Margaret Weis - La segunda generación

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Los héroes soñaban con encontrar un refugio seguro en ese río de rápida corriente. Pero el equilibrio del poder eterno siempre es cambiante. La Reina de la Oscuridad fue vencida, pero no destruida. Sus poderes son muchos y la gente es débil. Se olvidan las lecciones del pasado y las aguas del río se vuelven más turbulentas y peligrosas.
Pero no serán los Héroes de la Lanza quienes deberán lanzarse al río revuelto de la guerra que se acerca. Ha llegado la hora para los que son más jóvenes, más fuertes. Es hora de entregar la espada, o el bastón de mago, a quienes serán los héroes de la segunda generación. O a quienes traerán la perdición para esa nueva era.

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Con suerte, nada. Nada precipitado, nada estúpido. Nada que le pusiera —a él o a otros— en peligro. Gil nunca se había encontrado en ningún tipo de peligro o dificultad hasta ahora. Sus padres se habían encargado de que fuera así. No podía saber cómo reaccionar.

—Siempre lo protegimos —dijo, sin darse cuenta de que hablaba en voz alta—. Quizá nos equivocamos. Pero estaba tan enfermo, era tan frágil… ¿Qué otra cosa podíamos hacer?

—Criamos a nuestros hijos para que nos abandonen, Tanis —adujo Dalamar en voz queda.

Sobresaltado, el semielfo miró al hechicero.

—Eso es lo que dice Caramon.

—Sí, me lo dijo después de que Palin pasara la Prueba. «Nos dan a nuestros hijos sólo durante un corto tiempo. Durante ese tiempo, debemos enseñarles a vivir por sí mismos, porque no estaremos siempre con ellos».

—Sabias palabras. —Al recordar a su amigo, Tanis sonrió cariñosa, tristemente—. Pero Caramon fue incapaz de seguir su propia máxima cuando llegó el momento de aplicarla con su hijo. —Guardó silencio un instante antes de añadir—. ¿Por qué me cuentas todo esto, Dalamar? ¿Qué ganas con ello?

—Su Oscura Majestad tiene muy buen concepto de ti, Tanis Semielfo. Ni ella ni yo consideramos propicio para nuestra causa tener a tu hijo en el trono elfo. Creo que nos iría mucho mejor con Porthios —agregó secamente.

—¿Y qué hay del tratado?

—Esa victoria ya es nuestra, amigo mío. Ocurra lo que ocurra entre los elfos, el tratado es ya papel mojado. Porthios jamás perdonará a los silvanestis por traicionarlo. Ahora ya no firmará. Lo sabes. Y si las dos naciones élficas se niegan a firmarlo, los enanos de Thorbardin harán lo propio. Y si los enanos no…

—¡Al infierno con los enanos! —lo interrumpió Tanis—. ¿Significa esto que me ayudarás a llevar a Gilthas a casa?

—La coronación de tu hijo está planeada para mañana —anunció el hechicero mientras alzaba la copa en un burlón brindis a Tanis—. Es una ocasión solemne que ningún padre debería perderse.

10

El ocaso realzaba la belleza de la tierra elfa. Los suaves y encendidos colores del sol poniente penetraban a través de las cortinas de seda, poniendo una pátina de oro en todos los objetos. Esa belleza pasó inadvertida a Gil, que paseaba nervioso mientras transcurrían las horas.

La casa estaba silenciosa. Los guardias kalanestis apenas hablaban, y cuando lo hacían era sólo brevemente y en su propia lengua; una lengua que sonaba como los trinos de los pájaros silvestres. Llevaron la cena, consistente en cuencos de fruta, pan, vino y agua. Después, tras lanzar una rápida ojeada escrutadora a la estancia, se marcharon y cerraron la puerta al salir. Alhana no quiso comer nada.

—La comida me sabe a ceniza —argüyó.

A despecho de los problemas, Gilthas tenía hambre, y acabó no sólo con su ración sino también con la de ella al ver que no iba a comérsela. Alhana sonrió débilmente.

—La resistencia de la juventud. Es bueno verla. Sois el futuro de nuestra raza. —Se puso la mano en el vientre—. Me dais esperanza.

La noche no caía realmente sobre Qualinost. La oscuridad se iluminó con miles de diminutas y chispeantes luces que brillaban en los árboles. Alhana se acostó, cerró los ojos e intentó descansar un poco antes del largo y posiblemente peligroso viaje nocturno.

Gil siguió paseando en la oscuridad, tratando de ordenar el confuso revoltijo de sus ideas.

¡Su casa! ¡Cómo había ansiado abandonarla! Y ahora, contra toda lógica, anhelaba regresar.

