puedes hacerlo, con sólo desearlo con fuerza!

La sombra había retrocedido al materializarse la luz y la figura del Emisario, pero ahora, recobrándose, se precipitó hacia el escenario; se alargó, extendiendo sus manos fantasmales como si quisiera apoderarse de la reluciente visión y hacerla pedazos. Pero un brazo dorado volvió a alzarse, y señaló en dirección a la puerta de la posada del Tonel de Manzanas.

—¡Baila, demonio! ¡Baila con la Compañía Cómica Brabazon! ¡Baila con la gente viva de Bruhome!

Dos antorchas se encendieron de repente en los soportes colocados sobre la puerta de la taberna, y la puerta de ésta se abrió con estrépito. En el umbral apareció una figura solitaria, y las llameantes antorchas iluminaron una mata de relucientes cabellos castaños...

¡Cari! —aulló Esti con toda la potencia de sus pulmones.

Constan giró en redondo, y los arrebolados colores de su rostro desaparecieron como por ensalmo. También el demonio se volvió, siseando furioso, y el contorno de la negra sombra se distorsionó al ver lo que pasaba.

—¡Se ha roto tu hechizo! —La imponente figura del Emisario desapareció con un potente destello y allí estaba Índigo, despeinada, y aullando de odio y triunfo al vampiro—. ¡No tienes ningún poder sobre nosotros..., ahora somos los señores de la fiesta! —Se volvió—. ¡Constan, trae a Cari! ¡Tráela con nosotros!

Constan saltó del escenario al tiempo que gritaba el nombre de su hija a todo pulmón, y echó a correr por la plaza. Cari lo había visto y se alejaba de la puerta, tambaleante, los brazos extendidos hacia él; se reunieron, y Constan la columpió entre sus brazos, besando su rostro y sus cabellos mientras se daba la vuelta y corría de regreso a la plataforma. El demonio contempló su avance con atención, luego se volvió con brusquedad para mirar a Índigo otra vez. La muchacha sintió el veneno de su mente, la energía que empezaba a acumular, la creciente rabia... y entonces una boca horrible y llameante se abrió en la borrosa cabeza, como si se hubiera abierto de par en par la puerta de un horno, y se balanceó hacia atrás sobre sus talones mientras una única y terrible nota brotaba de aquella boca, un malévolo trueno que ahogó la creciente música y zarandeó el escenario. Las llamas de las antorchas se alzaron hacia el cielo en señal de protesta; entonces todas las luces de la plaza se apagaron, y el silencio cayó sobre ellos mientras la horrible nota se tragaba todo otro sonido, y cesaba.

Constan se detuvo con un patinazo, y Fran y Esti, que se habían dirigido al borde de la plataforma para ayudarlo, se detuvieron en seco. La sombra había cambiado. A su alrededor palpitaba ahora una tormentosa aureola púrpura, atravesada por lenguas de parpadeante fuego plateado, como si se tratara del lento latir de un corazón maligno. Lanzó un lento y áspero aliento que pareció interminable, e Índigo sintió cómo la piel se le ponía de gallina al tiempo que el aire se volvía frío como el hielo. Con una voz que mostraba toda la desapacible y mortífera furia de una tormenta ártica, el demonio dijo:

—Ah, Índigo. Ahora sí que me has hecho enojar.

La plataforma empezó a temblar. Fran perdió el equilibrio y cayó, mientras que Esti se aferraba al telón con tanta fuerza que casi hizo que le cayera encima, y Grimya, aturdida todavía por la sorpresa, retrocedía lloriqueando a un rincón. Pero Índigo sintió cómo las tablas se arqueaban bajo sus pies, escuchó el crujido de protesta de la madera, y sonrió:

—No, demonio. No puedes destruir lo que hemos creado. Lo que hemos creado es real, y careces de poder para controlar la realidad.

—La realidad quizá no —rió con suavidad el ser—. Pero sí la ilusión. Y me parece que aún tienes una lección que aprender.

La plataforma dejó de temblar. Por un instante se produjo un silencio total; y entonces un sonido que iba más allá del sonido atronó la plaza. El cielo color estaño se volvió negro como la pez, y de la negrura surgieron constelaciones que empezaron a brillar fríamente sobre la escena. El terrible ruido murió, y empezó a soplar el viento, un vendaval glacial que gemía sobre los tejados de las casas y arrojaba ráfagas de nieve al rostro de Índigo. Y de pronto, surgida de la noche polar, la joven escuchó la primera pisada titánica de algo que se acercaba.

