Joanne Harris - Runas

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Maddy es una chica solitaria y no por elección propia: ha nacido con una marca en la mano, un estigma en forma de runa que hace que el resto de los aldeanos se aparte de ella y le tenga miedo, pues creen que les traerá desgracias y mala suerte. Aún así puede sentirse afortunada: si fuese un animal, sus vecinos ya la habrían asesinado; tal es el miedo que despierta en sus corazones lo excepcional. En el mundo de Maddy ya nadie cree en los dioses y los espíritus, no se piensa en ellos ni se los tiene en cuenta, su mera mención es motivo de escándalo. Es una sociedad puritana y estrecha de miras, entregada a la piedad: la magia y los viejos relatos sobre los dioses están prohibidos.
Pero las fuerzas sobrehumanas existen. La vida de Maddy dará un giro de ciento ochenta grados cuando conozca a un anciano viajero que le pondrá al corriente de lo que significa su marca y de los atributos con que la inviste. Pero este poder y este conocimiento conllevan algunas responsabilidades. Maddy ha sido escogida para encontrar un viejo tesoro que puede devolver el vigor a los viejos dioses y que permitirá retomar la lucha entre las fuerzas del bien y del mal por el control de la realidad. Sin embargo, otras criaturas también codician el tesoro y no dudarán en destruirla. El destino del planeta está en manos de Maddy. ¿Será capaz de afrontar con éxito su destino?

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– De acuerdo. No ha habido ofensa -replicó Bolsa con dignidad-.Y ahora, ¿qué es exactamente lo que puedo hacer por ti?

Maddy se inclinó hacia delante.

– Necesito un guía.

– Lo que de verdad necesitas es que examinen a fondo esa cabezota tuya -repuso el trasgo-. En cuanto el Capitán sepa que estás aquí…

– Entonces, debes asegurarte de que no se entere -contestó ella-. Por otro lado, probablemente no podré encontrar mi camino en este sitio por mi cuenta…

– Mira -la interrumpió el trasgo-, si es de la cerveza detrás de lo que vas, podré devolvértela, no hay problema…

– No se trata de la cerveza -replicó la muchacha.

– Entonces, ¿qué es?

– No lo sé -replicó ella-, pero tú me vas a ayudar a encontrarlo.

Le llevó varios minutos convencer a Bolsa de que no le quedaba otra alternativa que ayudarla. Los trasgos eran criaturas simples, pero no tardó en quedarle claro que cuanto antes consiguiera la joven lo que buscaba, antes se libraría de ella.

Sin embargo, se sentía claramente intimidado por el individuo a quien llamaba «el Capitán» y Maddy pronto se dio cuenta de que le convendría más no enfrentar a su nuevo aliado con un conflicto de lealtades tan fuerte.

– Así que ¿quién es ese Capitán tuyo?

El trasgo resolló y miró hacia otro lado.

– Oh, vamos, Bolsa. Ha de tener un nombre.

– Claro que lo tiene.

– ¿Y bien?

El ser se encogió de hombros de forma muy expresiva. Su gesto comenzó en la punta de sus orejas peludas y bajó por todo su cuerpo hasta los pies en forma de garra, haciendo tintinear hasta el último eslabón de su cota de malla.

– Llámale Caminante de las Estrellas, si te gusta, o Fuego Desatado, o Boca Torcida, u Ojo de Águila, o Estrella-Perro. Llámale Etéreo, llámale Precavido…

– No quiero sus apodos, Bolsa. Su nombre real.

El trasgo torció el gesto.

– ¿Acaso crees que me lo ha dicho?

Maddy se devanó los sesos durante un buen rato. El Tuerto la había avisado de que él no sería el único con intereses en el interior de la colina y la telaraña de hechizos que había encontrado en el camino confirmaba esas sospechas, pero ¿podía ser ese gerifalte de los trasgos el hombre contra quien le había prevenido el Tuerto? Parecía harto improbable, ya que no era un trasgo quien había urdido la maraña de hechizos; seguramente el tal Capitán debía de ser otro trasgo o quizás un gran troll de las cavernas.

Aun así, merecía la pena averiguar más sobre la persona de ese Capitán y sobre la posible amenaza. El inconveniente era la irritante imprecisión mostrada por Bolsa, cuya capacidad de atención se parecía a la de un gato la mayoría de las veces, y tan pronto derivaba la conversación hacia el cómo, el dónde y el porqué, como lisa y llanamente perdía todo interés.

– Cuéntame, ¿cómo es tu Capitán? -inquirió ella.

Bolsa frunció el ceño y se rascó la cabeza.

– Creo que la palabra es voluble -contestó al final-. Ah, sí, ésa es la palabra que estoy buscando. Voluble y desagradable, y también astuto.

– Quiero saber cuál es su aspecto -insistió Maddy.

– Simplemente ruega por que no llegues a verlo -sugirió Bolsa misteriosamente.

– Vaya, pues qué bien -comentó Maddy.

