Doyle conducía y Rhys iba delante con él. Doyle había ordenado a Rhys ir detrás con el resto de nosotros, pero Frost había insistido en que se le permitiera ir detrás. Eso me había parecido… raro.
Ahora estaba sentado a la izquierda, apretado contra la puerta, con la espalda erguida, y aquel cabello de plata brillando en la oscuridad .Galen estaba sentado en el otro lado. La mayoría de sus heridas ya estaban curadas, y las que no lo estaban, se ocultaban debajo de unos vaqueros limpios. Se había puesto una camiseta blanca debajo de una camisa verde pálido. Llevaba ésta metida por dentro de los vaqueros pero desabrochada, con lo cual se le veía la camiseta de punto elástico. Lo único que quedaba del atuendo de la corte eran las botas hasta las rodillas, de un color verde musgo. La chaqueta de piel marrón que había llevado durante años permanecía doblada sobre sus rodillas.
Quedaba espacio en el asiento para Kitto, pero había preferido acurrucarse en el suelo, con las rodillas apretadas contra el pecho. Galen le había prestado una camisa de largas mangas para cubrir la correa metálica que llevaba. La camisa le iba enorme, y las mangas blancas ondeaban encima de sus manos. Lo único que podía ver yo eran sus piececitos desnudos que sobresalían de la ropa. Parecía tener ocho años, acurrucado en aquella oscuridad.
A preguntas como «¿Seguro que estás bien?», respondía «Sí, señora». Ésta parecía ser su respuesta para todo, pero resultaba evidente que se sentía abatido por algún motivo. Renuncié a sonsacarle información. Estaba cansada y me dolía el tobillo. Para ser exactos, me dolía el pie y la pierna hasta la altura de la rodilla. Rhys y Galen se habían turnado para ponerme hielo en el tobillo durante los espectáculos de sobremesa. El baile, que pretendía ayudarme a escoger entre los hombres, había sido un fracaso porque no pude bailar. No sólo me dolía el tobillo, me sentía mal y tremendamente cansada.
Me apoyé contra el hombro de Galen, adormilada. Él levantó el brazo para colocarlo sobre mis hombros, pero se detuvo a medio movimiento.
– ¡Ah! -exclamó.
– ¿Todavía te duelen las mordeduras? -pregunté.
Asintió y bajó lentamente el brazo.
– Sí.
– Yo no estoy herido. -La voz de Frost hizo que nos volviéramos hacia él.
– ¿Qué? -pregunté.
– Que no estoy herido -repitió.
Lo miré. Su rostro mostraba la arrogante perfección habitual, desde unos pómulos imposiblemente altos hasta la fuerte mandíbula con su minúsculo hoyuelo. Era una cara que debería haber ido acompañada de unos labios rectos y finos. Sin embargo, los labios de Frost eran carnosos y sensuales. El hoyuelo y la boca salvaban aquel rostro de una severidad excesiva. En ese momento, su rostro presentaba una línea severa, su espalda se mantenía erguida y agarraba la manecilla de la puerta con tanta fuerza que revelaba los músculos del brazo. Me había mirado al hacer la oferta, pero luego había girado el cuello, mostrándome sólo el perfil.
Lo miré allí sentado y comprendí que el Asesino Frost estaba nervioso. Nervioso por mí. Existía cierta fragilidad en su manera de comportarse, como si le hubiese costado muy caro ofrecerme su hombro para apoyarme en él.
Volví a mirar a Galen. Él arqueó las cejas e intentó encogerse de hombros, pero se detuvo a medio movimiento y se decidió por hacer un gesto de negación con la cabeza. Era interesante saber que Galen tampoco sabía lo que estaba sucediendo.
No estaba cómoda con la cabeza apoyada en el hombro de Frost, pero… Pero él podría haber salido, haberse salvado a sí mismo cuando las espinas atacaron, y no lo había hecho. Se había quedado con nosotros, conmigo. No me hacía ilusiones de que Frost hubiese estado alimentando en secreto un profundo amor hacia mí durante los últimos años. Sencillamente, no era verdad. Sin embargo, habían levantado las prohibiciones y si le decía que sí, Frost podría disfrutar de una relación sexual por primera vez en mucho tiempo. Había insistido en ir detrás conmigo y luego, me había ofrecido su hombro para que me apoyara en él. Frost, a su manera, me estaba cortejando.
