Louise Cooper - Nocturno

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Durante un rato, la comitiva avanzó despacio y en silencio. Grimya,, aunque consciente de las preocupaciones de Índigo, sabía también que a su debido tiempo las superaría y no decía nada; ninguno de los otros se sentía tampoco inclinado a la conversación. El clima apagaba hasta la fogosidad del joven semental. El sendero los conducía hacia la cima de una suave escarpadura, en la que un pequeño rebaño de ovejas desconsoladas se apelotonaba como manchas borrosas bajo la fuerte lluvia. Alcanzaron la cresta de la elevación, y de repente Fran alzó una mano para indicar a los otros que se detuvieran. Se levantó sobre los estribos para escudriñar la ladera que tenía ante él, luego se volvió y apremió a sus compañeros a que se acercaran. Cuando estuvieron todos juntos, señaló hacia abajo.

—Mirad. —Su voz era grave, tranquila—. Allí hay otro.

Unos quince metros más abajo del lugar donde se encontraban, serpenteaba al pie de la escarpadura un sendero abierto por el paso de los rebaños. En ese sendero había un jinete solitario, sin abrigo, sin sombrero y que, al parecer, no advertía la lluvia que caía con fuerza sobre su cabeza y espalda. Sujetaba su caballo con unas riendas demasiado tirantes y su mirada estaba clavada rígidamente al frente, como si siguiera un señuelo que sólo él pudiera ver.

Val silbó muy bajo entre dientes, pero Lanz hizo retroceder a su caballo y miró inquieto al mayor de sus hermanos.

—Quizá no sea uno de ellos, Fran. Los que vimos se dirigían hacia el norte, no hacia el este.

—Tú no estabas con Val y con Esti cuando vimos al tercero de ellos —dijo Fran—. Aquella mujer se dirigía hacia el sudoeste. Te lo contamos, ¿recuerdas? No creo que la dirección que sigan tenga mucha importancia.

—No obstante, puede que éste...

—Hay una forma de descubrirlo —interrumpió Val—. Salúdalo, Fran. Veamos si responde.

Fran miró inquisitivo a Lanz, quien se encogió de hombros.

—De acuerdo —repuso Fran, y se volvió de nuevo sobre su silla, haciendo bocina con ambas manos.

—¡Hola! —Los ponis, sorprendidos, dieron un respingo al oír el grito—. ¡Forastero! ¡Aquí arriba!

El grito rebotó y resonó en los páramos, pero, aunque el caballo que estaba a sus pies agitó la cabeza inquieto, su jinete no respondió. Fran volvió a gritar, el caballo relinchó; pero el hombre se limitó a tensar aún más las riendas, obligándole a seguir adelante.

Lanz extendió una mano y la posó sobre el hombro de Fran.

—Lo mejor será que lo dejes, Fran. No podemos hacer nada.

—No. —Fran sacudió la cabeza—. Voy a bajar, lo interceptaré y veré si logro descubrir qué podemos hacer.

—No puedes ir solo, entonces.

Fran miró a los otros.

¿Val? ¿Índigo?

—Yo iré contigo —repuso Índigo, que seguía contemplando al solitario jinete.

Aunque compartía la inquietud de Lanz, se había despertado su curiosidad; por las profundidades de su mente rondaba una sensación nada agradable, la intuición le decía que aquello tenía más importancia de lo que ninguno de ellos podía imaginar aún.

Grimya, que había captado su pensamiento, le habló en silencio.

«Creo que a lo mejor tienes razón. Vayamos a ver. »

