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Margaret Weis: La segunda generación

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Margaret Weis La segunda generación

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Los héroes soñaban con encontrar un refugio seguro en ese río de rápida corriente. Pero el equilibrio del poder eterno siempre es cambiante. La Reina de la Oscuridad fue vencida, pero no destruida. Sus poderes son muchos y la gente es débil. Se olvidan las lecciones del pasado y las aguas del río se vuelven más turbulentas y peligrosas. Pero no serán los Héroes de la Lanza quienes deberán lanzarse al río revuelto de la guerra que se acerca. Ha llegado la hora para los que son más jóvenes, más fuertes. Es hora de entregar la espada, o el bastón de mago, a quienes serán los héroes de la segunda generación. O a quienes traerán la perdición para esa nueva era.

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La mujer sonrió de repente. El gesto la hizo parecer más joven.

—Esperaba encontrarme con un gran señor. Me alegro de que no lo seáis. Así resultará más… fácil. —Lo estudió atentamente—. Ahora que os miro, tendría que haberos reconocido. Ella os describió como «un hombretón, con más músculo que cerebro, pensando siempre de dónde vendrá la próxima comida». Perdonadme, señor. Son palabras de Kitiara, no mías.

—Supongo que sabéis, milady, que mi hermana está muerta. —La expresión de Caramon se había ensombrecido—. Mi hermanastra, debería decir. Y sabéis que Kitiara era una Señora del Dragón, aliada con la Reina de la Oscuridad. ¿Por qué iba a contaros nada sobre mí? Supongo que me tendría cariño en algún momento, pero eso lo olvidó como si nada.

—Sé cómo era Kitiara, quizá mejor que la mayoría —repuso la mujer con un suspiro—. Vivió conmigo durante varios meses, ¿comprendéis? Eso fue antes de la guerra, unos cinco años antes. ¿Escucharéis mi historia desde el principio? He viajado cientos de kilómetros para encontraros, y corriendo un gran peligro.

—Quizá deberíamos esperar a mañana…

—No —lo atajó, sacudiendo la cabeza—. No me atrevo. Es más seguro viajar antes de que amanezca. ¿Queréis escuchar lo que tengo que contaros? Si decidís no creerme… —Se encogió de hombros—. Entonces os dejaré en paz.

—Prepararé un poco de té —dijo Tika, que se marchó a la cocina después de posar la mano en el fornido hombro de su marido, un gesto con el que le encarecía que escuchara.

—De acuerdo. —Caramon tomó asiento pesadamente—. ¿Cómo os llamáis, milady? Si me permitís preguntarlo.

—Sara Dunstan. Resido, o residía, en Solamnia. Y fue allí, en un pueblo no muy distante de Palanthas, donde comienza mi historia.

»Por entonces tenía veinte años. Vivía sola, en una cabaña que perteneció a mis padres. La peste había acabado con los dos unos años antes. Yo también la padecí, pero fui uno de los afortunados que sobrevivió. Me ganaba la vida como tejedora, oficio que me había enseñado mi madre. Era una solterona. Oh, no me faltaron ocasiones de casarme, de joven, pero rechacé las propuestas. Los vecinos decían que era demasiado quisquillosa, pero en realidad lo que pasó es que no encontré a nadie que despertara mi amor, y no me conformaba con menos.

»No era especialmente feliz, pero pocos lo eran en aquellos duros tiempos previos a la guerra. Ignorábamos lo que nos aguardaba. En caso contrario, nos habríamos considerado dichosos.

Aceptó el vaso de té caliente que le ofreció Tika, la cual tomó asiento al lado de su marido mientras le tendía una jarra con té. El hombretón la cogió, pero la dejó en la mesa y no tardó en olvidarse de ella. Su gesto era sombrío.

—Continuad, milady.

—No deberíais llamarme así. No soy y nunca fui una dama noble. Como he dicho, era tejedora. Trabajaba un día en el telar, en mi casa, cuando alguien llamó a la puerta. Miré fuera. Al principio creí que era un hombre quien se encontraba de pie en el umbral de mi casa, pero de repente me di cuenta de que era una joven, vestida con armadura de cuero. Portaba espada, y el pelo, negro, tenía un corte varonil.

Tika echó una ojeada a Caramon para ver su reacción. La descripción encajaba perfectamente con Kitiara, pero el rostro del posadero se mantuvo inexpresivo.

—Empezó a pedirme algo, agua, creo, pero antes de que pudiera decir nada se desplomó inconsciente a mis pies.

