Margaret Weis - La segunda generación

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Los héroes soñaban con encontrar un refugio seguro en ese río de rápida corriente. Pero el equilibrio del poder eterno siempre es cambiante. La Reina de la Oscuridad fue vencida, pero no destruida. Sus poderes son muchos y la gente es débil. Se olvidan las lecciones del pasado y las aguas del río se vuelven más turbulentas y peligrosas.
Pero no serán los Héroes de la Lanza quienes deberán lanzarse al río revuelto de la guerra que se acerca. Ha llegado la hora para los que son más jóvenes, más fuertes. Es hora de entregar la espada, o el bastón de mago, a quienes serán los héroes de la segunda generación. O a quienes traerán la perdición para esa nueva era.

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»Cuando tenía cuatro años, estalló la guerra. El dinero y los regalos dejaron de llegar. Kitiara tenía asuntos más importantes en su cabeza. Oí historias sobre la Dama Oscura, de cómo había ascendido en el favor del Señor del Dragón Ariakas, el general de los ejércitos del Mal. Recordé lo que me había dicho sobre que cuando el niño fuera lo bastante mayor para entrar en combate regresaría a buscarlo. Miraba a Steel, y aunque sólo tenía cuatro años era más fuerte, más alto y más inteligente que la mayoría de niños de su edad.

»Si alguna vez lo echaba en falta, estaba segura de que lo encontraría en la taberna, escuchando relatos sobre batallas con la boca abierta y una expresión anhelante en los ojos. Los soldados eran mercenarios… mala gente. Se mofaban de los Caballeros de Solamnia, los llamaban flojos por esconderse detrás de sus armaduras. No me gustaba lo que Steel estaba aprendiendo. Nuestra ciudad era pequeña, sin más protección que aquella chusma, y yo temía que estuviesen aliados con las fuerzas de la Reina de la Oscuridad. En consecuencia, me fui.

»Mi hijo —Sara lanzó una fiera mirada a Caramon, como retándole a que osara objetar contra eso— y yo nos trasladamos a Palanthas. Creí que allí estaríamos a salvo, y quería que el chico creciese entre los Caballeros de Solamnia para que descubriera la verdad sobre el honor y el Código y la Medida. Pensé que eso podría… podría… —Sara hizo una pausa e inspiró temblorosamente antes de proseguir—. Confiaba en que eso podría contrarrestar la oscuridad que veía en él.

—¿En un niño? —El tono de Tika sonó incrédulo.

—Incluso siendo un niño. Quizá penséis que me influía conocer las dos sangres tan dispares que corrían por sus venas, pero os juro por los dioses del Bien, cuyos nombres ya no puedo pronunciar con inocencia, que veía literalmente la batalla que se libraba para conquistar su alma. Todas sus buenas cualidades estaban enfangadas por el Mal, y todas sus características malignas, recubiertas por el Bien. ¡Lo veía ya entonces! Y ahora es aún más evidente.

Agachó la cabeza; dos lágrimas se deslizaron por sus pálidas mejillas. Tika la rodeó con el brazo, y Caramon se apartó de la chimenea y se situó protectoramente cerca de ella.

—Estaba en Palanthas cuando oí hablar de Sturm Brightblade por primera vez —continuó Sara—. A otros caballeros, y no de un modo particularmente aprobador. Se lo criticaba por estar asociado con gente extraña, una doncella elfa, un kender y un enano, y se comentaba que desafiaba la autoridad. Pero la gente corriente de la ciudad confiaba en Sturm y lo apreciaba, mientras que no se fiaba de muchos de los otros caballeros ni le caían bien. Hablé de Sturm con Steel, aproveché todas las oportunidades que se me presentaron para hacerle ver la nobleza y el honor de su padre…

—¿Sabía Steel la verdad? —la interrumpió Caramon.

—No. —Sara sacudió la cabeza—. ¿Cómo iba a decírselo? Podría haberlo confundido. Es extraño, pero nunca me preguntó quiénes eran sus padres, a pesar de que jamás oculté que no era su verdadera madre. Había demasiada gente en mi pequeña ciudad que sabía lo ocurrido. Pero he vivido, y sigo viviendo, con el miedo a la pregunta: ¿quiénes son mis verdaderos padres?

—¿Queréis decir que lo ignora? —Caramon no salía de su asombro—. ¿Al día de hoy?

—Sabe quién es su madre. Ya se encargó la gente de decírselo. Pero no ha preguntado el nombre de su padre una sola vez. Quizá cree que no lo sé.

—O quizá no quiere saberlo —sugirió Tika.

—Sigo opinando que debería estar informado —argüyó Caramon.

