Laurell Hamilton - El Cadáver Alegre

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La reanimación de cadáveres se ha convertido en un negocio muy lucrativo al menos en San Luis, y en gran medida gracias al jefe de Anita Blake, un verdadero embaucador con un fino olfato para los negocios que le enseña cómo sacar partido de su talento y le ofreció trabajo en Reanimators Inc. Pero cuando reciben una oferta de un millón de dólares para que Anita reanime un cadáver de casi trescientos años, la joven se niega en redondo… y empiezan los problemas.
Con el segundo título de la serie protagonizada por Anita Blake, Laurell K. Hamilton renovó las expectativas generadas con Placeres Prohibidos y siguió sentando las bases de uno de los hitos de la literatura vampírica moderna. Sin alardes y recurriendo a un lenguaje coloquial ágil y chispeante, la autora construye narraciones tremendamente adictivas en las que desarrolla uno de los análisis más certeros que ha dado la literatura de género sobre los miedos y prejuicios representados en los monstruos

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Un hombre se apartó del grupo y se nos acercó. Era el que me había recordado a Peter Burke. Medía uno ochenta, aproximadamente, y tenía la piel bronceada, un bigote negro y una perilla fina, casi de cabra. Era como un galán misterioso de cine, pero había algo en sus movimientos, o tal vez en el mechón blanco que tenía justo encima de la frente, que invitaba a adjudicarle el papel de villano.

– ¿Va a ayudarnos? -Sin preámbulos. Sin saludos.

– Sí -contestó Jamison-. Anita Blake, John Burke, el hermano de Peter.

Quería preguntarle si era el famoso John Burke, mi alma gemela, el reanimador y matavampiros más conocido de Nueva Orleans. Nos estrechamos la mano. Su apretón era fuerte, casi doloroso, como si quisiera comprobar mi reacción. No rechisté, y me soltó. Igual no se había dado cuenta de que apretaba con mucha fuerza, pero lo dudaba.

– Siento mucho lo de tu hermano. -Lo decía en serio. Me alegraba de decirlo en serio.

– Gracias por ofrecerte a conseguir información.

– Me sorprende que no le hayas pedido a la policía de Nueva Orleans que lo pregunte.

– La policía de Nueva Orleans y yo tenemos ciertas desavenencias. -Tuvo el detalle de mostrarse incómodo.

– ¿De verdad? -pregunté con los ojos como platos. Estaba al tanto de los rumores, pero quería oír la verdad: siempre supera a la ficción.

– Acusaron a John de haber participado en asesinatos rituales -dijo Jamison-. Sólo porque es sacerdote vodun.

– Oh. -Vaya. Pues era exactamente lo que me había llegado por radio macuto-. ¿Cuánto tiempo llevas por aquí, John?

– Casi una semana.

– ¿De verdad?

– Peter llevaba dos días desaparecido cuando encontraron el… cadáver. -Se humedeció los labios, y sus ojos oscuros enfocaron algo que había detrás de mí. ¿Habrían empezado a trabajar los sepultureros? Me volví para mirar, pero la tumba seguía igual-. Te agradeceremos muchísimo cualquier ayuda que puedas prestarnos.

– Haré lo que pueda.

– Tengo que volver a la casa. -Movió los hombros como para desentumecer los músculos-. Mi cuñada se lo ha tomado muy mal.

Me mordí la lengua. Qué mayor. Pero había una cosa que no podía dejar pasar.

– ¿Puedes encargarte de tus sobrinos? -Se volvió para mirarme con un ceño de perplejidad-. Quiero decir, mantenerlos al margen de las escenas escabrosas.

– Se me ha hecho un nudo en la garganta al ver que se tiraba sobre el ataúd -dijo asintiendo-. ¿Qué habrán pensado los niños?

Se le anegaron los ojos, pero los mantuvo muy abiertos para evitar que escaparan las lágrimas. Yo no sabía qué decir. No quería verlo llorar.

– Hablaré con la policía para averiguar lo que pueda, y cuando tenga algo se lo diré a Jamison.

John Burke asintió lentamente. Sus ojos eran como un vaso en que sólo la tensión superficial impide que se derrame el agua.

Me despedí de Jamison, fui al coche y puse el aire acondicionado a tope. Cuando arranqué y me alejé, los dos hombres seguían al sol, en mitad de la hierba requemada.

Hablaría con la policía, a ver si averiguaba algo. Pero además tenía otro nombre para Dolph: John Burke, el reanimador más famoso de Nueva Orleans, sacerdote vodun. A mí me parecía un buen sospechoso.

