Margaret Weis - La segunda generación

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Los héroes soñaban con encontrar un refugio seguro en ese río de rápida corriente. Pero el equilibrio del poder eterno siempre es cambiante. La Reina de la Oscuridad fue vencida, pero no destruida. Sus poderes son muchos y la gente es débil. Se olvidan las lecciones del pasado y las aguas del río se vuelven más turbulentas y peligrosas.
Pero no serán los Héroes de la Lanza quienes deberán lanzarse al río revuelto de la guerra que se acerca. Ha llegado la hora para los que son más jóvenes, más fuertes. Es hora de entregar la espada, o el bastón de mago, a quienes serán los héroes de la segunda generación. O a quienes traerán la perdición para esa nueva era.

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Caramon no tuvo más remedio que gritar eso último, ya que Tika había ido a la cocina dejándolo con la palabra en la boca.

—¡Si un grupo no me mata, lo hará el otro! —bramó.

—No chilles, querido, o despertarás a los chicos —advirtió su mujer, que regresaba cargada con una bolsa que olía a carne asada y un odre—. Tendrás hambre por la mañana. Iré a coger una camisa limpia. Tendrás que buscar la armadura. Ahora recuerdo que está en el arcón que hay debajo de la cama. Y no te preocupes, querido —añadió mientras se paraba para darle un beso apresurado—. Estoy segura de que Sara tiene pensado el modo de introducirte en la fortaleza. En cuanto a la Torre del Sumo Sacerdote, a Tanis ya se le ocurrirá un plan.

—¡Tanis! —Caramon la miró sin entender nada.

—Bueno, lógicamente recogerás a Tanis de camino. No puedes ir solo. No estás en la mejor forma. Además… —Echó una rápida ojeada a Sara, que se había puesto la capa y esperaba junto a la puerta con aire impaciente. Tika agarró a su marido por una oreja y tiró hacia abajo hasta que tuvieron las cabezas a la misma altura—. Kitiara podría haber mentido —susurró—. Cabe la posibilidad de que Tanis sea el verdadero padre. Debería ver al chico.

»Además —añadió en voz alta, en tanto que Caramon se frotaba la oreja—, Tanis es el único que puede conseguir introducirte en la Torre del Sumo Sacerdote. Los caballeros tendrán que dejarlo pasar. No se atreverían a ofenderlo a él o a Laurana. —Tika se volvió hacia Sara para explicárselo.

»Laurana es la esposa de Tanis. Fue cabecilla de los Caballeros de Solamnia durante la Guerra de la Lanza, y la tienen en alta estima. Actualmente ella y Tanis actúan como enlace entre los caballeros y las naciones élficas. Su hermano, Porthios, es el Orador. Ofender a Tanis o a Laurana equivaldría a ofender a los elfos, y los caballeros jamás harían algo así, ¿verdad, Caramon?

—Supongo. —El hombretón parecía aturdido. Las cosas estaban pasando muy deprisa.

Tika lo sabía; sabía cómo manejar a su marido. Tenía que lograr mantener ese ritmo frenético. Si le daba ocasión de pararse a pensar, no habría quien le hiciera cambiar de opinión. A decir verdad, se dio cuenta de que ya empezaba a rumiarlo.

—Quizá deberíamos esperar hasta que los chicos vuelvan de las llanuras —sugirió, intentando escabullirse.

—No hay tiempo, querido —repuso Tika, que había visto venir algo así—. Sabes que siempre pasan un mes con Riverwind y Goldmoon, que salen de caza y a aprender conocimientos prácticos para moverse por bosques, y ese tipo de cosas. Además, una vez que hayan puesto los ojos en las hermosas hijas de Goldmoon, nuestros chicos tendrán menos ganas aún de marcharse. Vamos, muévete. —Empujó a Caramon, que parpadeaba y se rascaba la cabeza, hacia la puerta que conducía a sus habitaciones privadas—. ¿Recuerdas cómo llegar al castillo de Tanis?

—¡Sí, claro que lo recuerdo! —espetó prontamente el hombretón.

Con demasiada prontitud. Y, en consecuencia, Tika comprendió que no se acordaba; tendría que pensar en eso, lo que era estupendo, ya que significaba que tendría la mente ocupada en pensar cómo llegar a casa de Tanis durante el tiempo que tardaría en prepararse para partir. Lo que quería decir que ya llevaría un buen rato de viaje antes de que empezara a rumiar sobre cualquier otra cosa.

Como el peligro, por ejemplo.

Una vez que Caramon se hubo perdido de vista, la actitud briosa de Tika desapareció y sus hombros se hundieron.

