Louise Cooper - Nocturno
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—¿Coma?
—Eso es. Coma. Pero no tienen ni idea de por qué. Y luego, como si eso no fuera suficiente, ha estado desapareciendo gente.
Se hizo un profundo silencio y unos rostros asombrados lo contemplaron desde el círculo de luz proyectado por el fuego. Por fin, Lanz dijo:
— ¿Desapareciendo?
Constan asintió.
—Aquí un día, desaparecidos al siguiente. Un pastor subió a los páramos, y no regresó al atardecer. Enviaron hombres a buscarlo pero no lo encontraron. Un hombre salió a encontrarse con sus amigos en la taberna: no llegó a la taberna, no lo han visto desde entonces. Otro hombre se fue a la cama con su esposa y cuando despertó a la mañana siguiente descubrió que ella se había marchado, de sus ropas sólo faltaba un chal. —Se encogió de hombros de forma elocuente—. Desaparecidos, todos ellos. Sencillamente se fueron.
Índigo sintió cómo la tensión se apoderaba de ella. Miró de soslayo en dirección a Fran y vio que, también él, aparecía inquieto. Adivinó lo que el joven pensaba, y una silenciosa comunicación de Grimya se lo confirmó.
«También él recuerda al jinete que vimos en el camino, creo», dijo la loba. «¿Puede haber alguna relación entre ellos?»
«Es posible. »
Recordó aquel rostro lívido como el de un muerto, los ojos sin expresión que parecían mirar sin comprender a otro mundo. Y la determinación. Por encima de todo, la terrible aura de determinación.
Constan volvía a hablar.
—Sea lo que sea lo que está pasando aquí, es algo a lo que nadie sabe cómo enfrentarse. Conozco al Burgomaestre Mischyn desde antes de que nacierais vosotros tres, los más pequeños, cuando acababa de heredar la cervecería de su padre, y durante todos estos años nunca lo había visto tan agitado coma ahora. Está asustado. —Miró a Índigo y enarcó una ceja irónicamente—. Muchacha, antes me preguntaste qué iba mal cuando atravesamos la ciudad. Ahora ya lo sabes... y si hubieras estado en Bruhome antes de hoy, habrías notado la diferencia en la actitud de la gente. Todos están asustados; y no puedo culparlos.
—¿Entonces qué vamos a hacer? —preguntó Val.
—Lo que siempre hacemos, hasta donde podamos. La celebración tendrá lugar de todas formas aunque resulte un poco atenuada, así que, como dijo Esti, haremos todo lo que podamos para animar a esta buena gente y ayudarle a olvidar por un tiempo sus problemas.
—Y esperemos que podamos ganar dinero suficiente para ir tirando —añadió Candad.
—Exactamente. —Constan bajó los ojos para mirar su cuenco de estofado. Se había enfriado y empezaba a congelarse la grasa, de modo que lo dejó a un lado y volvió a llenar su jarra de cerveza —. Vosotros, los más pequeños, deberíais estar en la cama ya. Y el resto de nosotros haría bien en tomarse un buen descanso esta noche. Por la mañana, lo mejor será que le demos un buen repaso al espectáculo que planeamos y veamos qué cambios hay que hacer. No estaría bien representar algo que pudiera ofender la sensibilidad de los habitantes después de todos estos acontecimientos, ¿no es así?
Se trataba de una despedida tácita, y aunque los más mayores parecían dispuestos a discutir, algo en el comportamiento de Constan hizo que se lo repensaran. Despacio, de mala gana, todos se levantaron y fueron a realizar sus últimas tareas del día: Armonía, la tercera de las hijas, empujó a las más pequeñas en dirección al segundo carromato donde dormían todas las mujeres, e Índigo ayudó a Caridad y a Esti a lavar los cuencos y las cucharas en el río y a apagar luego el fuego.
Mientras se extinguían los últimos rescoldos y el corro del campamento se hundía en la oscuridad iluminada tan sólo por las estrellas, Cari levantó los ojos hacia el cielo.
