Laurell Hamilton - El Cadáver Alegre

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La reanimación de cadáveres se ha convertido en un negocio muy lucrativo al menos en San Luis, y en gran medida gracias al jefe de Anita Blake, un verdadero embaucador con un fino olfato para los negocios que le enseña cómo sacar partido de su talento y le ofreció trabajo en Reanimators Inc. Pero cuando reciben una oferta de un millón de dólares para que Anita reanime un cadáver de casi trescientos años, la joven se niega en redondo… y empiezan los problemas.
Con el segundo título de la serie protagonizada por Anita Blake, Laurell K. Hamilton renovó las expectativas generadas con Placeres Prohibidos y siguió sentando las bases de uno de los hitos de la literatura vampírica moderna. Sin alardes y recurriendo a un lenguaje coloquial ágil y chispeante, la autora construye narraciones tremendamente adictivas en las que desarrolla uno de los análisis más certeros que ha dado la literatura de género sobre los miedos y prejuicios representados en los monstruos

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Retrocedí unos pasos para abrir del todo la puerta e intentar mantenerme fuera de su alcance mientras él entraba.

– Qué limpio y recogido -dijo mirando a su alrededor.

– Tengo asistenta. Dime qué quieres, que tengo que salir.

– ¿Trabajo o placer? -preguntó señalando la bolsa de gimnasia.

– No es asunto tuyo.

Volvió a torcer el gesto, y me di cuenta de que aquello era su versión de una sonrisa.

– En el coche tengo un maletín lleno de dinero -dijo-. Un millón y medio. La mitad ahora y la otra mitad cuando levantes el zombi.

– Ya le di mi respuesta a Gaynor -dije negando con la cabeza.

– Pero eso fue delante de tu jefe, y esto queda entre tú y yo. Si aceptas, no se enterará nadie.

– Si me negué no fue porque hubiera testigos, sino porque estoy en contra de los sacrificios humanos. -Sentí que se me formaba una sonrisa. Aquello era ridículo. Entonces pensé en Manny. Bueno, puede que no fuera ridículo, pero no estaba dispuesta a hacerlo.

– Todo el mundo tiene su precio. ¿Cuál es el tuyo? Seguro que podemos pagarlo.

No había mencionado a Gaynor; yo había sido la única. El amigo Tommy era muy precavido, demasiado.

– Yo no tengo precio. Vuelve y explícaselo a Harold Gaynor.

Su rostro se ensombreció, y se le marcó una arruga entre los ojos.

– No sé a quién te refieres.

– Déjate de chorradas, que no llevo micro.

– Fija tú el precio, y lo pagaremos.

– Que no hay precio.

– Dos millones libres de impuestos -dijo.

– ¿Qué zombi podría valer dos millones de dólares, Tommy? -le pregunté a su ceño fruncido-. ¿Qué espera conseguir Gaynor para que le salga a cuenta una inversión así?

– Eso no necesitas saberlo. -Tommy me miraba muy fijamente.

– Me lo imaginaba. Lárgate, que no estoy en venta.

Di un paso atrás, hacia la puerta, con intención de acompañarlo, pero de repente saltó hacia delante, más deprisa de lo que parecía capaz, con los brazos extendidos para agarrarme.

Saqué la Firestar y lo apunté al pecho. Se detuvo en el acto, parpadeando con sus ojos vacuos. Sus manazas se convirtieron en puños, y un rubor purpúreo le subió por el cuello hacia la cara. Cólera.

– Ni se te ocurra -le dije sin levantar la voz.

– Zorra -escupió.

– Venga, Tommy, no te enfades. Mantén la calma, y los dos viviremos para ver otro precioso día.

– No te harías la valiente si no tuvieras eso. -Sus ojos apenas se desviaron un instante de la pistola para mirarme.

Si pretendía que le propusiera un combate a puñetazos, se iba a llevar un chasco.

– Retrocede o acabo contigo aquí mismo, y ni todos los músculos del mundo te servirán de nada.

Algo pareció agitarse tras sus ojos muertos, y su cuerpo se relajó por completo. Respiró a fondo.

– De acuerdo, hoy te sales con la tuya, pero si sigues causándole disgustos a mi jefe, algún día te pillaré sin pistola, y entonces veremos cómo eres de dura.

Una vocecita me decía que le pegara un tiro en el acto. Sabía a ciencia cierta que mi querido Tommy volvería a darme la vara, y no me hacía ninguna gracia, pero… No podía cargármelo sólo por la posibilidad de que volviera a por mí; no bastaba como motivo. Además, ¿cómo se lo habría explicado a la policía?