Era una especie de dulzura torpe. Pero Frost no era dulce, sino arrogante y orgulloso. Sin duda, incluso aquella pequeña insinuación le había costado mucho. Si rechazaba la oferta, no sabía si se volvería a arriesgar en algún otro momento. ¿Se me volvería a ofrecer aunque fuese de una manera ínfima?
No le podía rechazar así e, incluso mientras lo pensaba, supe cuánto le habría dolido a Frost que lo que me hacía deslizar por el coche no fuera deseo o belleza física, sino algo muy próximo a la compasión.
Me deslicé por el asiento, y él levantó el brazo para que pudiera acomodarme. Era un poco más alto que Galen, de manera que en realidad no me apoyé en su hombro, sino en la parte superior de su pecho.
La tela de su camisa me raspaba la mejilla y no conseguía relajarme. Nunca había estado tan cerca de Frost, y resultaba… extraño. Me daba la sensación de que no podíamos sentirnos cómodos juntos. Él también lo sentía, porque ambos continuamos haciendo pequeños movimientos. Frost cambió la mano de mi espalda a mi cintura; yo intenté levantar más la cabeza y después bajarla, traté de apretarme más, de separarme un poco, pero nada funcionaba.
Finalmente, reí. Se puso rígido, sentí su brazo tenso en mi espalda. Lo oí tragar saliva. ¡Estaba nervioso!
Empecé a ponerme de rodillas a su lado, pero me acordé de mi tobillo y sólo pude plegar un pie debajo de mí, con cuidado para que el tacón no se enganchara en la media que conservaba ni en el satén de mis bragas.
Frost volvió a ofrecerme su perfil. Le acaricié la barbilla y giré su cara hacia mí. A sólo unos centímetros, aun en la oscuridad, distinguí el dolor de sus ojos. Alguien le había hecho daño alguna vez. Y la herida seguía sangrando en sus pupilas.
Sentí que mi cara se enternecía y la risa se disolvía.
– Me he reído porque…
– Sé por qué te has reído -dijo y se apartó de mí. Se apoyó contra la puerta del coche, aunque estaba derecho y erguido. Me hizo recordar el modo en que se acurrucaba Kitto en el suelo.
Toqué su hombro con delicadeza. Aquel delgado velo de cabello había caído por sus hombros. Era como tocar seda. El color de su cabello era tan profundamente metálico que no me sorprendió que fuera tan delicado. Era más suave que los rizos de Galen, de una textura totalmente diferente.
Me miraba mientras le tocaba el pelo.
Lo miré.
– Es sólo que estamos en esta extraña fase de la primera cita. Nunca nos hemos cogido de la mano ni besado, y todavía no sabemos sentirnos cómodos el uno con el otro. Galen y yo nos ocupamos de todos los preliminares hace años.
Se separó de mí, haciendo resbalar el pelo entre mis dedos, aunque no creo que ésta fuera su intención. Miró por la ventana de un modo imperturbable, aunque ésta actuaba como un espejo que me mostraba su rostro como el de una de las damas blancas de la corte.
– ¿Cómo se supera esta incomodidad?
– Tienes que haber tenido alguna cita -dije.
Sacudió la cabeza.
– Hace más de ochocientos años en mi caso, Meredith.
– Ochocientos años -dije-. Pensé que el celibato llevaba mil años en vigor.
Asintió sin moverse, contemplando su reflejo en la ventana.
– Fui el consorte de su elección hace ochocientos años. La serví tres veces nueve años, y después escogió a otro. -Su voz mostró un atisbo de duda cuando dijo esto último.
– No lo sabía -dije.
– Yo tampoco -dijo Galen.
Frost se limitó a mirar por la ventana, como si estuviera fascinado por el reflejo de sus ojos grises.
– Yo actué igual que Galen durante los primeros doscientos años, jugando con las damas de la corte. Entonces me escogió a mí, y cuando me apartó fue mucho más duro abstenerse. El recuerdo de su cuerpo, de lo que… -su voz se fue apagando-. Por eso no hago nada. No toco a nadie. No he tocado a nadie durante ochocientos años. No he besado a nadie. No he sostenido la mano de nadie. -Apretó su frente contra el cristal-. No sé cómo parar.
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