Louise Cooper - Nocturno

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Y su subconsciente le gritaba que, en algún lugar detrás de este misterio cada vez más complejo, se ocultaba la mano de un demonio.

El dibujo de sombras formado por la luz de las estrellas en el techo varió de repente, e Índigo miró a su espalda encontrándose con que Grimya había alzado la cabeza y la observaba. En la oscuridad, los ojos de la loba brillaban levemente. «¿Indigo? ¿Estás despierta?»

«No puedo dormir», le transmitió. «No puedo dejar de pensar, Grimya. Los pensamientos no me dejan tranquila. » «¿Es por lo que Fran decía?» «Es eso, sí; y más cosas. »

Grimya se incorporó despacio, una silueta reflejada en el marco de la puerta. Levantó el hocico y olfateó el aire. «Es una buena noche. No sopla el viento y escucho el rumor del río. ¿Por qué no damos un paseo?» «¿No estás cansada?» «No. Ya sabes que adoro la noche. » Índigo miró por encima del hombro a Esti, que dormía profundamente; luego, con mucho cuidado, se deslizó fuera de la manta que la cubría. En silencio, abrió la parte inferior de la puerta y siguió a Grimya descendiendo los peldaños y perdiéndose en la noche.

El aroma de hogueras apagadas, de hierba, de excrementos de animales y del río se entremezcló en su olfato mientras extendía los brazos para aflojar los músculos agarrotados de estar tanto rato inmóvil. El aire poseía un helor otoñal, pero la túnica que llevaba, larga hasta la rodilla, era protección suficiente, y la hierba bajo sus pies desnudos era suave y agradable. Esquivaron carretas y tiendas de campaña donde dormían otros feriantes y descendieron la suave ladera que conducía a la ancha y llana orilla del río. En la vegetación que crecía en la orilla algo crujió y chapoteó; un ave acuática se alejó contoneándose, al tiempo que lanzaba un breve lamento. Las orejas de Grimya se irguieron con el instinto del cazador antes de que el ave nadara fuera de su alcance, y luego se relajaron, Índigo se sentó en una mata de hierba rodeada de juncos e introdujo los pies en el agua, observando cómo las ondas centelleaban a la luz de las estrellas mientras se desparramaban en la perezosa

corriente.

Permanecieron en silencio durante algunos minutos, hasta que Grimya. habló. Mucho tiempo atrás la loba había decidido, a causa de un curioso pero en cierta forma digno sentido del orgullo, que utilizaría su talento para hablar en voz alta (por muy gutural y entrecortada que surgiera su voz) siempre que no hubiera más que Índigo para oírla.

Articulando la pregunta que Índigo no había querido hacerse a sí misma, la loba dijo:

—¿Has... miiiirado la piedra-imán?

—No. —Le sonrió, pero con cierta tristeza—. No he podido reunir el valor suficiente. Sabemos que conducía hacia Bruhome, pero ahora...

—¿Piensas que puede mostrar que hemos llega... do a nues... tro de... destino?

—Es lo que me temo. Y no quiero mezclar a los Brabazon, Grimya. Han sido auténticos amigos para con nosotras, y recuerdo muy bien lo que le ha sucedido a todos aquellos con los que hemos trabado amistad.

—Ha sido una buena época ésta —repuso Grimya pesarosa—. Es tris... te pensar que ten... tenga que ter... minar.

—Lo sé; y eso es otra parte de ello. —Índigo dirigió la vista a las lentas aguas del río.

—A lo mejor no hará falta que se me... mezclen; al menos no aún —sugirió Grimya —. No estamos sssseguras de lo que dice la piedra. No hasta que miremos.

Índigo se sentía reacia a mirar: sabía cuál sería la respuesta de la piedra-imán a su pregunta. Pero la bondadosa reprimenda de Grimya era justa: no podía posponerse el momento eternamente.