Val decidió quedarse allí con Lanz, así que Fran les entregó el pequeño semental y dio instrucciones a sus hermanos para que tomaran un sendero más fácil y se reunieran con Índigo y con él en el cruce de caminos situado a unos dos kilómetros de allí. Los dos jóvenes se alejaron; condujeron a los ponis hasta el borde de la escarpadura y se inclinaron hacia atrás en sus sillas para emprender el empinado descenso. Mientras los ponis resbalaban y patinaban por la ladera, Índigo observó con atención al jinete que avanzaba allá abajo y recordó los anteriores y sorprendentes encuentros a los que Fran se había referido. Había visto por sí misma a dos de los otros viajeros: el primero, un hombre mayor, que iba a pie, había pasado por el campamento de los Brabazon cuatro días atrás mientras una plomiza oscuridad se adueñaba del terreno, Caridad y ella estaban ocupándose del fuego para preparar la comida y, de acuerdo con la costumbre de saludar a los forasteros para demostrar que no les deseaban mal alguno, lo habían llamado. El hombre las ignoró y siguió adelante con un andar curiosamente rígido. En la penumbra cada vez mayor, Índigo había observado que el rostro del hombre era de una palidez cadavérica. Dos días más tarde, Fran, Val y su hermana Esti habían topado con un segundo caminante solitario, esta vez una mujer, con la misma palidez mortal en la piel, y que tampoco parecía advertir ID que la rodeaba; y aquella misma tarde el tercer viajero había pasado por el campamento a caballo, avanzando con la firme pero aturdida determinación del sonámbulo o de un hombre en trance. Todos tenían más aspecto de apariciones que de seres humanos; a Índigo le causó náuseas la gélida y silenciosa aureola que los rodeaba. No podía imaginar quiénes eran, adonde iban ni por qué. Y a pesar de su curiosidad tenía la desagradable convicción de que no quería saber la respuesta.

Estaban ya casi a la altura del camino. Grimya, que se movía con más seguridad por aquel terreno que los ponis, había salido corriendo delante de ellos; al verla acercarse, el caballo del extraño se asustó e intentó salirse del camino; por reflejo el jinete volvió a dar un violento tirón a las riendas para evitarlo; sin embargo, no demostró la menor señal de advertir la presencia de los intrusos.

El poni de Fran recorrió los últimos metros que faltaban hasta el fondo del valle, se lanzó a medio galope, e interceptó al solitario jinete, atravesándosele en el camino. Fran levantó una mano, con la palma hacia afuera para hacer el gesto universal de saludo amistoso.

—¡Buen día tengáis, señor!

El caballo siguió adelante, Índigo alcanzó a Fran, atravesó su montura en el camino y contempló al jinete a través de la lluvia. Se trataba de un hombre de mediana edad, bien vestido, pero con ropas más apropiadas para estar al amor del fuego que para viajar por el país bajo un aguacero. Su rostro mostraba una palidez mortal, lo mismo que las manos que sujetaban las riendas; los ojos vidriosos, sin dar señales de verla, la traspasaron. La muchacha había visto aquella mirada antes, aquel horrible aire de resolución que insinuaba

una obsesión lo bastante fuerte como para haber sacado a este hombre —y al menos a otros tres antes que él— de su casa y de entre su familia, para lanzarse un día frío y lluvioso a cumplir algún inimaginable cometido.

—Yo tenía razón. —También Fran miraba con atención al jinete, al tiempo que sujetaba a su poni, que empezaba a ponerse nervioso a medida que el caballo del extraño se acercaba—. Con éste son cuatro, Índigo. Cuatro, en otros tantos días. No me gusta.

—Será mejor que lo dejemos en paz —aconsejó la muchacha—. No podemos hacer nada para que se dé cuenta de nuestra presencia.

—Oh, no lo sé. Quizá no debiéramos dejar que éste siguiera adelante como hicimos con los otros.

—Fran, no seas... —Pero antes de que pudiera decirlo, Fran había hecho girar su caballo y se dirigía hacia el jinete que seguía acercándose.

—¡ Señor! —Fran se colocó a su lado y extendió un brazo para tocar el del extraño—. ¡Señor, deteneos! Quisiera...

Índigo tuvo una fuerte premonición, y gritó.

¡Fran!

El jinete se volvió. Su rostro rígido y pálido contempló a Fran por un instante aunque parecía que la mente del hombre no registraba lo que veían sus ojos. Luego, con tal rapidez que Fran no tuvo tiempo de esquivarlo, un corto látigo restalló en el aire y le alcanzó el hombro. Fran lanzó un aullido de dolor y rabia, su poni relinchó, dio un violento y brusco salto a un lado y el muchacho salió despedido de la silla para caer cuan largo era sobre el sendero mientras el extraño y su caballo pasaban junto a él.

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