DIEZ

Cuando metí la llave en la cerradura estaba sonando el teléfono. Grité «Ya voy, ya voy», aunque la verdad es que no sé por qué tengo esa manía. Ni que pudieran oírme y esperar.

Abrí de par en par y contesté al cuarto timbrazo.

– ¿Sí?

– ¿Anita?

– Hola, Dolph. -Se me encogió el estómago-. ¿Qué hay?

– Creo que hemos encontrado al niño -dijo con voz inexpresiva.

– ¿«Creo»? ¿Cómo que «creo»?

– ¿Tengo que deletreártelo? -Sonaba cansado.

– ¿Está como sus padres?

– Sí -contestó, aunque lo mío no era una pregunta.

– Virgen santa. ¿Cuánto han dejado?

– Ven a verlo. Estamos en el cementerio Burrell, ¿lo conoces?

– Claro. He trabajado ahí.

– Ven en cuanto puedas. Yo quiero irme a casa y abrazar a mi mujer.

– Bien. Lo entiendo. -Hablaba sola, porque Dolph ya había colgado. Me quedé mirando el teléfono mientras se me pasaban los escalofríos. No quería ir a ver los restos de Benjamín Reynolds. No quería saber nada. Me llené los pulmones y dejé escapar el aire lentamente.

Bajé la mirada: un vestido, medias negras y zapatos de tacón. No era una indumentaria adecuada para la escena de un crimen, pero tardaría demasiado en cambiarme. Normalmente era la última a la que llamaban, y cuando yo terminaba, recogían los trastos y se iban. Me puse unas deportivas negras, para caminar por la hierba ensangrentada. No hay quien limpie las manchas de sangre de los zapatos de vestir.

Tenía la Browning Hi-Power, con su funda y todo, encima del bolso negro. Durante el entierro la había dejado en el coche, porque no sabía dónde esconderla con el vestido. Ya sé que en la tele se ven muchas pistoleras de muslo, pero ¿os dice algo la palabra rozadura?

Dudé si debería guardar la pistola de repuesto en el bolso, pero decidí que no: como todos los bolsos, iba equipado con un agujero negro portátil de serie, así que sería inútil intentar sacar el arma a tiempo.

Sí que llevaba un puñal de plata en una funda de muslo, bajo la minifalda. Me sentía como Kit Carson travestido, pero tras la simpática visita de Tommy no quería salir desarmada; no me hacía ilusiones respecto a lo que pasaría si me pillaba en bragas. Las armas blancas no son tan eficaces, pero sí mejores que ponerse a gritar y patalear.

Aún no me había visto obligada a sacar rápidamente un puñal oculto en el muslo. Quedaría tirando a obsceno, supongo, pero pasar un poco de corte a cambio de seguir con vida sale a cuenta, ¿no?

El cementerio Burrell está en la cima de una colina. Tiene algunas tumbas centenarias, con el alabastro liso e ilegible por la erosión, como las piruletas con relieve después de chuparlas. La hierba crece indómita, tachonada por lápidas que montan guardia con desgana.

A un lado del cementerio hay una casa, donde vive el guardés, aunque no tiene gran cosa que guardar: el recinto lleva lleno tantos años que el último muerto que enterraron en él podría contarnos anécdotas de la Feria Mundial de 1904.

El camino interior del cementerio ha desaparecido. Queda su fantasma: una franja de terreno donde la hierba crece más baja. La casa del guardés estaba rodeada de coches de policía, y también vi la furgoneta del depósito. Mi Nova no daba la talla; igual debería instalarle antenas, o un cartel que pusiera telezombi, aunque supongo que Bert me montaría un número.

Saqué un mono del maletero y me lo puse. Me cubría desde el cuello hasta los tobillos, y como suele ocurrir, la entrepierna me quedaba a la altura de las rodillas. Nunca he entendido por qué los hacen así, pero por lo menos me cabía la falda. En un principio me había comprado los monos para matar vampiros, pero la sangre es sangre, y además, los hierbajos me habrían dejado las medias hechas cisco. Después saqué un par de guantes de látex de la caja de cien unidades y, ataviada con mis zapatillas deportivas, ya estaba lista para ver los restos.

Los restos. Qué aséptico suena.

Dolph se cernía como un vigía por encima de todos los demás. Me abrí paso hacia él, intentando no tropezar con ningún fragmento de lápida. Un viento tórrido agitó la hierba. Estaba sudando a mares dentro del mono.

El inspector Clive Perry se me acercó, como si considerase que necesitaba escolta. Era una de las personas más atentas que conocía; rezumaba una cortesía más propia de otros tiempos. Era un caballero en el mejor sentido de la palabra, y soy incapaz de imaginar qué habría hecho para acabar en la Santa Compaña.

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