—Creo que lo mejor será que durmamos dentro esta noche —dijo pensativa—. Cuando no hay nubes, puede hacer frío en plena noche en esta época del año.
Esa no era su única razón para buscar la seguridad de la carreta, e Índigo lo sabía; pero no hizo el menor comentario y se limitó a asentir con la cabeza. Empezaron a dirigirse hacia la carreta, con Grimya andando junto a Índigo; ya casi habían llegado a los peldaños cuando una mano surgió de la penumbra y tocó el brazo de Índigo.
—Índigo, antes de que te vayas a dormir. —Era Eran. La condujo a un lado, pasando por alto la mirada de exasperación de Cari al pasar junto a ellos, y bajó la voz hasta convertirla en un murmullo—. Pensabas lo mismo que yo, ¿verdad? Cuando papá nos contó lo de la gente que se desvanece. —Se detuvo para escudriñar su rostro—. ¿Y bien? ¿Crees que esas pobres almas que vimos en el camino pueden ser los que han desaparecido?
Índigo vaciló, luego asintió.
—Sí, Eran; lo creo. —Miró en dirección a la carreta; Cari ya había penetrado en su interior—. Pero no creo que debamos decir nada de ello a los otros.
—Val y Lanz ya lo han descubierto por sí mismos. También Esti, si es que la conozco. Y papá. Lo tenía escrito en todo el rostro.
—Sin embargo...
—Lo sé; lo sé. Mira, no le diré nada a nadie a menos que sean ellos los que lo mencionen primero. Pero creo que deberíamos mantener ojos y oídos bien alerta mañana en la ciudad.
Y en particular, debiéramos buscar a cualquiera que muestre un aspecto demasiado pálido para ser saludable.
Era una sugerencia muy sensata.
—Sí —repuso Índigo—. Estoy de acuerdo.
Se hubiera dirigido ya en dirección a la carreta, pero Fran parecía reacio a terminar la conversación. De repente, dijo:
—Sobre esa enfermedad, había una palabra para definirla; sabes cuál era...
—Coma.
—Sí. ¿Qué significa?
—Es como un sueño muy profundo —le respondió—. Una especie de trance. Las víctimas siguen vivas, pero es como si sus mentes estuvieran en algo parecido a un limbo.
—¡Ah! —Fran se mordió el labio inferior—. ¿Quieres decir que no se dan cuenta de nada de lo que sucede a su alrededor... igual que esos viajeros?
El pulso de Índigo se había acelerado hasta llegar a un doloroso latido muy veloz.
—Sí —dijo—. Exactamente igual que esos viajeros.
Era una noche tranquila, y el interior de la carreta oscuro y acogedor: pero Índigo no podía dormir. Permanecía tumbada en el borde de una maraña de almohadones y mantas ásperas extendidas sobre el suelo que formaban la cama que compartía con las hermanas Brabazon, mientras contemplaba el paso infinitesimalmente lento de las estrellas por el firmamento que se veía más allá de la abierta media puerta. A su espalda, Esti roncaba suavemente; Gentileza y Piedad, las dos más pequeñas, habían murmurado y lanzado risitas durante un rato hasta que una soñolienta pero tajante reprimenda por parte de Can las hizo callar; ahora no se oía otra cosa que la rítmica respiración gutural de Esti.
Índigo no podía dejar de pensar en lo que había dicho Fran, y sobre la conexión entre los ciudadanos desaparecidos, los cuatro viajeros en trance que habían visto en la carretera, y la misteriosa enfermedad. Fran estaba en lo cierto: coma era la palabra clave, y una descripción inquietantemente apropiada de los abstraídos e inmutables vagabundos.
Se tumbó de espaldas, contemplando el techo pintado de la carreta. Cosechas y pastos echados a perder, que ofrecían el mismo aspecto que si algo les hubiera absorbido la esencia misma de la vida. Animales que sufrían un destino parecido. Seres humanos, descoloridos, secos, que recorrían los caminos a píe o a caballo como si estuvieran en trance. Desapariciones. Una enfermedad del sueño. Era una progresión, pensó; cada fase conducía a la siguiente en una especie de horrible desfile.
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