Un terror engendrado por siglos de leyenda hundió sus aceradas garras en el estómago de Índigo. El Innominado avanzaba hacia ellos desde las gigantescas montañas de hielo y arrastraba ante él las poderosas galernas invernales; la muchacha sintió que temblaba a medida que el pánico se apoderaba de ella; y sus ojos se vieron atraídos hacia las alturas, hacia el negro cielo, donde entre las constelaciones sabía que vería las dos estrellas gemelas que no eran estrellas sino los lejanos y relucientes ojos del precursor sin forma que

anunciaba la caída del cielo...

«¡Ilusión!» El grito estalló en su mente como una llamarada, y algo se abalanzó contra ella y la arrojó al suelo. Se golpeó contra la dura realidad del escenario, gritando mientras las atronadoras pisadas del Innominado resonaban en sus oídos.

«¡Ilusión, Índigo! ¡Ilusión!» Los dientes de Grimya se habían cerrado sobre el hombro de su camisa y la loba se retorció en un esfuerzo por conseguir ponerla en pie. Índigo rodó por el suelo, quedó tendida sobre él y empezó a proferir un grito incontenible mientras las espectrales pisadas sonaban una y otra vez, cada vez más cerca...

—¡A... yudadme!

Grimya se volvió, soltando a Índigo al tiempo que ladraba su desesperado llamamiento a los aturdidos Brabazon. Esti estaba paralizada, demasiado confundida para moverse; pero Fran sí reaccionó. Retomó su flauta, una cascada de notas —cualquier cosa, cualquier melodía, no importaba— trinó sobre el escenario y cortó el terrible ruido producido por la llegada del Innominado. La música actuó sobre Esti como un bofetón: se tambaleó hacia atrás, y sus ojos recobraron la conciencia al tiempo que comprendía lo que Fran intentaba.

—¡Papá! —gritó a Constan, quien permanecía acurrucado contra el borde de la plataforma con Cari bien sujeta entre sus brazos—. ¡Papá, toca! ¡Toca..., Fran no puede conseguirlo solo! —Extendió los brazos en un intento por arrebatarle a Cari y subirla al escenario—. ¡Ayúdanos!

Cari cayó sobre las tablas del escenario, mientras Constan trepaba detrás de ella. Grimya había conseguido sentar a Índigo, y ésta sacudía la cabeza mareada. Música... Fran tocaba, obligaba al Innominado a retroceder, y el Innominado no era más que un mito, un fantasma, una ilusión; pero la nieve todavía azotaba sus mejillas, y el viento aullaba como un millar de almas condenadas...

—¡Cari, baila conmigo! —chilló Esti a su hermana por encima del gemido de la galerna, y la zarandeó como si se tratara de una muñeca de trapo. La cabeza de Cari rodó sobre sus hombros; la joven lanzó una boqueada y se aferró a los brazos de Esti—. ¡Baila! —gritó Esti de nuevo—. ¡Estamos en Bruhome! ¡Las fiestas, Cari, las Fiestas de Otoño! ¡Baila conmigo!

Fran, al escuchar su frenética exhortación, empezó a tocar una alegre danza llamada Las Alegres Doncellas, en la que tradicionalmente Cari y Esti siempre sacaban a bailar al público. El pie del joven golpeó el suelo con fuerza para marcar el ritmo, y los vidriosos ojos de Cari parpadearon.

—¡Ohhh... !

¡Baila!—aulló Esti, y tiró con fuerza de los brazos de su hermana, la hizo girar y la obligó a saltar para mantener el equilibrio.

De pronto el cuerpo de Cari, si no su mente, pareció comprender, y a los pocos instantes ella y Esti reproducían los diferentes pasos de la danza. Constan, que hasta entonces había estado demasiado asombrado para hacer otra cosa que no fuera contemplar la escena boquiabierto, sacudió la cabeza con energía y se llevó ambas manos a la cabeza como si luchara por suprimir el aullido del viento y el ruido de las pisadas del Innominado. El demonio se reía de él, se reía... ¡no podía permitir que se rieran de él! ¡No se burlaría de él! E Índigo precisaba su ayuda, ¡Índigo había salvado a Cari, y ahora lo necesitaba!

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