Louise Cooper - Nocturno

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Pasó junto a la segunda luz; también ésta se extinguió. Esti dejó escapar un débil y nervioso sonido, y Grimya lloriqueó.

A la luz de las restantes antorchas Índigo pudo ver ahora que la sombra poseía forma humana, pero sin sustancia ni rasgos definidos. Se trataba de una silueta, desprovista de detalle. Pero podía sentir de todas formas la cruel intensidad de su mirada.

Una tercera antorcha se estremeció y se apagó, luego una cuarta. El demonio se acercó al escenario, y las diminutas candilejas empezaron a perder intensidad.

—¡No! —exclamó Índigo con fiereza. Vio cómo Fran y Esti cerraban los ojos, concentrados en reunir su fuerza de voluntad; y la hilera de luces aumentó de intensidad otra vez. El demonio se detuvo.

Entonces la débil y abismal voz que recordaba tan bien de la sala putrefacta dijo, con dulce y compasivo desdén:

—Os aplaudo a todos, y os agradezco la diversión. Pero ¡oh, sois tan estúpidos!

CAPÍTULO 21

—Somos estúpidos, ¿no? —La voz de Constan estalló en medio del mortal silencio que se había apoderado de la escena. Su rostro se sonrojaba cada vez más, y una vena palpitaba en su cuello con reprimida cólera—. ¡Ya lo veremos, aborto del averno! ¡Ya veremos quién es el estúpido!

—¡Papá! —Esti le tiró de la manga, horrorizada por su total falta de precaución—. ¡No lo provoques!

Constan se desasió de ella y avanzó con grandes zancadas hasta la parte delantera del escenario, sus ojos se clavaron en la sombra al tiempo que se ponía en jarras con los puños apretados.

¡Devuélveme a mi hija! —rugió—. ¡O, de lo contrario, por todas las abundantes cosechas que nos concede la Madre, te juro que desperdigaré tus restos sobre estos adoquines para que sirvan de alimento a tus repugnantes seguidores!

Una suave risa surgió de la boca invisible de la sombra.

—Constancia Brabazon, eres de verdad un gran comediante —dijo el ser—. Me proporcionarás un buen alimento cuando te devore. Mucho mejor que las débiles almas de Bruhome. Mucho mejor que sus cosechas, sus animales y sus niños. —Se deslizó hacia un lado, hasta detenerse justo frente a Índigo. La silueta de su cabeza se inclinó ligeramente hacia abajo, e Índigo notó cómo Grimya se colocaba tras ella. Un débil y temeroso gruñido borboteó en la garganta de la loba, y el demonio volvió a cloquear.

—Has encontrado a tus compañeros, y has liberado a tu amiga de mi pequeño hechizo. Te felicito, Índigo; creo que has conseguido muchas cosas, y aprendido mucho sobre ti misma en el proceso. Es triste que no vaya a servir para nada.

—Oh, sí que servirá para algo —repuso Índigo con frialdad—. Y nuestro espectáculo aún no ha terminado.

—¿Más diversión? ¡Qué agradable! Animará mi desdichada existencia. Y puedo preguntar... —la borrosa cabeza se alzó otra vez, e Índigo sintió la intensidad casi física de su mirada—... ¿de qué naturaleza será esta nueva diversión?

Índigo no estaba segura, pero le pareció detectar algo más que lacónica burla en la pregunta. La voz débil y sin inflexión no revelaba nada, pero la muchacha sospechó que aquella vampírica entidad estaba un poco más preocupada por su respuesta de lo que se atrevía a admitir. Le sonrió y dijo:

—¿Tanta curiosidad, cuando tu dolorosa carga te niega incluso los más nimios placeres de esta vida? Me sorprendes, demonio.

Los hombros de la sombra se agitaron en un gesto cansino.

—Incluso los más desdichados de nosotros tenemos a veces nuestros caprichos.

—O temores.

