Louise Cooper - Nocturno
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El joven Templanza saltó del arrecife en el mismo instante en que los ponis se precipitaban hacia el estrecho cuello del valle, y les cortó el paso, gritando y agitando los brazos. El garañón se detuvo en seco, se alzó sobre los cuartos traseros y agitó la cabeza, pero su gesto de desafío era fingido; sabía muy bien que estaba atrapado, y, cuando Templanza se le acercó, lanzó un amistoso relincho de saludo y empezó a registrar con el hocico las manos y bolsillos del muchacho en busca de golosinas. Por su parte, las yeguas bajaron las cabezas y empezaron a mordisquear el abundante pasto, mientras agitaban las colas con indiferencia.
Los dos ponis y sus jinetes se acercaron por detrás del pequeño grupo; los jinetes echaron pie a tierra. Franqueza, que tenía diecinueve años y era el mayor de los hermanos Brabazon, se acercó al caballo y le pasó un ronzal por la cabeza, luego alzó la mirada y le sonrió ampliamente a Templanza por entre los empapados cabellos castaños que le caían sobre el rostro.
—Bien hecho, Lanz. Por un momento pensé que te iba a atropellar.
—Este no. —Lanz dirigió una mirada al animal, quien a su vez lo miró con malicia—. Es un aspaventero; un conejo lo vencería en una competición de patadas. ¿Dónde están los otros ponis?
—Los trae Val.
Eran volvió la cabeza por encima del hombro para mirar al jinete que lo acompañaba, una joven alta vestida con un abrigo de cuero, pantalones de montar de lana y largos cabellos sujetos en una cuidada trenza, quien en ese momento colocaba el ronzal a las dos yeguas. El animal de pelo gris había descendido de la ladera para sentarse, jadeante, junto a ella. Eran se acercó a él y se inclinó para acariciarle la parte superior de la leonada cabeza.
—¡Qué, Grimya! Ha sido una buena carrera, ¿eh?
Grimya le mostró los colmillos con sonrisa canina, y agitó la cola con fruición. Cualquiera que no fuera natural de aquellas tierras del sudoeste habría pensado que se trataba de una perra, a pesar de su tamaño y de su aspecto salvaje. Los Brabazon, no obstante, estaban mejor informados; a lo largo de los muchos años que llevaban viajando habían llegado a conocer bastante bien a las criaturas salvajes como para distinguir un lobo del bosque de sus primos domésticos. Y durante los últimos diez meses, desde que se encontraran por primera vez con ella y con su dueña, Grimya se había convertido en tan buena amiga de la familia como cualquier ser humano.
Fran se irguió, y se encontró con la mirada de la muchacha cuando ésta volvió la cabeza para sonreiría.
—Gracias, Índigo. Si hubieran conseguido salir del valle sólo la Señora de la Cosecha sabe el tiempo que habríamos perdido persiguiéndolos.
—Tres días —intervino Lanz—. Es lo que tardamos la última vez que se comieron los ronzales, ¿recuerdas? No hago más que decirle a papá que necesitamos cuerdas nuevas, pero responde que no vale la pena.
—Tiene razón. Después del próximo día de mercado, será problema de otro.
Lanz parecía todavía contrariado, pero antes de que pudiera seguir con la discusión Fran estiró el cuello y miró al otro lado del valle.
—Ahí viene Val con los otros ponis. ¡Deja de quejarte, Lanz, y regresemos a los carromatos antes de que nos ahoguemos en esta lluvia!
La pequeña cabalgata se puso en marcha a los pocos minutos. Fran conducía al caballo mientras que Val y Lanz se hacían cargo de una yegua cada uno. Tras los hermanos, la joven a quien Fran había llamado Índigo dejaba que su poni anduviera a su aire por el estrecho sendero el páramo. El tiempo empeoraba a medida que avanzaba la mañana; durante los últimos minutos la llovizna había aumentado hasta convertirse en fuerte e ininterrumpida lluvia, mientras deshilachados jirones de un gris más oscuro se movían con rapidez bajo la amenazadora masa de nubes que se extendía de un extremo a otro del horizonte. La visibilidad había quedado reducida a pocos metros; cualquier cosa situada más allá quedaba oculta tras la húmeda oscuridad, y en algún lugar a su derecha Índigo podía escuchar el murmullo de un arroyo que bajaba muy crecido.
