Laurell Hamilton - El Cadáver Alegre

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La reanimación de cadáveres se ha convertido en un negocio muy lucrativo al menos en San Luis, y en gran medida gracias al jefe de Anita Blake, un verdadero embaucador con un fino olfato para los negocios que le enseña cómo sacar partido de su talento y le ofreció trabajo en Reanimators Inc. Pero cuando reciben una oferta de un millón de dólares para que Anita reanime un cadáver de casi trescientos años, la joven se niega en redondo… y empiezan los problemas.
Con el segundo título de la serie protagonizada por Anita Blake, Laurell K. Hamilton renovó las expectativas generadas con Placeres Prohibidos y siguió sentando las bases de uno de los hitos de la literatura vampírica moderna. Sin alardes y recurriendo a un lenguaje coloquial ágil y chispeante, la autora construye narraciones tremendamente adictivas en las que desarrolla uno de los análisis más certeros que ha dado la literatura de género sobre los miedos y prejuicios representados en los monstruos

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Bajo el dosel, en la primera fila de butacas, había una mujer desmadejada como una muñeca rota. Sus sollozos eran tan estridentes que ahogaban las palabras del cura. Yo estaba atrás y apenas distinguía un murmullo acompasado.

Había dos niños cogidos de la mano de un anciano. ¿Sería su abuelo? Estaban pálidos y ojerosos, y su expresión denotaba un conflicto entre el miedo y la tristeza. Su madre se había desmoronado y no les servía de ayuda. Estaba tan concentrada en su dolor que no pensaba en el de sus hijos, como si sólo sufriera ella. Y qué más.

Yo tenía ocho años cuando murió mi madre, y nunca había logrado llenar el vacío. Era un dolor que no desaparecía nunca, como si me hubiera quedado incompleta. Se aprende a soportarlo y seguir adelante, pero continúa ahí.

Había un hombre sentado junto a ella, acariciándole la espalda en círculos interminables. Tenía el pelo corto y oscuro, casi negro, muy cuidado, y era ancho de hombros. De lejos guardaba un extraño parecido con Peter Burke. Fantasmas a la luz del sol.

El cementerio tenía bastantes árboles, que arrojaban sombras grisáceas. Al otro lado del camino de grava había dos hombres que esperaban en silencio: los sepultureros. Tenían que terminar su trabajo.

Miré el ataúd y su manto de claveles rosa. A un lado había un montículo cubierto por el verde chillón de la hierba falsa. Era la tierra que acababan de sacar y que volverían a echar al agujero.

No se debe permitir que los dolientes vean la tierra arcillosa que caerá sobre el ataúd lustroso. Paladas de tierra que ocultan la madera y cubren al marido, al padre, atrapándolo para siempre en una caja revestida de plomo. Un buen ataúd impide el paso del agua y los gusanos, pero no detiene la putrefacción. Por mucho que el cadáver de Peter Burke estuviera rodeado de raso, aunque le hubieran puesto corbata y lo hubieran acicalado, seguía siendo un cadáver.

El final del entierro me pilló distraída. La gente, aliviada, se levantó al unísono, y el hombre de pelo negro ayudó a la desconsolada viuda a incorporarse. Estuvo a punto de caer de bruces, y otro hombre corrió en su ayuda. La mujer se tambaleó entre ellos, arrastrando los pies.

Volvió la cabeza, desmañada, para mirar atrás, soltó un grito estremecedor y se abalanzó sobre el ataúd. Aplastó las flores y se puso a arañar la madera, buscando los cierres que mantenían la tapa en su sitio.

Todos nos quedamos mirando anonadados. Los dos niños tenían los ojos muy abiertos. Mierda.

– Que alguien la detenga -dije subiendo demasiado la voz. La gente me miró, pero me dio igual.

Me abrí paso a empujones entre los asistentes que se disgregaban y las hileras de sillas. El hombre de pelo negro había sujetado a la mujer por las manos, y ella gritaba y forcejeaba en el suelo. El vestido negro se le había subido hasta los muslos.

Llevaba una combinación blanca. El rímel se le había corrido por toda la cara como si fuera sangre negra.

Me planté delante del hombre que llevaba a los dos niños. Estaba paralizado mirando a la mujer.

– Disculpe -dije. No reaccionó-. Disculpe. -Parpadeó y me miró como si acabara de aparecer ante él-. ¿No sería mejor que los niños no vieran esto?

– Es mi hija -dijo. Tenía la voz pastosa. ¿Estaría colocado, o era sólo por la congoja?