Se llevó una mano al cuello y sacó la bolsa de cuero que colgaba a su alrededor. La piedra —pequeña, lisa y totalmente corriente— cayó sobre su palma extendida. El dorado punto de luz de su interior era claramente visible incluso en aquella oscuridad; al cabo de unos segundos se la mostró a Grimya. Su rostro era inexcrutable.

Grimya la miró, y dijo:

—Ah...

El diminuto ojo dorado ya no indicaba hacia el oeste; se había acomodado en el centro exacto de la piedra.

Habían llegado al final de su viaje.

Ninguna de las dos habló durante un largo rato. Grimya observó a su amiga con ojos preocupados, leyendo sus pensamientos pero incapaz de decir nada que pudiera serle de algún consuelo. Había finalizado el rastreo y la caza estaba a punto de empezar: aquí, en este apacible remanso rural, algo siniestro y diabólico las esperaba, y ellas debían dar la espalda al tranquilo idilio del pasado reciente y, una vez más, enfrentarse a una nueva manifestación del horror que Índigo había liberado de la Torre de los Pesares hacía ya tanto tiempo... El tercero de los siete demonios empezaba a agitarse. Y, sin importar a qué precio, había que encontrarlo y destruirlo.

Algo brilló en la mejilla de Índigo, y Grimya se dio cuenta de que lloraba. Pero no había ni furia ni desesperación en sus lágrimas; eran simplemente una liberación, un reconocimiento y una aceptación de su destino y un melancólico pesar porque el tranquilo interludio del que habían disfrutado debiera finalizar. La loba parpadeó, e intentó pensar en alguna palabra de consuelo, pero antes de que pudiera hablar, Índigo se secó los ojos con el dorso e la mano.

—Estoy bien, Grimya. No te preocupes. Contempló la humedad concentrada sobre su piel, y observó distraídamente que la luz de la luna la hacía relucir como si fuera de plata. Plata: el color de su propia debilidad, la señal de la imperfección que anidaba dentro de ella misma que era, quizás, el mayor peligro de todos. Cerró los ojos con fuerza por un instante, intentando hacer desaparecer la imagen no deseada de un rostro que había visto demasiado a menudo ya en sus sueños. Las facciones de una criatura, dientes felinos como perlas en la pequeña boca de sonrisa cruel, un suave halo de cabellos plateados, ojos plateados calculadores y burlones. Había pasado mucho tiempo ya desde que la criatura a quien ella llamaba Némesis, el impío ser simbiótico nacido de su propia naturaleza oscura y liberado al disfrute de una vida independiente, se había cruzado en su camino. La última vez que la había visto había sido desde la cubierta del Orgullo de Simhara cuando zarpaban del poderoso reino oriental de Khimiz, y aún podía recordar el odio vislumbrado en los ojos de la criatura y la sensación de una promesa silenciosa de que aquel encuentro no sería el último. Némesis vivía tan sólo para frustrar su misión y desviarla de su resolución, ya que con la destrucción del último de los demonios también ella, Némesis, moriría. Y la piedra de toque de Némesis era la plata...

De repente la noche se tornó fría, y el adormilado río que fluía con tanta suavidad entre ambas orillas pareció adoptar un leve tono amenazador. Un poco más allá, los juncos se agitaron; Índigo empezó a volver la cabeza, pero se detuvo, medio asustada de que si miraba, su cansado estado de ánimo podría traducir el sonido y el movimiento en algo menos inocente que los caprichos de la brisa. Estrellas de plata en el firmamento; reflejos plateados sobre el agua. Se estremeció, y extendió una mano para hundirla en el áspero y reconfortante calor del pelaje de Grimya.

—Regresemos —dijo.

Grimya comprendió. Se pusieron en pie, y pasaron despacio junto a las hogueras apagadas y los carromatos sin luces hasta el campamento de los Brabazon. En el aire flotaba aún un débil y agradable aroma a madera quemada; al llegar a la carreta Índigo volvió la cabeza para contemplar el terreno. Nada se movía, y con la loba pisándole los talones ascendió los peldaños y regresó a la paz y seguridad de sus dormidas compañeras.

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