– Lárgate, Tommy. -Abrí la puerta sin apartar la vista ni la pistola de él-. Lárgate y dile a Gaynor que si sigue buscándome las cosquillas empezaré a devolverle los guardaespaldas en cajas de pino.

Las aletas de la nariz de Tommy se abrieron un poco en respuesta, y se le hincharon las venas del cuello. Salió al descansillo, y seguí mirándolo, pistola en mano, hasta que desapareció por la escalera. Cuando dejé de oír sus pasos y supuse que se había marchado, enfundé la pistola, cogí la bolsa del gimnasio y salí para ir a judo. No iba a permitir que las interrupciones me trastocaran el programa de ejercicios; ya me iba a saltar la clase del día siguiente por un entierro. Además, me convenía mantenerme a tono, por si Tommy conseguía llegar a las manos.

NUEVE

Odió los entierros. Por lo menos, aquel no era de nadie que me cayera especialmente bien en vida. Triste pero cierto. En vida, Peter Burke había sido un hijo de la grandísima puta, y no iba a canonizarlo sólo porque la hubiera palmado. Nunca he entendido que la muerte, sobre todo si es violenta, pueda convertir a los cabrones más abyectos en bellísimas personas.

Y ahí estaba yo, a pleno sol de agosto, con mi vestidito negro y mis gafas oscuras, contemplando a los dolientes. Habían colocado un dosel sobre el ataúd, y había flores, y sillas para los familiares. Os preguntaréis qué pintaba yo allí, si me llevaba tan mal con el muerto. El caso es que Peter Burke había sido reanimador. Y no es que fuera muy bueno, pero como formamos un grupito reducido y gregario, cuando muere uno, los demás vamos al entierro. Es una regla sin más excepción que la propia muerte… O, teniendo en cuenta a qué nos dedicamos, puede que ni eso.

Se pueden tomar medidas para evitar que un cadáver regrese en forma de vampiro. Pero los zombis son algo muy distinto, y sólo la incineración puede impedir que un reanimador los levante. El fuego es prácticamente lo único que temen y respetan los zombis.

Podíamos haber reanimado a Peter para preguntarle quién le había pegado un tiro, pero el tiro en cuestión había sido justo detrás de la oreja… con una bala explosiva de una Magnum 357. No se podría llenar una caja de cerillas con lo que quedaba de su cabeza. Era posible levantarlo, sí, pero no que hablara: hasta los zombis necesitan boca.

Manny estaba a mi lado, y parecía incómodo con su traje oscuro. Rosita, su mujer, estaba muy erguida, con sus fuertes manos morenas aferradas a un bolso de charol negro. Mi madrastra la habría definido como una mujer ancha de huesos. La permanente, con el pelo negro cortado por debajo de las orejas, no le favorecía; debería habérselo dejado más largo, para enmarcar el círculo perfecto de su cara.

Charles Montgomery se cernía detrás de mí como una montaña oscura. Tiene pinta de jugador de fútbol americano, y cuando frunce el ceño, a la gente le entran ganas de salir corriendo. Parecerá un chico duro… pero ya le cuesta lo suyo no desmayarse con la sangre de los animales. Y menos mal que tiene pinta de negro temible, porque su tolerancia al sufrimiento es casi inexistente: llora con las películas de Walt Disney y aún no ha superado la muerte de la madre de Bambi. Qué tierno.

Caroline, su mujer, estaba en el trabajo. No había conseguido cambiarte el turno a nadie, pero a saber si lo había intentado. No es mala chica, pero nos mira un poco de aquella manera porque nos dedicamos a eso de los abracadabras. Es enfermera y se pasa el día rodeada de médicos, así que para resarcirse necesitará mirar a alguien por encima del hombro.

Al otro lado del ataúd, casi delante de todo, estaba Jamison Clarke, un hombre alto y delgado, y el único negro pelirrojo y de ojos verdes que he conocido en la vida. Me hizo un gesto de saludo, y se lo devolví.

Todos los reanimadores de Reanimators, Inc. habíamos asistido. Bert y Mary, nuestra secretaria de día, se habían quedado en las oficinas. Sólo esperaba que Bert no aceptara ningún trabajo que no pudiéramos o no quisiéramos hacer; era un peligro no tenerlo vigilado.

El sol me castigaba la espalda como una mano de hierro candente. Los hombres no dejaban de toquetearse la corbata. El olor empalagoso de los claveles me saturaba la garganta. No es frecuente ver ramos de claveles en las casas. Las margaritas, las rosas y las azucenas tienen usos más alegres, pero los claveles y los gladiolos son flores de cementerio. Por lo menos, los largos tallos de gladiolos no tienen olor.

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