Louise Cooper - Nocturno

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Mientras estaba fuera, Índigo y dos de las niñas más pequeñas cogieron leña del gran cesto que transportaban en la parte trasera de uno de los carromatos y encendieron una pequeña hoguera. Todos estaban demasiado cansados para explorar las tabernas de Bruhome aquella noche; en lugar de ello comerían alrededor del fuego, luego se tumbarían a dormir bajo las estrellas o en las carretas para estar descansados por la mañana.

Caridad, la mayor de los trece hijos de Constan, era la encargada de cocinar. Había cumplido veintiún años recientemente, y se había adjudicado el papel de madre suplente para con sus hermanos más pequeños; una responsabilidad que se tomaba con mucha seriedad. Era una muchacha alta y esbelta con una larga melena castaña que le llegaba hasta la cintura —todos los Brabazon, tanto padre como hijos, tenían los cabellos de uno u otro tono rojizo— que llevaba sujeta en trenzas arrolladas alrededor de la cabeza, y cuya naturaleza soñadora heredada de su abuela se veía mitigada por una vena de sólido sentido práctico. Constan podría ser la piedra angular de los Brabazon, pero Caridad era su inestimable lugarteniente, e Índigo se preguntaba a menudo qué pasaría cuando —como seguramente sucedería— el tranquilo encanto y la belleza de Caridad cautivaran a algún joven y ésta escogiera abandonar a sus hermanos y hermanas por un esposo y un hogar propio. Resultaba difícil imaginar a Modestia, la extravagante hermana que la seguía en edad y cuyo nombre resultaba tan poco apropiado a su carácter, ocupando su puesto, y las demás muchachas eran aún demasiado jóvenes para tal responsabilidad.

Caridad cantaba con su cálida voz de contralto mientras colocaba un caldero abollado y viejo sobre el fuego y empezaba a introducir hierbas, verduras lavadas y algunos pedazos de carne y hueso en el agua hirviendo. La cocina resultaba un sacrosanto misterio para la mayoría de los Brabazon, y las habilidades de la misma Índigo eran limitadas; pero a medida que el estofado empezaba a burbujear con fuerza, y mientras Caridad colocaba algunos tubérculos ensartados en afilados palos sobre las ascuas del fuego. para que se asaran, los demás empezaron a aparecer de uno en uno o por parejas, para acercarse al fuego atraídos por el aroma. La luz de las llamas envolvió sus rostros en dramáticas sombras

cuando se sentaron frente al fuego; cabellos de color castaño, cabellos cobrizos y cabellos rojo-anaranjados centellearon bajo su reflejo; se inició una relajada conversación entre todos. Sólo faltaba Constan: a Índigo le pareció vislumbrar su característica cabellera entre un grupo de hombres que charlaban junto a una de las otras hogueras.

—¿Qué hay para comer? —preguntó Lanz mientras se acomodaba sobre la hierba.

—Cordero —le respondió Caridad.

—¿El mismo que Fran y Val... ?

—¡Sí; y que no te pesque contándole nada de esto a nadie en Bruhome! —reprendió Caridad; luego miró con expresión adusta a los dos muchachos mayores—. Robar ovejas... ¡me avergüenzo de vosotros dos!

Fran le dedicó una amplia sonrisa.

—Pero no demasiado avergonzada para comer parte del botín, ¿eh, Cari?

La muchacha sacudió la cabeza.

—Lo que está hecho no puede deshacerse. Ahora quedaos quietos y dejad que me asegure de que todo el mundo está aquí. —Empezó a contar: era un ritual innecesario pero familiar—. Franqueza, Valentía, Modestia, Templanza, Entereza, Armonía, Honestidad, Sinceridad, Gentileza, Moderación, Responsabilidad, Piedad. Luego están Índigo, Grimya y yo: eso quiere decir que estamos todos menos papá. —Satisfecha, empezó a repartir cucharadas de estofado dentro de los cuencos.

—Papá está allí con algunos de los otros feriantes —informó Val, señalando con la mano—. El Burgomaestre Mischyn está ahí, también; me parece que está haciendo una especie de discurso.