—Padre salió a buscarme —susurró—. Sé que lo hizo. Y quizá lo haya puesto en peligro. —Gil suspiró—. He echado todo a perder. Lo que le ocurra a padre será culpa mía. Me advirtió que no me marchara. ¿Por qué no hice caso? ¿Qué me pasa? ¿Por qué albergo estos horribles sentimientos? Yo…

Enmudeció. Voces hablando en qualinesti y en un tono alto llegaron desde el exterior. Alarmado, pensando que quizás el plan de Alhana se había descubierto, Gil se preguntó si debía despertarla.

Pero la elfa se había despertado por sí misma, estaba sentada y con los ojos abiertos de par en par. Escuchó unos segundos y después suspiró con alivio.

—Sólo son unos miembros del Thalas-Enthia, los adláteres de Rashas. Planean entrar juntos al senado para presentar un frente sólido.

—Entonces, ¿todos los senadores apoyan a Rashas?

—Los miembros más jóvenes se oponen a él, aunque son muy pocos para que cuente su opinión. Sin embargo, muchos de los mayores aún vacilan. Si Porthios estuviese aquí no habría controversia, y Rashas lo sabe.

—¿Qué pasará mañana, cuando vos hayáis escapado y yo no esté aquí para ser coronado?

—El pueblo despertará para encontrarse con que no tiene dirigente —repuso Amana con desdén—. Rashas se verá obligado a mandar a buscar a Porthios. Habrá un escarmiento en el Thalas-Enthia y podremos seguir adelante con nuestras vidas… tal como son ahora.

Gil había oído hablar a sus padres sobre el matrimonio de Alhana y Porthios. No era una unión feliz. Los esposos se veían rara vez, ya que Porthios había estado combatiendo la pesadilla de Lorac en Silvanesti y Alhana iba y venía de uno a otro reino procurando por todos los medios mantenerlos unidos. Pero hablaba de su marido con respeto y orgullo, ya que no con afecto.

El joven la miró con adoración. «Podría vivir sólo contemplando su belleza. Si fuese mía no necesitaría nada más. Pasaría sin agua, sin comida. ¿Cómo podría no amarla cualquier hombre? Porthios debe de ser un completo necio».

El breve clamor de un vítor sonó bajo los ventanales, y el sonido de las voces empezó a apagarse.

—Se marchan —dijo Alhana—. Ahora los guardias se relajarán.

El silencio reinaba en la casa. Entonces, una vez que Rashas se hubo marchado, los kalanestis que montaban guardia al otro lado de la puerta empezaron a charlar y a reír. Las lanzas sonaron al soltarlas en el suelo. Luego hubo más risas y unos extraños ruidos tintineantes.

Desconcertado, Gil miró a Alhana.

—Lo que oyes son palillos que arrojan al suelo. Los kalanestis se entretienen con un juego de su gente. Hacen lo mismo cuando Rashas se va, pero no creas que por eso bajan la guardia —advirtió—. Cambiarían los palillos de apuestas por las lanzas en el momento que intentases abrir esa puerta.

—Entonces, ¿cómo vamos a escapar?

Había una buena caída hasta el jardín; Gil ya lo había mirado.

—Samar lo tiene todo planeado —dijo Alhana, que no añadió nada más.

El tiempo pasó y Gil se fue poniendo más nervioso.

—¿Cuánto durará la reunión del Thalas-Enthia?

—Hasta bien entrada la noche —respondió en voz queda la elfa—. Después de todo, traman una sedición.

El juego de los kalanestis se tornaba cada vez más entretenido, a juzgar por las carcajadas y las excitadas y amistosas discusiones que surgían de manera esporádica. Gil se aproximó a la puerta y pegó la oreja a ella para escuchar mejor. Le gustaría participar en ese juego alguna vez y se preguntó como se jugaría. Los palillos tintineaban, entonces había unos segundos de silencio expectante, seguidos de una ahogada exclamación de alivio o gruñidos de desilusión. Al final, llegaban los gritos de éxito de los vencedores y los juramentos, pronunciados con buen talante, de los perdedores.

Entonces, de repente, se oyó el sonido de una voz distinta.

—Buenas noches, caballeros. ¿Quién gana?

Alhana, mortalmente pálida, se puso de pie.

—Es Samar —susurró—. ¡Apártate de la puerta! ¡Rápido!

Gil se retiró de un salto. Oyó gritos y ruidos confusos al otro lado de la hoja de madera cuando los guardias recogieron las lanzas. Unas palabras rápidas, extrañas, pronunciadas en una lengua que no reconoció el joven, pusieron fin a aquellos ruidos, que dieron paso a gemidos ahogados, seguidos de golpes sordos producidos por los cuerpos al desplomarse en el suelo. Y a continuación se hizo un silencio que duró varios segundos, los que tardó su alocado corazón en latir diez veces.

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