Margaret Weis - La segunda generación

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Los héroes soñaban con encontrar un refugio seguro en ese río de rápida corriente. Pero el equilibrio del poder eterno siempre es cambiante. La Reina de la Oscuridad fue vencida, pero no destruida. Sus poderes son muchos y la gente es débil. Se olvidan las lecciones del pasado y las aguas del río se vuelven más turbulentas y peligrosas.
Pero no serán los Héroes de la Lanza quienes deberán lanzarse al río revuelto de la guerra que se acerca. Ha llegado la hora para los que son más jóvenes, más fuertes. Es hora de entregar la espada, o el bastón de mago, a quienes serán los héroes de la segunda generación. O a quienes traerán la perdición para esa nueva era.

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—Sí, vuestro sobrino vive —contestó seriamente Sara, cuya expresión era triste y preocupada—. Tiene veinticuatro años, y él es la razón de que me encuentre aquí.

Caramon soltó un profundo suspiro nacido de su acongojado corazón.

—De acuerdo, continuad —accedió.

—Como vos dijisteis, Kitiara y el joven caballero partieron de Solace, encaminándose hacia el norte. Buscaban noticias de sus respectivos padres, que habían sido Caballeros de Solamnia, de modo que parecía lógico que realizasen juntos el viaje. Sin embargo, por lo que deduje, formaban una pareja muy dispar.

»Las cosas fueron mal entre ellos desde el principio. La propia naturaleza de sus búsquedas era distinta. La de Sturm, sagrada, buscando a un padre que había sido parangón de la caballería. Todo lo contrario que el de Kit. Ella sabía, o al menos sospechaba, que su padre había sido expulsado de la Orden, desacreditado. Puede que incluso hubiese estado en contacto con él. Ciertamente, algo la atraía hacia los ejércitos de la Reina Oscura que se estaban formando en secreto en el norte.

»Al principio, Kit pensó que el joven Brightblade, con su dedicación estricta y su fervor religioso, resultaba divertido. Pero eso no duró mucho. Enseguida la aburrió. Y después empezó a molestarla profundamente. Se negaba a quedarse en las tabernas, afirmando que eran lugares de perversión. Se pasaba las noches entonando su rezos rituales, y de día la sermoneaba severamente por sus pecados. Eso podría haberlo tolerado, pero entonces el joven caballero cometió un terrible error. Intentó ponerse al mando, tomar las riendas.

»Kitiara no podía permitir tal cosa. Ya la conocíais. Tenía que tener bajo su control cualquier situación. —Sara sonrió tristemente—. Esos pocos meses que pasó en mi casa hicimos las cosas a su modo. Comíamos lo que ella quería comer. Hablábamos de lo quería hablar.

»«Sturm era exasperante», me contó, y sus negros ojos chispeaban cuando hablaba de él, meses más tarde. «Era la mayor, y la que más experiencia tenía en la lucha. ¡Pero si ayudé a entrenarlo a él! ¡Y tuvo la desfachatez de empezar a darme órdenes!».

»Cualquier otra persona se habría limitado a decirle: «Mira, amigo mío, no congeniamos. Esto no funciona. Separemos nuestros caminos».

»Pero Kitiara, no. Quería destrozarlo, darle una lección, demostrarle quién era más fuerte. AI principio, dijo, se planteó provocarlo para tener un duelo y derrotarlo en combate. Pero después decidió que eso no sería lo bastante humillante. Y concibió una venganza adecuada. Demostraría al joven caballero que la coraza de su pretendida superioridad moral se abollaría al primer golpe. Lo seduciría.

Caramon tenía prietas las mandíbulas y el rostro rígido. Su corpachón rebulló con desasosiego, apoyando el peso ora en un pie ora en otro. Por mucho que quisiera dudar, era obvio —conociendo como los conocía a los dos— que veía claramente lo que había ocurrido.

—La seducción de Brightblade se convirtió en un juego para Kit, un incentivo que daba sabor a un viaje que se había vuelto monótono y aburrido. Sabéis lo encantadora que podía ser vuestra hermana cuando se lo proponía. Dejó de discutir con Sturm. Fingió tomarse en serio todo lo que él decía y hacía. Lo admiraba, lo alababa. Sturm era honrado, idealista, quizás un tanto pomposo, después de todo, era joven, y empezó a pensar que había domado a aquella salvaje mujer, que la había conducido al camino del Bien. Y, no me cabe duda, había empezado a enamorarse de ella. Fue entonces cuando Kit comenzó a tentarlo.

»EL pobre caballero debió de luchar dura y largamente contra sus pasiones. Había prestado juramento de castidad hasta el matrimonio, pero era humano, con la sangre ardiente de un hombre joven. A esa edad, a veces el cuerpo parece actuar con voluntad propia, arrastrando consigo al reacio espíritu. Kitiara tenía experiencia en ese campo, todo lo contrario que el joven e ingenuo caballero. Dudo que Sturm supiera lo que estaba pasando hasta que fue demasiado tarde, cuando su deseo era demasiado intenso para poder soportarlo. —Sara bajó la voz.