—Será mejor no molestarlo, entonces. —Cari sacó con gran destreza una de las patatas que se asaban en las brasas y la golpeó ligeramente para ver si estaba bien cocida—. Fran, trae un poco de cerveza, por favor. —Le pasó un cuenco lleno hasta los bordes a Índigo.

Durante unos instantes se produjo un agradable silencio mientras todo el mundo dedicaba su atención a la comida, Índigo saboreaba su última patata, que había empapado en la salsa del estofado, cuando unas pisadas anunciaron la llegada de Constan. Este acomodó su corpulencia entre sus dos hijos mayores, y gruñó sus agradecimientos mientras Caridad llenaba otro cuenco y se lo pasaba.

Fran estudió por un momento la expresión de su padre, luego inquirió con expresión preocupada:

—¿Papá? ¿Qué sucede?

Constan se introdujo una cucharada de estofado en la boca y la engulló junto con un buen trago de cerveza antes de contestar:

—Tanto da que os enteréis ahora como más tarde —dijo sombrío—. Os lo diré ahora. La Fiesta de Otoño se ha acortado. Sólo serán tres días, empezando mañana, y se habrá terminado.

Sólo Responsabilidad y Piedad, que eran demasiado jóvenes para comprender el significado de las palabras de Constan, no reaccionaron. El resto se mostró anonadado.

—¿Tres días? ¡Apenas si hay tiempo para hacer nada!

—¿Qué clase de ingresos podemos conseguir en sólo tres días?

—Nos hemos estado preparando para Bruhome durante meses...

—Confiábamos en que aquí conseguiríamos dinero suficiente para pasar el invierno...

Y la voz de Fran, elevándose por encima de las otras con la pregunta de mayor importancia:

—Pero ¿por qué, papá? ¿Qué ha sucedido?

—Son las cosechas. —Constan tomó otro trago de cerveza; parecía haber perdido todo interés por la comida—. ¿Conocéis los rumores que hemos estado oyendo sobre la plaga? Bien, pues son ciertos. El Burgomaestre Mischyn nos ha contado toda la historia.

Se intercambiaron miradas, y Val dijo en voz baja:

—Esas vides marchitas que vimos...

—No son sólo las vides —repuso Constan—. Es el lúpulo, las manzanas..., incluso los pastos se están viendo afectados. Y nadie sabe qué lo provoca. Las plantas sencillamente pierden color, luego se vuelven blancas, y por fin se marchitan y mueren. Los granjeros de por aquí han perdido ya la mitad de su cosecha de lúpulo, y ahora parece como si le tocara el turno a las vides y a los manzanos. Y también le está sucediendo a parte del ganado, si han pastado en las zonas afectadas. Cada día llegan noticias nuevas sobre ello, dice el Burgomaestre Mischyn. De modo que nadie siente demasiados deseos de celebrar nada.

Modestia se inclinó hacia adelante retorciéndose las manos.

—Pero seguramente no puede durar, papá. Quizá será un mal año, pero cuando llegue el invierno seguro que esta enfermedad morirá junto con todo lo demás. ¿Por qué han de reducir la fiesta? ¡La gente necesita que la animen!

—Si fuera sólo la cosecha, Esti querida, estaría de acuerdo contigo —dijo Constan—. Pero parece que ha habido otros acontecimientos extraños en la región.

—¿Qué clase de acontecimientos?

Constan apretó los labios.

—Para empezar hay una enfermedad que afecta la ciudad. Una especie de enfermedad del sueño, dice Mischyn. Los que la contraen se duermen y no despiertan.

Caridad lo miró alarmada.

—¡Papá, podemos contraerla!

—No es del tipo contagioso. Mischyn lo sabría: su propio hijo la tiene, y su buena esposa ha estado cuidando al muchacho día y noche sin que la haya afectado. Pero es como la plaga de las cosechas: no saben qué es ni de dónde viene.

—Debe de haber un médico en la ciudad —intervino Índigo—. ¿Qué dice él?

—No está en condiciones de decir nada. Ha contraído la enfermedad: hace ya nueve días que duerme. Ah, ¿cuál fue la palabra que Mischyn utilizó? —Constan chasqueó los dedos, en busca de inspiración—. C... algo...

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