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Louise Cooper: Nocturno

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Louise Cooper Nocturno

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Fran pareció aturdido, pero sólo por un momento. Se arrodilló y escupió grava; luego, soltó un primitivo y furioso juramento y se puso en pie, llevándose una mano al afilado cuchillo curvo que llevaba al cinto.

—¡Fran! —Índigo desmontó y corrió hacia él—. ¡No! —Lo sujetó con fuerza por el brazo, y se lo retorció hacia arriba al ver que tenía la intención de correr tras el jinete que se alejaba.

—¡Suéltame!

Forcejeó para soltarse pero, aunque era más menuda que él, Índigo era más diestra en el arte de la lucha; le retorció el brazo un poco más, hizo presión, y el cuchillo cayó de sus manos.

Fran se apartó de ella dando un traspié y se sujetó la muñeca haciendo una mueca.

—¿Por qué has hecho eso? —Respiraba con dificultad, apenas capaz de controlar su indignación.

—¡Porque no solucionarás nada atacándolo!

—¡El me ha atacado!

—¡No sabía lo que hacía! Tú lo has visto, Fran, has visto la expresión de su rostro. ¡Ni siquiera sabía que estabas allí!

Poco a poco el arrebato de indignación se apagó en los ojos de Fran. Sus hombros se relajaron y por último volvió la cabeza a un lado, murmurando una imprecación.

—Muy bien, muy bien. Lo dejaré ir. —Dejó de prestar atención a la muñeca para fijarla en el hombro dolorido, que se frotó mientras lanzaba una mirada cargada de veneno al extraño, que ya no era más que una forma borrosa entre la lluvia—. Pero si no fuera por el tiempo que hace y porque los otros nos esperan lo seguiría para ver adonde va.

Personalmente, Índigo se sintió tentada de darle la razón, pero lo pensó mejor antes de hacerlo. Fran era impulsivo y ella tenía la fuerte intuición de que seguir al extraño, armados como estaban sólo con cuchillos, podría no ser sensato, aunque le era imposible racionalizar aquella sensación.

En parte para distraer a Fran y en parte para darle otro cariz a su propia inquietud, dijo:

—Parecía enfermo. ¿Te has dado cuenta?

—Hum... Igual que los otros... pálido como un pescado. Como si algo le hubiera

chupado toda vitalidad. —Fran se echó a reír, nervioso—. Esta tierra está llena de leyendas de fantasmas, hombres lobo y cosas así. A lo mejor a nuestro amigo lo ha atacado un espíritu maligno. O un vampiro. —Vio la expresión de Índigo y forzó una sonrisa—. Estoy bromeando, Índigo. Al menos, eso creo.

Ella comprendió lo que quería decirle, la referencia a la desagradable coincidencia que ambos habían observado antes.

—Espero que así sea, Eran. —Recogió las riendas de su poni y se dispuso a volver a montar—. Lo mejor será que sigamos nuestro camino, o los otros tendrán que esperarnos.

Se pusieron en marcha, y espolearon a sus monturas para que fueran al trote. Al ver que el solitario jinete aparecía otra vez a lo lejos delante de ellos, Índigo condujo su poni fuera del camino para pasar de largo a una prudente distancia y se sintió aliviada cuando Eran la imitó sin discutir. Mientras el jinete quedaba atrás, Eran se colocó de nuevo junto a ella e indicó con el brazo el terreno que se extendía a su izquierda. Las vides crecían aquí en pulcras hileras en forma de terraza, que se encaramaban por la suave ladera orientada al sur. La cosecha otoñal era inminente, pero la lluvia había vapuleado las vides dejándolas convertidas en una lastimosa maraña goteante. Unos cuantos días de sol antes de la vendimia las enderezarían, pero era otro tipo de daño más insidioso el que había llamado la atención de Eran y el que le señalaba a Índigo.

—Más o menos por la mitad de la ladera, hacia el extremo de esa terraza. —Alzó la voz para hacerse oír por encima del siseo de la lluvia y del ruido de los cascos de los ponis—. ¿Lo ves?

La muchacha entrecerró los ojos y lo vio. Todo un conjunto de vides parecía haberse marchitado; había perdido su espléndido colorido y adquirido un enfermizo tono gris blanquecino que le recordaba de forma desconcertante la palidez de la piel del extraño jinete.

—Ya lo veo —respondió—. Entonces se extiende, como dicen los rumores.

—¿Pero en parcelas aisladas como ésa? No es natural. ¡No me extraña que los granjeros de por aquí estén preocupados! —Fran refrenó su montura que acababa de tropezar en un surco—. He oído que también afecta a los manzanos; y en los valles la cosecha de lúpulo no ha sido ni sombra de lo que acostumbra ser. Y siempre la misma cosa. Ninguna señal evidente: no hay podredumbre, no hay moho. Simplemente se marchita y se seca...

—Como si algo les hubiera absorbido la vida. —Índigo terminó la frase por él.