Constan tenía los ojos fijos en ella, e Índigo deseó fervientemente que no intentara intervenir; la muchacha necesitaba que aquel hiato se prolongara un poco más, ya que algo que se le había escapado al demonio bullía en su mente. Has aprendido mucho sobre ti misma. Aquella cosa percibía algún cambio, una estimulación de sus habilidades, y la joven recordó la vertiginosa sensación que se había apoderado de ella cuando luchaba por sacar a Grimya de su hechizo. Entonces había poseído el poder; ella era el poder...

Su corazón empezó a palpitar de forma irregular lleno de excitación. Debiera haberse dado cuenta antes, mucho antes, cuando el demonio les dio la bienvenida en la sala en ruinas y le había arrojado al rostro las dos imágenes que la denominaron hermana. Ya que, ¿de dónde podría haber sacado aquellas imágenes, si no era de su propia mente? No, como había creído ella entonces, de su memoria; sino de otra parte más profunda de su ser: de su alma.

Oh, sí. Podía hacer lo que era necesario hacer. Lo había conseguido una vez; lo haría otra.

Todo lo que precisaba era la comprensión que pusiera en marcha su voluntad, y esa comprensión le había llegado ahora.

Supo, sin necesidad de volver la cabeza, que los Brabazon aguardaban inquietos. Era consciente de su confusión, pero no tenía tiempo de detenerse y advertirles de lo que pensaba hacer. El demonio había colocado un arma en sus manos sin darse cuenta: debía utilizarla.

Devolvió toda su atención a la flotante sombra. Hubiera resultado fácil compadecerla; era una cosa patética e irreal que no estaba ni viva ni muerta. Pero compadecerla era alimentar aquella ilusión y darle poder. Por sí mismo el demonio carecía de fuerza; así pues, seguramente, carecería de auténtico poder. Sólo poseía el poder que sus víctimas le otorgaban de forma inconsciente al creer en la fuerza de las ilusiones que creaba... y creyendo de este modo en el mismo demonio.

—Tenemos un último espectáculo para ti, mi siempre hambriento amigo —le dijo Índigo con una sonrisa—. Un baile. Lo llamamos El Regreso de Bruhome.

La sombra se estremeció, como movida por algún tipo de emoción.

—Un título divertido —repuso la insustancial voz, y esta vez no había duda de la presencia de un tono de inquietud en ella—. Tu habilidad para bromear en un momento como éste te honra.

—Me alegro de que pienses así, ya que la broma será a tu costa. —Dio un paso atrás—. ¿Quieres subir al escenario y bailar con nosotros, demonio?

A su espalda, Constan siseó:

Índigo, en el nombre de la Madre, ¿qué estás haciendo?

Pero la muchacha agitó una mano en gesto negativo. La sombra permaneció inmóvil. La sonrisa de Índigo se tornó menos simpática.

—¿O deseas que te busque una pareja de baile más apropiada?

Podía sentir cómo la energía aumentaba en su interior; como había sucedido con Grimya. La distancia era mucho mayor, no obstante; no sabía si lo conseguiría, si podría reunir la voluntad necesaria: «¡No, no pienses eso! ¡Tienes el poder! ¡Tú eres el poder!»

Una luz cegadora brotó de debajo del escenario, y en el centro de la luz, donde un instante antes había estado Índigo, se alzaba ahora la elegante figura del Emisario. El ser levantó un brazo en gesto autoritario, y de la noche, de algún lugar más allá de los confines de la plaza, el aire les trajo las débiles notas de un organillo.

Esti lanzó un grito de angustiado deseo.

—¡Val! ¡Es la canción de Val!

«Sí», pensó Índigo con violencia, «sigue así, llámalos a todos: a Val, a Lanz, a Honi y a Pi, a todos ellos, a todos ellos!» Perdida en el turbulento caos de su propia mente, inundada por la imagen que ella misma se había creado, concentró el llameante foco de su voluntad en su invocación.

Flauta, caramillo y tambor se unieron al organillo, y la melodía se fundió en una alegre marcha. El sonido creció, cada vez más cercano, más próximo, y ahora parecía estar ya por todas partes a su alrededor, como si todo un ejército de músicos danzara por las oscuras calles y callejuelas, para converger de forma inexorable en la plaza y el escenario. Fran tomó su caramillo, con los ojos brillantes de excitación, y Esti, pandereta en mano, gritó a Constan:

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