Margaret Weis - La segunda generación

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Los héroes soñaban con encontrar un refugio seguro en ese río de rápida corriente. Pero el equilibrio del poder eterno siempre es cambiante. La Reina de la Oscuridad fue vencida, pero no destruida. Sus poderes son muchos y la gente es débil. Se olvidan las lecciones del pasado y las aguas del río se vuelven más turbulentas y peligrosas.
Pero no serán los Héroes de la Lanza quienes deberán lanzarse al río revuelto de la guerra que se acerca. Ha llegado la hora para los que son más jóvenes, más fuertes. Es hora de entregar la espada, o el bastón de mago, a quienes serán los héroes de la segunda generación. O a quienes traerán la perdición para esa nueva era.

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Gilthas se encontraba en el camino, justo en el borde interior de la frontera de Qualinesti. La hechicera Túnica Blanca permanecía cerca, vigilando con celo. No la complació ver a Tanis. Obviamente no esperaba encontrarlo allí. Puso una mano firme sobre el brazo de Gilthas, al parecer dispuesta a hacerlo desaparecer.

Un susurro en las copas de los árboles fue un aviso, probablemente el único que Tanis recibiría.

—¡Tanis! —gritó Dalamar—. ¡Ten cuidado!

El semielfo no le hizo caso, ni a la hechicera Túnica Blanca, ni a los elfos subidos a los árboles, con sus arcos y flechas. Caminó hacia su hijo.

Gilthas se soltó de un tirón de la hechicera, que volvió a agarrarlo con más fuerza en esta ocasión.

Una rojez, producto de la rabia, tiñó las mejillas del joven, que se contuvo y tragó saliva con esfuerzo. Tanis vio a su hijo tragarse la ira, y se vio a sí mismo reflejado en el muchacho. Gilthas dijo algo en voz baja, conciliadora.

La Túnica Blanca, aún con gesto de desagrado, lo soltó y se retiró un poco hacia atrás. Tanis cruzó la frontera, alargó los brazos y estrechó a su hijo.

—¡Padre! —exclamó Gil con voz quebrada—. Creí que te habías ido. Quería hablar contigo, pero no me dejaban…

—Lo sé, hijo, lo sé —dijo Tanis, abrazando más fuerte a Gil—. Lo entiendo. Créeme, ahora lo entiendo todo. —Lo apartó, puso las manos en sus hombros y lo miró a los ojos—. Lo entiendo.

—¿Está la reina Alhana a salvo? —inquirió el joven, sombrío el gesto—. Rashas me aseguró que sí, pero los forcé a que me trajeran para asegurarme con mis propios ojos…

—Está a salvo —lo tranquilizó Tanis. Su mirada buscó a la Túnica Blanca, que seguía apartada a un lado, su furibunda mirada yendo alternativamente del muchacho que tenía a su cargo al hechicero Túnica Negra que permanecía al borde del bosque, a la sombra de los robles—. Samar acompaña a la reina, la protegerá bien, como creo que sabes por experiencia.

—¡Samar! —El rostro de Gil se iluminó—. ¿Lo rescataste? ¡Cuánto me alegro! Querían hacerme firmar la orden de su ejecución. No lo habría hecho padre. No sé cómo —concluyó, endureciendo el gesto— pero no habría accedido a hacerlo.

Tanis volvió a mirar a la hechicera. Dalamar podía impedirle que entrara en acción, mas, ¿podría impedir, al mismo tiempo, que los arqueros disparasen? Estos, sin embargo, serían reacios a poner en peligro la vida de su nuevo Orador…

—Gil —dijo en Común—, no prestaste el juramento por propia voluntad. Te coaccionaron. Podrías marcharte. Dalamar nos ayudaría…

Gilthas agachó la cabeza. No había duda en la respuesta que deseaba dar. Alzó la cara, esbozando una triste sonrisa.

—Le di mi palabra a la hechicera, padre. Cuando te vi, le prometí que regresaría con ella si me daba permiso para… para despedirme de ti.

Su voz se quebró. Hizo una corta pausa, esforzándose por recobrar el control, y después prosiguió hablando en tono quedo.

—Padre, una vez te oí decir a lord Gunthar que, si hubiese dependido de ti, nunca habrías luchado en la Guerra de la Lanza por tu propia voluntad. Te arrastraron a ello las circunstancias, y por eso te resultaba incómodo oír a la gente llamarte héroe. Hiciste lo que tenías que hacer, lo que cualquier persona sensata y decente habría hecho.

Tanis suspiró. Los recuerdos, en su mayoría nefastos, volvieron a él. Sus manos apretaron más los hombros de Gil. Sabía que dentro de un momento tendría que dejar marchar a su hijo.