—¿Eso creéis? —Sara le agestó una mirada agria—. Planteaos esto. Recordad la batalla de la Torre del Sumo Sacerdote. Como sabéis, los caballeros ganaron. La Señora del Dragón, Kitiara, fue derrotada, pero ¿a qué terrible precio? Como dijisteis, mató a Sturm Brightblade, cuando él se encontraba solo en las almenas.

»Me quedé horrorizada cuando me enteré de lo ocurrido. ¿Podéis imaginar lo que sentí? Miraba a Steel y sabía que su madre había matado al hombre que fue su padre. ¿Cómo podía explicar algo semejante a un chico cuando ni yo misma era capaz de entenderlo?

—No sé. —Caramon suspiró, taciturno—. No sé.

—Vivíamos en Palanthas cuando la guerra acabó —prosiguió Sara—. Y entonces sí que me asusté de verdad. Me aterrorizaba la idea de que Kitiara empezase a buscar a su hijo. Tal vez lo hizo. En cualquier caso, no dio con nosotros. Al cabo de un tiempo, me enceré de que había iniciado una relación con el hechicero Dalamar, un elfo oscuro, un aprendiz de su hermano que en ese momento era el Señor de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas.

El semblante de Caramon asumió una expresión plácida, seria y nostálgica, como ocurría siempre que se mencionaba a Raistlin.

—Perdonadme, Caramon —dijo en voz queda Sara—, pero cuando oí las historias sobre vuestro hermano, lo único que se me ocurrió pensar fue: más sangre oscura corriendo por las venas de mi niño. Y me daba la impresión de que Steel se hundía más y más en las sombras cada día. No era como otros niños de su edad. Todos jugaban a la guerra, pero para Steel no era un juego. A no tardar, los otros chiquillos se negaron a jugar con él. Les hacía daño, ¿comprendéis?

—¿Daño? —Tika abrió mucho los ojos.

—No era intencionadamente —se apresuró a aclarar Sara—. Después siempre lo lamentaba. No disfrutaba infligiendo dolor, gracias a los dioses. Pero, como ya he dicho, los juegos no eran tal para él. Luchaba con una fogosidad que ardía en sus ojos. Los enemigos imaginarios eran reales para él. Y así, los otros niños le rehuían. Se sentía solo, lo sé, pero era orgulloso y nunca lo habría admitido.

»Y entonces estalló la guerra en Palanthas, cuando lord Soth y Kitiara atacaron la ciudad. Mucha gente perdió la vida. Nuestra casa quedó destruida en los incendios que hubo por toda la ciudad, pero lloré de alivio cuando supe que Kitiara había muerto. Por fin, pensé, Steel estaba a salvo. Recé para que se disipara la nube oscura que lo envolvía, para que empezara a crecer en el camino de la Luz. Mis esperanzas se truncaron.

»Una noche, cuando Steel tenía doce años, me despertó una fuerte llamada a la puerta. Miré por la ventana y vi tres figuras envueltas en capas negras, montadas a caballo. Todos mis temores volvieron de golpe. De hecho me asusté tanto que desperté a Steel y le dije que debíamos huir, escapar por la puerta trasera. Se negó a marcharse. Creo… creo que una oscura voz lo llamaba. Me dijo que huyera yo si quería, pero que él no lo haría. No tenía miedo.

»Los hombres golpearon de nuevo en la puerta. Su cabecilla era… ¿Recordáis que mencioné a Ariakas?

—El Señor del Dragón del Ala Roja del ejército de los Dragones. Murió en el templo, durante el asalto final. ¿Qué tiene él que ver con todo esto?

—Algunos comentan que era amante de Kit —medió Tika.

—No habría sido la primera —comentó Sara al tiempo que se encogía de hombros—, y probablemente tampoco la última. Pero, por lo que me «contaron, Zeboim, hija de Takhisis, estaba enamorada de Ariakas, se convirtió en su amante y le dio un hijo, llamado Arikan. Éste combatió en las tropas, a las órdenes de su padre, durante la Guerra de la Lanza. Era un guerrero avezado que» luchó valientemente. Cuando los Caballeros de Solamnia lo capturaron, más muerto que vivo, se quedaron tan impresionados por su valentía que, a pesar de ser su prisionero, lo trataron con todo respeto.

»Ariakan estuvo preso muchos años, hasta que finalmente lo soltaron pensando, erróneamente, que en esos tiempos de paz no podría cansar ningún daño. Ariakan había aprendido mucho durante su forzada permanencia con los caballeros. Llegó a admirarlos pesar de que los despreciaba por lo que consideraba su debilidad.

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