Grimya, que trotaba unos pocos pasos delante de ella, volvió la cabeza para mirarla y una voz habló en la mente de Índigo.
«Me alegro de que cogiéramos a los ponis tan deprisa. Este es un día para pasarlo frente al fuego, no corriendo por ahí. »
El comentario hizo sonreír a Índigo, que proyectó una silenciosa respuesta.
«No tardaremos en estar de regreso junto al fuego, cariño. ¡Espero que Caridad nos haya guardado un poco de desayuno!»
Sabía que los Brabazon ignoraban la extraordinaria conversación que tenía lugar entre la loba y ella; la mutación que le permitía a Grimya comprender la lengua de los humanos y el extraño vínculo telepático que ambas compartían formaba parte de un viejo y bien guardado secreto. Durante un cuarto de siglo Índigo y Grimya habían sido compañeras en un viaje que las había llevado a recorrer la faz de la tierra, un viaje cuyo término las esperaba en un lejano y desconocido futuro. El inverosímil lazo de unión existente entre una mujer, hija por nacimiento de un rey de las Islas Meridionales, y un animal mutante a quien sus «tribulaciones» habían convertido en un paria entre los suyos, ocultaba un secreto más extraño y profundo. A lo largo de todos esos años, a menudo turbulentos, que habían pasado juntas, Índigo y Grimya habían llevado con ellas el estigma de la inmortalidad. En el caso de Grimya se trataba de un don, otorgado a petición propia por la Diosa de la Tierra; para Índigo, en cambio, saber que no envejecería, que no cambiaría, era casi una carga insoportable, ya que era el eje central de la maldición que su propia estupidez había desencadenado sobre sí misma y sobre el mundo. Y hasta que su viaje y su misión no finalizaran, no se liberaría de ella.
Un cuarto de siglo... Parpadeó para eliminar las gotas de lluvia de sus pestañas y contempló las tres figuras pelirrojas que cabalgaban delante de ella. El año en que Fran, el mayor, nació, Grimya y ella estaban en las ardientes tierras situadas más al norte, enfrentadas a un adversario corrompido y letal cuyo recuerdo aún le provocaba horribles pesadillas de las que despertaba gritando y envuelta en sudor. Por la época en que Lanz empezaba a andar, ellas habían iniciado su larga estancia en la zona este de Khimiz, atrapadas por las supercherías de la Serpiente Devoradora. Y ahora, parecía que el ciclo se iniciaba de nuevo.
Con un gesto que a través de los años se había convertido en algo tan familiar como respirar, Índigo levantó una mano y tocó una pequeña bolsa de cuero que le colgaba del cuello sujeta por una correa. El cuero estaba ya viejo y agrietado; en su interior, palpó el duro contorno del guijarro que llevaba consigo desde el inicio de su viaje: la piedra-imán, regalo de la Madre Tierra, que la conducía infalible e incesantemente en su misión. Por tercera vez, el dorado punto luminoso que yacía en el centro de la piedra se había despertado, para latir como un diminuto corazón vivo y hacerle saber que el nuevo combate que tendría que librar estaba ya muy cerca.
Volvió a dejar caer la mano sobre el pomo de la silla de montar, y bajó la mirada al cuello empapado y peludo del poni que avanzaba con paso lento y torpe. Desde que la piedra-imán le empezara a transmitir su inequívoco mensaje, Índigo rezaba con frecuencia para que los Brabazon no se vieran envueltos en lo que pudiera acecharla en el camino. Habían sido primero salvadores y luego fieles amigos tanto de ella como de Grimya. desde su primer encuentro casual, y sería una amarga ironía corresponder a su afecto conduciéndolos al peligro. Demasiados inocentes habían muerto ya por ayudarla en su causa: no quería provocar más desgracias.
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