Margaret Weis - La segunda generación

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Los héroes soñaban con encontrar un refugio seguro en ese río de rápida corriente. Pero el equilibrio del poder eterno siempre es cambiante. La Reina de la Oscuridad fue vencida, pero no destruida. Sus poderes son muchos y la gente es débil. Se olvidan las lecciones del pasado y las aguas del río se vuelven más turbulentas y peligrosas.
Pero no serán los Héroes de la Lanza quienes deberán lanzarse al río revuelto de la guerra que se acerca. Ha llegado la hora para los que son más jóvenes, más fuertes. Es hora de entregar la espada, o el bastón de mago, a quienes serán los héroes de la segunda generación. O a quienes traerán la perdición para esa nueva era.

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—Os equivocáis, Alhana Starbreeze —musitó—. Os expulsarán de vuestro hogar, os llamarán «elfa oscura», pero nunca seréis lo que soy yo. Quebranté la ley, y lo hice conscientemente. Y volvería a hacerlo. Tenían derecho a desterrarme. —Hizo una pausa para mirarla atentamente, sin soltarle la mano, y cuando habló lo hizo de corazón.

»Preveo que os esperan tiempos difíciles, milady. Si vos o vuestro bebé necesitáis ayuda o consuelo y no tenéis miedo de acudir a mí, haré cuanto esté en mi mano para auxiliaros.

Alhana lo miró en silencio. Después esbozó una débil sonrisa.

—Gracias por la oferta. Os estoy muy reconocida. Y no creo que tuviese miedo.

—¡Davat! ¿Dónde te has metido? —sonó abajo una voz enfadada—. ¿Por qué no estás en tu puesto? ¡Guardias, aquí!

—Es Rashas —dijo Tanis—. Probablemente viene con más de sus esclavos kalanestis.

Dalamar asintió.

—Lo esperaba —dijo—. Debió imaginar que vendríamos aquí. Podríamos oponer resistencia. —El elfo oscuro miró expectante a Tanis—. Luchar contra ellos…

—¡No! ¡No habrá lucha! —Alhana agarró a Tanis por el brazo al ver que empezaba a desenvainar la espada—. ¡Si se derrama sangre aquí, se habrá perdido toda esperanza de alcanzar la paz!

Tanis vaciló, indeciso, con la espada a medio desenfundar. En la planta de abajo se oía a Rashas dando órdenes a los guardias para que registraran toda la casa. Los dedos de Alhana apretaron con más fuerza.

—Ya no soy reina, y no tengo derecho a dar órdenes. Por lo tanto, te suplico que…

El semielfo estaba furioso, frustrado. Deseaba luchar y habría disfrutado haciéndolo.

—¿Después de lo que os han hecho, Alhana? ¿Dejaréis que os destierren sin oponeros, dócilmente?

—¡Si la alternativa es matar a mi propio pueblo, sí! —repuso la elfa sosegadamente.

—¡Decídete de una vez, Tanis! —instó Dalamar. Las pisadas se oían muy cerca ya.

—Ya es demasiado tarde para eso, Alhana —dijo el semielfo mientras envainaba el arma—. Lo sabéis, ¿verdad? Demasiado tarde.

La mujer intentó hablar, pero sus palabras dieron paso a un suspiro, y su mano resbaló sin fuerza del brazo de Tanis.

—En tal caso, me marcho —anunció Dalamar—. ¿Vienes, semielfo?

Tanis sacudió la cabeza. El elfo oscuro metió las manos bajo las mangas de la túnica.

—Adiós, reina Alhana. Que los dioses os acompañen. Y no olvidéis mi oferta.

Hizo una respetuosa reverencia, articuló unas palabras mágicas y desapareció.

Alhana se quedó mirando fijamente el lugar ocupado un momento antes por el elfo oscuro.

—¿Qué le está ocurriendo al mundo? —murmuró—. Los amigos me traicionan… Los enemigos me tratan con amistad…

—Vivimos unos tiempos marcados por el Mal —contestó Tanis en tono amargo—. La noche regresa.

En su visión, la luna plateada brillaba a través de nubes de tormenta, su luz alumbrando el tiempo suficiente para iluminar el camino, y después desaparecía, tragada por la oscuridad.

La puerta se abrió bruscamente y los guardias kalanestis entraron corriendo. Dos de ellos agarraron a Tanis por los brazos. Uno lo despojó del arma y otro apoyó un cuchillo en su garganta. Otros dos sujetaron a Alhana.

—¡Traidores! ¿Cómo osáis poner vuestras manos en mí? —demandó la elfa—. Hasta que cruce la frontera, sigo siendo vuestra reina.