– Tiene mis condolencias, pero debería llevarse a los niños al coche. -La viuda había empezado a soltar alaridos inarticulados. La niña estaba temblando-. Esa será su hija, pero también tiene que pensar en sus nietos. Sea un buen abuelo y sáquelos de aquí.

– ¿Cómo se atreve? -La cólera le encendió los ojos. No parecía dispuesto a escucharme; su dolor no aceptaba intromisiones. El niño, el mayor, que tendría unos cinco años, me miraba con unos ojos marrones enormes. Estaba pálido como un fantasma-. Creo que es usted quien debería irse.

– Tiene razón. Toda la razón.

Rodeé la escena y salí atravesando la hierba azotada por el calor del verano. No podía ayudar a aquellos niños, igual que nadie me había ayudado a mí. Pero yo había sobrevivido. Y ellos también sobrevivirían, probablemente.

Manny y Rosita me esperaban. La mujer me abrazó.

– ¿Te vienes a comer el domingo después de misa?

– Me temo que no puedo -contesté con una sonrisa-, pero gracias por la invitación.

– Va a venir mi primo Albert. Es ingeniero; un buen partido.

– No necesito ningún buen partido, Rosita.

– Ganas demasiado dinero para ser mujer -contestó con un suspiro-. Por culpa de eso no necesitas un hombre.

Me encogí de hombros. Si algún día me casaba, cosa que empezaba a dudar, no sería por dinero, sino por amor. Mierda, ¿es que esperaba que apareciera el amor de mi vida? Ni de coña.

– Tenemos que ir a buscar a Tomás a la guardería -dijo Manny, asomándose por detrás de su mujer con una sonrisa de disculpa. Rosita le sacaba casi treinta centímetros. También era mucho más alta que yo.

– Saludadlo de mi parte -dije.

– Deberías venir a comer -insistió Rosita-. Albert es muy guapo.

– Gracias por haber pensado en mí, pero creo que paso.

– Vamos -dijo Manny-. El niño nos espera.

Rosita se dejó arrastrar al coche, aunque a regañadientes. Le resultaba ofensivo que yo tuviera veinticuatro años y no pensara en el matrimonio. En eso coincidía con mi madrastra.

No veía a Charles por ningún lado. Habría vuelto corriendo al despacho a ver a algún cliente. Al principio pensé que Jamison también se habría marchado, pero estaba esperándome en el césped.

Su atuendo era impecable: traje cruzado y corbata estrecha color burdeos, con topos oscuros, sujeta con un alfiler de ónice y plata. Me sonrió, y eso era mala señal.

Alrededor de sus ojos verdosos se extendía el vacío, como si le hubieran borrado el color. Cuando se llora un montón, la piel pasa del rojo intenso al blanco traslúcido.

– Me alegro de que hayamos venido tantos -dijo.

– Sé que erais amigos, Jamison. Lo siento.

Asintió y bajó la vista. La seguí y vi que tenía unas gafas de sol entre las manos. Después me miró fijamente, muy serio.

– La policía no le ha dicho nada a la familia -comentó-. Le pegan un tiro a Pete, y sus parientes no tienen ni idea de qué ha pasado.

Tenía ganas de decirle que la policía hacía todo lo humanamente posible, porque era la verdad, pero se cometen demasiados asesinatos en San Luis al cabo del año. Le pisábamos los talones a Washington DC en la carrera por el título de capital del crimen de los Estados Unidos.

– Hacen lo que pueden, Jamison.

– ¿Y por qué no nos mantienen informados? -Se le crisparon las manos, y oí el ruido del plástico al romperse. Él no pareció darse cuenta.

– No lo sé.

– Tú tienes contactos en la policía. ¿No podrías intentar enterarte de algo?

Su mirada era sincera, llena de auténtico dolor. Normalmente pasaba soberanamente de Jamison; a fin de cuentas, ni siquiera me caía bien. Era un ligón, un engreído y un tolerante de mierda que consideraba a los vampiros personas con colmillos. Pero aquel día… Aquel día parecía humano.

– ¿Qué quieres que pregunte?

– Si hacen progresos, si tienen sospechosos… Esas cosas.

Eran preguntas vagas, pero importantes.

– Intentaré averiguar algo.

– Gracias, Anita -dijo emocionado-. Gracias, de verdad. -Me tendió la mano y la acepté. Entonces reparó en las gafas de sol rotas-. Mierda, noventa y cinco dólares a la basura.

¿Se había gastado esa pasta en unas gafas de sol? Tenía que ser una broma. Un grupo se estaba alejando con la familia, por fin, con la viuda rodeada de parientes bienintencionados que la llevaban prácticamente a rastras. Los niños, con su abuelo, cerraban la marcha. Nadie hace caso de los buenos consejos.

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