»La metí en casa. Estaba muy enferma, eso saltaba a la vista. Corrí a buscar a una anciana, una druida, que era la curandera del pueblo. Esto ocurrió antes de que los clérigos de Mishakal reaparecieran, pero la druida era diestra a su manera y había salvado muchas vidas. Quizá se debió a eso por lo que nunca caímos en las mentiras de aquellos falsos clérigos y sus trucos.

»Para cuando regresé con la druida, la mujer, Kitiara, dijo que se llamaba, había vuelto en sí e intentaba levantarse de la cama, pero se encontraba demasiado débil. La anciana la examinó y le dijo que se tumbara y no se moviera.

»Kitiara se opuso. «Sólo es un poco de fiebre», dijo. «Dadme algo para bajarla y me pondré en camino».

»«No es fiebre y lo sabes bien», repuso la druida. «Estás preñada y si no te tumbas y descansas perderás ese niño».

El rostro de Caramon se había quedado blanco de repente. Tika, que también había empalidecido, tuvo que soltar su taza de té por miedo a derramar el líquido. Alargó la mano para agarrar la de su marido. El fortísimo apretón de él fue agradecido.

»«¡Quiero perder al mocoso!» Kitiara empezó a maldecir ferozmente. Jamás había oído utilizar un lenguaje tan grosero a una mujer. —Sara se estremeció—. Era horrible escucharla, pero la druida ni se inmutó. «Sí, perderás al bebé, y a ti con él. Morirás si no tienes cuidado».

»Kitiara rezongó algo sobre no creer a una necia vieja desdentada, pero me di cuenta de que estaba asustada, quizá por encontrarse tan débil y enferma. La druida quería llevarla a su casa, pero yo dije que no, que me encargaría de cuidarla. Tal vez os parezca extraño, pero estaba sola y… había algo que admiraba en vuestra hermana.

Caramon sacudió la cabeza, sombrío el gesto. Sara sonrió y se encogió de hombros.

—Era fuerte e independiente —continuó—. Era lo que yo habría sido si hubiese tenido el coraje suficiente. Así pues, se quedó conmigo. Estaba muy enferma. Tenía las fiebres, de las que se cogen en los pantanos, y estaba fuera de sí por lo del bebé. Obviamente no lo quería, y la ira por estar embarazada no la ayudaba en absoluto.

»La cuidé hasta que las fiebres remitieron. Estuvo enferma un mes o más. Por fin mejoró, y no perdió el bebé, pero las fiebres la dejaron muy debilitada… ya sabéis cómo es eso. Apenas podía levantar la cabeza de la almohada. —Sara suspiró—. Cuando estuvo bien, lo primero que pidió a la druida fue que le diera algo para poner fin al embarazo.

»La anciana le dijo que, para entonces, ya era demasiado tarde. Que perdería la vida. A Kitiara eso no le gustó, pero estaba demasiado débil para discutir o para cualquier otra cosa. A partir de ese momento, empezó a contar los días que faltaban para el nacimiento del bebé. «Ese día me libraré del pequeño bastardo», repetía, «y podré reanudar la marcha».

Caramon tragó saliva sonoramente, tosió, y su gesto se tornó aún más sombrío. Tika le apretó la mano.

—Llegó la hora del parto —prosiguió Sara—. Para entonces, Kitiara había recobrado las fuerzas, por suerte, ya que fue un parto largo y difícil. Tras dos días con contracciones, por fin nació el bebé. Era un niño, un niño sano y fuerte. Por desgracia, no podía decirse lo mismo de Kitiara. La druida, a la que no le caía nada bien, le dijo sin rodeos que probablemente iba a morir y que debería decirle a alguien quién era el padre, para que así ese hombre pudiera reclamar a su vástago.

»Esa noche, cuando estuvo al borde de la muerte, Kitiara me dijo el nombre del padre del bebé y todas las circunstancias que rodearon su concepción. Mas, debido a esas circunstancias y a quién era el padre, me obligó a jurar que no se lo diría a él.

»Fue muy vehemente respecto a eso. Me hizo prestar un juramento terrible por la memoria de mi madre. «Lleva al chico a mis hermanos Caramon y Raistlin Majere. Criarán a mi hijo para que sea un gran guerrero, en especial Caramon. Es un buen luchador. Lo sé, porque le enseñé yo».

»Se lo prometí. Le habría prometido cualquier cosa. Sentía mucha lástima por ella. Estaba tan abatida y tan débil que no me cupo duda de que iba a morir. «¿Hay alguna cosa que pueda llevar a tus hermanos para convencerles de que el niño es tuyo?», le pregunté. «Si no, ¿por qué iban a creerme? Alguna joya que puedan reconocer, por ejemplo».

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