Se pusieron en marcha en silencio.

Capítulo 2

Según cuentan las leyendas, el mundo situado debajo de las Tierras Medias se divide en tres niveles, conectados entre sí por un gran río. El Trasmundo es el reino del Pueblo de la Montaña, trasgos, trolls y enanos. Debajo de aquél se encuentra el reino de Hel, lugar donde tradicionalmente se sitúa a los muertos, y luego el Sueño, uno de los tres grandes afluentes del Caldero de los Ríos, y por último, justo ante la puerta del Caos, el Averno, conocido por algunos como la Fortaleza Negra, donde Surt el Destructor guarda las murallas y donde los dioses no tienen poder alguno.

Maddy ya sabía todo esto, claro. Las enseñanzas del Tuerto habían sido concienzudas en todas las materias concernientes a la geografía de los Nueve Mundos, pero lo que ella no había sospechado era la escala desmedida del Trasmundo ni los incontables pasajes, túneles, cavernas y guaridas que conformaban el interior de la colina. Había grietas y fisuras, ranuras y rincones; también refugios subterráneos y cubiles; y pasadizos laterales, almacenes, pasarelas y simas, madrigueras, conejeras, alacenas y pozos. La excitación de la muchacha por verse al fin entre las paredes de ese recinto fabuloso había decrecido de forma considerable después de lo que se le hicieron horas interminables de búsqueda a través de semejante laberinto, pues empezó a comprender que no iba a ser capaz de cubrir ni siquiera la centésima parte a pesar de contar con la ayuda que Bolsa le brindaba a regañadientes.

Únicamente en la zona alta de la vasta galería hallaron trasgos, unos seres de rostros gatunos, ojos dorados y cola de ardilla. Iban ataviados con una mezcolanza de harapos, cuero y cotas de malla. En general, apenas prestaron atención a la intrusa o a su acompañante.

No eran los únicos habitantes de ese nivel. Maddy pasó junto a docenas de otras criaturas, todas tan atareadas y poco curiosas como los mismos trasgos, mientras cruzaba a toda prisa los atestados pasajes. Había miembros del Pueblo del Túnel, del mismo color de la arcilla de su zona natal, con grandes mandíbulas y ojillos desprovistos de pestañas, el Pueblo del Cielo y también el del Bosque, e incluso un par de hombres de la Gente ocultos bajo sus capuchas y de aspecto furtivo, que se ayudaban de cayados al andar y acarreaban mochilas de mercader a las espaldas.

– Ah, sí, señorita, siempre hay alguno que comercia con la Gente -contestó Bolsa a las preguntas de Maddy-. No creerás que eres la única que ha encontrado la forma de entrar aquí ni que el Ojo es el único acceso para entrar a la colina, ¿a que no?

Había menos tráfico y menos hechizos en los niveles inferiores, donde se hallaban los almacenes, los sótanos, los dormitorios y las tiendas de comida. Maddy empezaba a tener hambre, por lo que se sintió tentada de robar algo, pero los trasgos no eran especialmente cuidadosos en lo tocante a los alimentos y había oído demasiados cuentos al respecto para correr el riesgo. En vez de ello, se rebuscó en los bolsillos y encontró el corazón de una manzana y un puñado de avellanas con lo que pudo comer un poco, aunque no quedó satisfecha. Tendría tiempo de lamentar esa decisión más adelante.

Continuaron el descenso en dirección al río, donde había al menos callejas de piedra atestadas de paquetes con restos de botines y saqueos. La intrusa recordó las palabras del Tuerto y digitó Bjarkán para guiar su búsqueda, mas no logró encontrar ni rastro de nada que guardara parecido alguno con un tesoro de la Era Antigua entre la maraña de pequeños hechizos y firmas mágicas que atravesaba los túneles por todos lados ni entre los bultos con plumas, baúles de harapos, pucheros y cacerolas, además de dagas rotas y escudos abollados.

Los trasgos eran unos auténticos acaparadores y a diferencia de los enanos, robaban cuanto caía en sus manos sin tener en cuenta su valor, pero Maddy no se desalentó. Estaba segura de que encontraría al Susurrante en algún rincón de todo aquel barullo. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que era un nombre bastante extraño para un tesoro, pero luego reparó en el Gotero, el anillo de Odín; la lanza de éste, Gúngnir la Cimbreante; y en Mióllnir, el Machacador, el martillo de Tor, por lo que acabó deduciendo que, fuera como fuese, los tesoros de la Era Antigua solían llevar esa clase de nombres misteriosos.

Ella prosiguió la búsqueda dentro de viejos colchones, huesos secos y vajillas rotas; entre los palos, las piedras y las cabezas de muñecas, zapatos desparejados, dados cargados, uñas postizas de los pies, trozos de papel, adornos de porcelana de mal gusto, pañuelos sucios, poemas de amor olvidados, alfombras orientales peladas, libros del colegio perdidos y ratones sin cabeza…

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