Sara, que vigilaba a través de la ventana, se volvió al notar el repentino silencio. Al reparar en la desdichada expresión plasmada en el rostro de Tika, la otra mujer se acercó a ella.

—Gracias por lo que has hecho. Sé que no debe de ser fácil para ti dejarlo marchar. No diré que no hay peligro, porque sería mentira. Pero tienes razón, he pensado en una forma de introducirlo en la fortaleza. Y la idea de que Tanis nos acompañe es excelente.

—Debería estar acostumbrada —dijo Tika, que estrujaba la bolsa de la carne entre las manos—. Me despedí de mis dos hijos mayores ayer. Son más jóvenes que el tuyo, y quieren ser caballeros. Sonrío cuando me despido de ellos, y les grito mientras se marchan que volveré a verlos dentro de una semana o de un mes o cuando sea. Y no me permito pensar que no será así, que quizá no vuelva a verlos nunca. Pero la idea de que puede ocurrir está ahí, en mi corazón.

—Lo comprendo —manifestó Sara—. He hecho lo mismo. Pero tú al menos sabes que tus chicos caminan bajo el sol, que no los envuelve la oscuridad… —Se cubrió la boca con la mano y sofocó un sollozo.

Tika la rodeó con un brazo.

—¿Y si llego demasiado tarde? —gimió Sara—. Debí haber actuado antes, pero… Jamás creí que realmente siguiera adelante con eso. ¡Siempre esperé que renunciara a ello!

Caramon salió de la habitación. Iba enfundado en una cota de malla que encajaba bien sobre sus hombros, pero no cumplía del todo con su función a la altura del estómago. El hombretón exhibía una expresión agresiva.

—¿Sabes, Tika? —empezó solemnemente mientras miraba ceñudo la cota tintineante—. No recordaba que este trasto pesara tanto.

5

Tanis Semielfo recibe una desagradable sorpresa

Caramon recordó finalmente cómo llegar al castillo de Tanis, situado en Solamnia, pero conocía el camino sólo por tierra, no volando a lomos de un dragón. Sara, sin embargo, estaba familiarizada con todo el continente de Ansalon, un detalle que al hombretón le resultó inquietante.

—Ariakan dispone de mapas excelentes —aclaró ella, un tanto desconcertada.

Caramon se preguntó por qué los Caballeros de Takhisis tenían mapas excelentes ael continente. Lamentablemente, no era difícil imaginar la razón.

El viaje apenas duró. Poquísimo, en lo que concernía a Caramon, que iba encorvado en la parte trasera de la silla del dragón, con frío y hambre (se había comido la carne hacía ya mucho rato), y el sueño ahuyentado por la conmoción de lo ocurrido. Intentaba discurrir cómo explicar aquella extraña historia a su amigo Tanis.

¿Y si el semielfo era el padre? Caramon rumió el asunto todo el viaje. «¿Voy a hacerle un favor sacando a relucir de repente un hijo suyo? ¿Qué dirá Laurana? Nunca le cayó bien Kit, de eso estoy condenadamente seguro. ¿Y qué pasa con el hijo de ellos dos? ¿Cómo se sentirá con una noticia así?».

Cuando más pensaba en ello, más lamentaba Caramon haber decidido acompañar a Sara. Finalmente, ordenó a la mujer que diese media vuelta, que lo llevara a su posada, pero o no lo oyó por el silbido del viento o hizo caso omiso a propósito. Podía saltar de la silla; sin embargo, teniendo en cuenta a la altura que volaban eso quedaba totalmente descartado.

Se le pasó por la cabeza la idea de que iba armado y de que quizá podría reducir a Sara. No obstante, tras meditarlo seriamente, comprendió que aunque lograra superarla nunca sería capaz de controlar a su Dragón Azul, el cual, de hecho, le dirigía miradas desconfiadas de vez en cuando. Y, para cuando Caramon hubo llegado a esa conclusión, ya aterrizaban en la cresta de una colina desde la que se divisaba el castillo de Tanis.

El hombretón desmontó del dragón. Todavía no había amanecido, pero faltaba poco para que saliese el sol. Sara tranquilizó al animal, le dio la orden de que se quedara allí —o eso supuso Caramon, ya que no entendió lo que la mujer decía— y acto seguido echó a andar en dirección a la casa palaciega. Al darse cuenta de que Caramon no la seguía, se volvió hacia él.

—¿Qué ocurre? —preguntó con un tono de ansiedad.

—Tengo ciertas dudas —contestó, pensativo, el hombretón.

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