Los kalanestis parecieron arredrarse ante sus palabras y se miraron con incertidumbre.

—Soltadla. No causará problemas —ordenó Rashas, que se encontraba en el umbral—. Escoltad a la bruja hasta la frontera con Abanasinia, y expulsadla por orden del Thalas-Enthia.

Alhana pasó ante el senador con actitud desdeñosa. Ni siquiera lo miró, como si no fuese digno de su atención. Los kalanestis la acompañaron.

—No podéis conducirla a la frontera de Abanasinia sola, indefensa —protestó Tanis, encolerizado.

—No pienso hacerlo —replicó Rashas con una sonrisa—. Tú, semihumano, la acompañarás. —Miró en derredor, fruncido el entrecejo—. ¿Estaba solo este hombre?

—Sí, senador —respondió uno de los kalanestis—. El oscuro hechicero debe de haber escapado.

Rashas volvió la mirada hacia Tanis.

—Has conspirado con el hechicero desterrado conocido como Dalamar el Oscuro, en un intento de desbaratar la ceremonia de coronación del legítimo Orador de los Soles. En consecuencia, tú, Tanis Semielfo, quedas desterrado de por vida de Qualinesti. Así lo dicta la ley. ¿O te opones?

—Podría oponerme —dijo Tanis, hablando en Común, una lengua que los guardias no entenderían—. Podría mencionar que no soy el único en esta habitación que conspiró con Dalamar el Oscuro. Podría decir al Thalas-Enthia que Gilthas no prestó el juramento por propia voluntad. Podría decirles que retenéis prisionero a Porthios y a su esposa como rehén. Podría contarles todo eso, pero no lo haré, ¿verdad, senador?

—No, semihumano, no lo harás —repuso Rashas, también en Común, escupiendo las palabras como si le dejaran mal sabor de boca—. Guardarás silencio porque tengo a tu hijo. Y sería una lástima que el nuevo Orador sufriera una trágica y prematura muerte.

—Quiero ver a Gilthas —dijo Tanis en elfo—. ¡Maldita sea, es mi hijo!

—Si por ese nombre te refieres a nuestro nuevo Orador, te recuerdo, semihumano, que según la ley elfa el Orador no tiene padre ni madre ni lazos familiares de ningún tipo. Todos los elfos somos considerados su familia. Todos los… verdaderos elfos.

Tanis dio un paso hacia Rashas. El alto Elfo Salvaje se interpuso entre él y el senador para protegerlo.

—En este momento, nuestro nuevo Orador recibe los honores de su pueblo —siguió fríamente Rashas—. Éste es un gran día en su vida. Sin duda no querrás estropeárselo al avergonzarlo con tu presencia, ¿verdad?

Tanis sostuvo una lucha interna consigo mismo. La idea de marcharse sin ver a Gilthas, sin tener la oportunidad de decirle que lo entendía, que se sentía orgulloso de él, le resultaba intolerable, insufrible. Sin embargo, sabía muy bien que Rashas tenía razón. La aparición de un padre mestizo bastardo sólo causaría problemas, le haría las cosas más difíciles a Gilthas.

Y ya eran suficientemente difíciles.

Tanis cedió, se encogió de hombros con amargura, con aire de perro apaleado.

—Conducidlo a la frontera —ordenó Rashas.

Tenis echó a andar sumisamente; se paró delante del senador. Giró sobre sí mismo y descargó el puño, que hizo contacto, satisfactoriamente, con hueso.

Rashas se desplomó de espaldas y chocó contra uno de los árboles ornamentales.

El kalanesti alzó la espada.

—Dejadlo —masculló el senador mientras se frotaba la mandíbula. Un hilillo de sangre le resbalaba por la comisura de los labios—. Así es como los servidores del Mal luchan contra la rectitud. No le daré la satisfacción de responder devolviendo el golpe.

El senador escupió un diente.

Tanis, frotándose los doloridos nudillos, abandonó la habitación. Llevaba más de cien años deseando hacer aquello.

14

Los grifos rehusaron responder a las llamadas de los qualinestis, otro hecho que satisfizo a Tanis, aunque ello lo obligó a viajar a pie hasta la frontera. No había mucha distancia, sin embargo, y el semielfo tenía una legión de pensamientos amargos y penosos para hacerle compañía.

De hecho, se amontonaban en su mente de tal modo que ni siquiera se fijó dónde estaba. Cayó en la cuenta de que habían llegado a la frontera sólo cuando el capitán qualinesti dio la orden a sus hombres de que se detuvieran.

—Vuestra espada, señor. —El oficial le tendió el arma con un gesto cortés—. El camino conduce a Haven por un lado y a Solace por el otro. Si tomáis la bifurcación de la izquierda…

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