»Una noche, él recitaba sus plegarias. Era el momento elegido por Kit. Su venganza sería completa si podía seducirlo apartándole de su dios. Y lo consiguió.

Sara se quedó callada. Los tres permanecieron en silencio. Caramon miraba fijamente las moribundas brasas, y Tika retorcía el delantal entre sus manos.

—A la mañana siguiente —continuó Sara—, el joven caballero fue plenamente consciente de lo ocurrido. Para él, lo que habían hecho era pecaminoso. Intentó enmendarlo del único modo que creía que podía hacerlo. Le pidió que se casara con él. Kitiara se echó a reír. Lo ridiculizó, burlándose de él, de sus votos, de su fe. Le dijo que todo había sido un juego, que no lo amaba, que, de hecho, lo despreciaba.

»Alcanzó su objetivo. Lo vio desmoronado, avergonzado, como había esperado. Lo zahirió, lo atormentó. Y después lo abandonó.

»Me explicó su aspecto —dijo Sara—. «Como si le hubiese atravesado el corazón con una lanza. ¡La próxima vez que se quede tan blanco, lo enterrarán!».

—Maldita Kit —masculló Caramon en voz baja. Descargó el puño contra los ladrillos de la chimenea—. Maldita.

—¡Calla, Caramon! —intervino rápidamente su mujer—. Está muerta. ¿Quién sabe a qué espantoso castigo se enfrenta ahora?

—Me pregunto si su sufrimiento será suficiente —intervino Sara con voz queda—. Por entonces yo misma era joven e idealista, y podía imaginar cómo debió de sentirse el pobre hombre. Intenté decírselo a Kitiara, pero se enfureció. «Lo merecía», afirmó. Y, después de todo, él tuvo su venganza. Así es como Kit veía su embarazo, como una venganza de Sturm. Y fue por eso por lo que me hizo prometer no contarle a nadie quién era el padre.

Caramon rebulló.

—Entonces ¿por qué me lo contáis a mí? ¿Qué importancia tiene ahora? Si es verdad, lo mejor es dejarlo en el olvido. Sturm Brightblade fue un buen hombre. Vivió y murió por sus ideales y los de la caballería. Uno de mis hijos lleva su nombre. No quiero que ese nombre quede deshonrado. —Se le ensombreció el gesto—. ¿Qué es lo que queréis? ¿Dinero? No tenemos mucho, pero…

Sara se puso de pie. Tenía lívido el rostro; era como si la hubiese golpeado.

—¡No quiero vuestro dinero! ¡Si fuera eso lo que buscara, habría venido hace años! Vine buscando vuestra ayuda, porque oí que erais un buen hombre. Obviamente no es así.

Echó a andar hacia la puerta.

—¡Caramon, eres un zopenco! —Tika corrió en pos de Sara y la agarró cuando se ponía la capa—. Perdonadlo, por favor, milady. No habló en serio. Está dolido y angustiado, eso es todo. Esto ha sido un golpe para los dos. Vos habéis vivido durante años sabiendo ese secreto, pero para nosotros ha sido como un mazazo entre los ojos. Volved y sentaos.

Tika tiró de Sara hacia el banco. Caramon estaba tan colorado como las brasas de la chimenea.

—Lo siento, Sara Dunstan. Tika tiene razón. Me siento como un buey derribado de un hachazo. No sé ni lo que me digo. ¿Cómo podemos ayudaros?

—Tenéis que escuchar el resto de mi historia —dijo Sara. Se tambaleó cuando iba a sentarse, y se habría desplomado si Tika no la hubiera sostenido—. Perdonadme. Estoy muy cansada.

—¿No deberíais descansar primero? —sugirió Tika—. Ya habrá tiempo mañana de…

—¡No! —Sara se sentó muy derecha—. Tiempo es lo que nos falta. Y esta debilidad no es física, sino anímica.

»EL hijo de Kitiara tenía seis semanas cuando ella se marchó. Ni él ni yo volvimos a verla. Tampoco diré que lo sentí. Amaba al pequeño tanto como si fuera mi propio hijo. Quizá más, porque, como ya he dicho, parecía que hubiera sido un regalo de los dioses para aliviar mi soledad. Kitiara cumplió su promesa. Me enviaba dinero a mí y regalos para Steel. Pude seguir su progreso con el paso de los años porque las sumas de dinero aumentaban y los regalos eran más costosos. Estos eran todos de naturaleza bélica; espadas y escudos pequeños, una navaja pequeña con el puño de plata labrado en forma de dragón para su cumpleaños. Steel adoraba esas armas. Como Kit había previsto, era un guerrero nato.

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