—Padre —dijo seriamente el joven—, no me engaño a mí mismo. Sé que no podré hacer mucho para cambiar las cosas. Sé que Rashas intenta utilizarme para sus propios fines malignos, y que, ahora mismo, no veo ninguna forma de impedírselo. Pero ¿recuerdas lo que tío Tas decía cuando contaba que había salvado al enano gully del Dragón Rojo? «Son las pequeñas cosas las que marcan la diferencia». Si consigo, aunque sea con menudencias, minar la labor de Rashas, padre…

«Criamos a nuestros hijos para que nos abandonen».

Sin haberlo pensado siquiera, Tanis lo había hecho así. Ahora se daba cuenta, lo veía en la cara del muchacho, no, del hombre que tenía ante sí. Supuso que debería sentirse orgulloso… y así era. Pero el orgullo era una llama muy débil para calentar su corazón, aterido por la sensación de pérdida.

Saltaba a la vista que la Túnica Blanca se estaba impacientando. Cogió del cinturón una varita de plata adornada con gemas.

—Tanis, amigo mío —dijo Dalamar al ver aquel gesto—, estoy aquí si necesitas mi ayuda.

Tanis abrazó a su hijo una última vez. Aprovechó la proximidad para susurrarle al oído:

—Ahora eres el Orador, Gilthas, no lo olvides. No permitas que Rashas y los que son como él lo olviden. No dejes de luchar. No estarás solo. Ya viste a los jóvenes que abandonaron la cámara esta mañana. Gánatelos para que te apoyen. Al principio no se fiarán de ti, creerán que eres el títere de Rashas. Tendrás que convencerlos de lo contrario. No será fácil, pero sé que puedes conseguirlo. Me siento orgulloso de ti, hijo mío. Orgulloso de lo que hiciste hoy.

—Gracias, padre.

Un último abrazo, una última mirada, una última sonrisa valiente.

—Dile a madre… que la quiero —musitó Gilthas.

El joven tragó con esfuerzo. Después se dio media vuelta, se alejó de su padre y se reunió con la Túnica Blanca. Ésta pronunció una palabra. Los dos desaparecieron.

Sin volver a mirar atrás, aunque tampoco habría podido ver nada sin antes librarse de las lágrimas que cegaban sus ojos, cruzó de nuevo la frontera. Pero lo hizo con la cabeza bien alta, como haría cualquier padre a cuyo hijo acaban de coronar dirigente de una nación.

Y seguiría manteniéndola alta hasta la noche, hasta que llegara la oscuridad. Hasta que estuviera en casa. Hasta que tuviera que decirle a Laurana que quizá no volvería a ver a su amado hijo…

—De modo —empezó Dalamar sin salir de las sombras de los robles—, que no pudiste convencerlo de que regresara contigo.

—No lo intenté —repuso Tanis con voz áspera y quebrada—. Les dio su palabra de honor de que regresaría.

El hechicero miró intensamente a su amigo un momento.

—Les dio su palabra… —Sacudió la cabeza y suspiró—. Como dije antes, el hijo de Tanis Semielfo es la última persona que Takhisis querría ver sentada en el trono elfo. Si te sirve de consuelo, amigo mío, las cosas no han salido exactamente como las había planeado su Oscura Majestad. Lamenta mucho que hayamos fracasado.

Tanis suponía que esa noticia debería traerle algún consuelo.

Dalamar retiró el mantel, el cojín, el vino, el pan y el queso con un ademán acompañado de una palabra. Luego metió las manos en las mangas de la túnica.

—¿Y bien, amigo mío? ¿Has tomado una decisión? ¿Qué vas a hacer?

—Lo que debo, supongo —contestó en tono agrio el semielfo—. No puedo dejar que Rashas asesine a Porthios. Y, una vez que Porthios esté libre, tendré que frenarlo para que no mate a Rashas y al resto de los qualinestis… Ni lo uno ni lo otro parece muy halagüeño.

Salió de la cobertura de los árboles al camino que conducía a Qualinesti. A la luz del sol, contempló las hojas de los álamos temblones de su patria.

—Tenía intención de enseñarte tantas cosas, Gilthas —susurró—, tantas cosas que quería decirte. Tantas cosas…

—Puede que no las hayas dicho en voz alta, amigo mío. —Dalamar puso la mano en su hombro—. Pero creo que tu hijo te ha escuchado.

Tanis dio la espalda a Qualinesti y se volvió hacia el camino que conducía a la oscuridad. Se volvió hacia una casa que, por mucha gente que albergara en sus paredes, siempre estaría vacía.

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