—Sí —repuso Fran sombrío—. Exactamente igual que a nuestro amigo del camino, y a los otros que vimos antes.

Ambos se quedaron silenciosos pero Índigo sabía que sus pensamientos seguían por desagradables derroteros paralelos. Una plaga al parecer sin forma ni origen que afectaba la cosecha en esta crucial época del año. Y extraños, paseantes solitarios que evidenciaban una caída en alguna forma de trance, que no parecían ser conscientes del mundo que los rodeaba, a pie o a caballo en su solitaria marcha con aquel inquietante aire de resolución. A simple vista, no podía existir una relación entre aquellos dos peculiares acontecimientos; pero Fran no era el único que había observado la preocupante similitud entre las blanquecinas cosechas que se marchitaban y el aspecto mustio de los viajeros que se comportaban como zombis.

El cruce de caminos apareció ante ellos. Val y Lanz los esperaban ya con los otros ponis, y cuando Índigo y él se les reunieron, Fran describió su encuentro omitiendo —observó Índigo con cierto regocijo— cualquier referencia a su frustrada reacción ante el ultraje recibido. Val lo escuchó muy serio, luego dijo:

—Deberíamos llegar a Bruhome dentro de dos o tres días. Si alguien sabe qué es lo que está pasando serán sus habitantes. Y habrá mucha gente de fuera venida para la fiesta de la cosecha. Alguien podrá decirnos qué se trama.

Los demás estuvieron de acuerdo y no se volvió a hablar del incidente. Pero mientras se ponían en marcha para recorrer el último kilómetro que les faltaba hasta llegar al campamento, Índigo volvió la cabeza, inquieta. A su espalda el camino estaba desierto —el jinete solitario aún no los había alcanzado— y contuvo un estremecimiento que nada tenía que ver con el frío de la lluvia. Val estaba en lo cierto: en Bruhome, que era el eje del comercio y de las fiestas de granjeros, pastores y vendimiadores por igual, obtendrían la respuesta a sus preguntas, si es que había respuesta.

Y supo, con un instinto infalible, que su misión, el enigma de las cosechas arruinadas y los extraños viajeros estaban misteriosa pero inextricablemente unidos.

CAPÍTULO 2

Dos días más tarde, los tres carromatos que eran el eje de la vida itinerante de la familia Brabazon rodaban sobre el puente que señala los límites de la ciudad de Bruhome una hora antes de la puesta del sol. Otra gente que cruzaba el puente se hizo a un lado y se detuvo para contemplar el espectáculo: los carromatos, cada uno tirado por una pareja de bueyes de mirada acuosa y estoica —menos excitables y por lo tanto más seguros que los caballos, declaraba el cabeza de familia— eran estructuras de madera de techo elevado, adornadas con profusión y pintadas con gran diversidad de colores brillantes, colocadas sobre cuatro grandes ruedas cada una. De los cortos postes situados a cada lado de los pescantes ondeaban banderines, y en los costados del carromato situado en cabeza se leía en enormes y floridas letras amarillas la siguiente inscripción: COMPAÑÍA CÓMICA BRABAZON.

Constancia Brabazon, padre de Franqueza, Valentía, Templanza y sus diez hermanos y hermanas, se sentaba muy erguido en el pescante del primer carromato; blandía un látigo adornado de cintas multicolores y sonreía de oreja a oreja al mundo que los rodeaba. Era un hombre de baja estatura, fornido y sólido como un roble, con una corona de rizos de llameante color rojo que apenas empezaban a encanecer y a escasear en las sienes. Durante sus cincuenta años de vida había sido un feriante, al igual que su padre y su abuelo antes que él. Su lecho nupcial había sido este carromato, todos sus hijos habían nacido en la carretera entre una ciudad y la siguiente, y durante los seis últimos años, desde que su turbulenta pero adorada esposa muriera al dar a luz a la más pequeña de sus hijas, había gobernado tanto a su caótica familia como a su negocio con una irresistible combinación de temible severidad y exhaustivo buen humor. A finales del invierno de este mismo año, mientras viajaban al sudoeste desde el Mar Interior para divertir a los asistentes a un festival de carreras de bueyes, Constancia y su tribu se habían tropezado con una forastera acompañada de una loba domesticada, que vivía de su ingenio y de su ballesta sin que le fuera demasiado bien, Índigo y Grimya habían padecido un duro invierno en un país donde los forasteros —en especial aquellos incapaces de hablar con soltura el idioma local—•_ no eran acogidos demasiado bien: durante cuatro meses Índigo no había encontrado ni trabajo remunerado ni a nadie que quisiera llevarla a las más amistosas tierras del oeste, y con la escasez de caza debido a la época del año y ninguna otra solución que no fuera recorrer los caminos a pie, tanto ella como su compañera habían adelgazado y perdido fuerzas hasta el punto de adquirir un aspecto demacrado. Los Brabazon las habían recogido, alimentado, cuidado; y casi sin darse cuenta Índigo y Grimya se habían convertido en miembros honorarios de la familia y en parte integrante del séquito del feriante.

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