Margaret Weis - La segunda generación

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Los héroes soñaban con encontrar un refugio seguro en ese río de rápida corriente. Pero el equilibrio del poder eterno siempre es cambiante. La Reina de la Oscuridad fue vencida, pero no destruida. Sus poderes son muchos y la gente es débil. Se olvidan las lecciones del pasado y las aguas del río se vuelven más turbulentas y peligrosas.
Pero no serán los Héroes de la Lanza quienes deberán lanzarse al río revuelto de la guerra que se acerca. Ha llegado la hora para los que son más jóvenes, más fuertes. Es hora de entregar la espada, o el bastón de mago, a quienes serán los héroes de la segunda generación. O a quienes traerán la perdición para esa nueva era.

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—¡Lo decís como si estuviésemos en peligro! ¿Por el senador Rashas? ¿Por nuestro propio pueblo?

Ella alzó la mirada para encontrarse con la del joven.

—De tu propio pueblo, no, Gilthas. Eres distinto, por eso te eligieron.

«Eres parte humano». Las palabras no pronunciadas quedaron flotando en el aire. Gil la miró fijamente. Sabía que no lo había hecho para insultarlo, sobre todo después de los elogios hechos a su padre. Era una forma de pensar, asimilada tras miles de años de aislamiento autoimpuesto y creencias —por erróneas que fueran— de que los elfos eran los elegidos, los bienamados de los dioses.

Gil lo sabía, pero sintió que unas palabras ardientes subían a su garganta. Y también sabía que si las pronunciaba sólo conseguiría empeorar las cosas. No obstante…

«Dignidad ante la presión, querido».

El joven oyó la voz de su madre, la vio poner la mano en el brazo de su padre. Recordó reuniones celebradas en su casa, y a su madre moverse con elegante dignidad y calma entre tormentas de intrigas políticas. Recordó las palabras dichas a su padre, recordándole que mantuviese la tranquilidad, el control de sí mismo. Y recordó a su padre congestionado y tragando saliva con esfuerzo.

Gilthas tragó saliva con esfuerzo.

—Creo que deberíais contarme lo que ocurre, milady —dijo en voz baja.

—Es sencillo, realmente —contestó Alhana—. Mi esposo, Porthios, está prisionero en Silvanesti. Lo traicionó mi pueblo. Y yo estoy retenida aquí, traicionada por su gente…

—Pero ¿por qué? —Gil estaba perplejo.

—A los elfos no nos gustan los cambios. Les tenemos miedo, desconfiamos de ellos. Pero el mundo está cambiando con mucha rapidez, y debemos cambiar con él o nos consumiremos y pereceremos. La Guerra de la Lanza nos enseñó eso. Al menos creía que lo había hecho. Los elfos jóvenes están de acuerdo con nosotros, pero no los viejos. Y son estos, como el senador Rashas, los que manejan el poder. Sin embargo, jamás imaginé que llegarían tan lejos.

—¿Qué pasará con vos y con el tío Porthios?

—Nos exiliarán —repuso quedamente—. Ninguno de los dos reinos nos aceptará.

Gil conocía suficientemente a su raza para saber que el exilio era un castigo peor que la muerte. A Alhana y Porthios se los conocería como «elfos oscuros», elfos que han sido «expulsados de la luz». Se los desterraría de sus países, y se les prohibiría cualquier tipo de comunicación con su gente. No tendrían ningún derecho en todo Ansalon y, como tal, se encontrarían en peligro constantemente. Con razón o sin ella, a los elfos oscuros se los considera malignos. Son perseguidos, acosados, expulsados de cualquier ciudad o pueblo. Son buenas presas para los cazadores de recompensas, los ladrones y demás escoria. No es pues de sorprender que, a fin de sobrevivir, la mayoría de los elfos oscuros busquen amparo a la sombra de Takhisis.

A Gil no se le ocurría qué decir que pudiera servir de ayuda o consuelo. Alzó la vista hacia Alhana.

—¿Por qué a mí, milady? ¿Por qué ahora?

—Estoy embarazada —fue la sencilla respuesta—. Si nuestro bebé nace, él o ella sería el heredero del trono. Tal como están las cosas ahora, si algo le ocurriese a Porthios la legítima heredera sería tu madre, pero el matrimonio de Laurana con un semihumano bastardo…

Gil dio un respingo. Alhana lo observó, compasiva pero sin arrepentirse de lo dicho.

—Así es como la mayoría de los qualinestis consideran a tu padre, Gilthas. Hay una razón por la que Tanis Semielfo nunca se ha sentido deseoso de regresar a su tierra natal. La vida no fue muy agradable para él cuando era joven. Y ahora sería peor. ¿Qué ocurre? ¿Nunca se te ocurrió considerar esto?

El joven sacudió lentamente la cabeza. No, nunca había pensado en los sentimientos de su padre; nunca había pensado en él.

«Sólo pensé en mí mismo».

—El matrimonio de tu madre la descartó de la sucesión al trono… —siguió diciendo Alhana.

—Pero yo soy en parte humano —le recordó Gil.

—Lo eres, sí —repuso fríamente la elfa—. Rashas y el Thalas-Enthia no ven un problema en tal circunstancia. De hecho, probablemente consideran tu ascendencia como una ventaja… para ellos. Rashas tiene por débiles y manejables a los humanos. Cree que, debido a tu herencia humana, podrá dirigirte a su antojo.

Gilthas enrojeció de rabia. Perdió el control, apretó los puños y se levantó bruscamente de la silla.

—¡Por todos los dioses! ¡Le demostraré a Rashas que se equivoca! ¡Se lo demostraré a todos! Les… Les…

La puerta se abrió y entró uno de los guardias kalanestis, lanza en mano, que escudriñó la estancia con expresión desconfiada.

—Cálmate, joven —aconsejó Alhana en voz queda y hablando en silvanesti—. No inicies una pelea que no puedes llevar hasta el final.

La ira de Gil llameó, chisporroteó y luego se consumió como una vela consumida.

El Elfo Salvaje lo miró y entonces empezó a reírse. Le dijo algo a su compañero en el lenguaje kalanesti y cerró la puerta. Gil no hablaba esa lengua, pero en las palabras del guardia se mezclaban suficientes en qualinesti para provocar el enrojecimiento en las mejillas del joven. Era algo sobre el cachorro intentando ladrar como un perro viejo.

—Así que estáis diciendo que aun en el caso de que fuera rey en realidad sería su prisionero. ¿Sugerís acaso que me acostumbre también a eso, milady? —Su tono sonó amargo.

Alhana guardó silencio un momento y después sacudió la cabeza.

—No, Gilthas. No te acostumbres nunca a ser su marioneta. ¡Resiste! Eres hijo de Tanthalas y Lauranthalasa, y eres fuerte, más de lo que cree Rashas. Con una sangre tan noble corriendo por tus venas, ¿cómo podrías ser de otro modo?

Aun cuando fuese sangre mezclada, pensó el joven, pero no lo dijo. Le complacía la confianza que traslucían las palabras de la elfa, y decidió ser merecedor de ella, ocurriera lo que ocurriese.

Alhana le sonrió para tranquilizarlo antes de regresar de nuevo junto al ventanal. Allí, apartó la cortina y contempló el exterior.

Entonces se le ocurrió a Gilthas que debía de hacer algo más que admirar el paisaje.

—¿Qué ocurre, milady? ¿Quién está ahí fuera?

Ella echó la cortina, la abrió y volvió a cerrarla.

—Un amigo. Le he dado una señal. Vio cuando te traían, y acabo de comunicarle que podemos confiar en ti.

—¿Quién es? ¿Porthios? —De repente Gil se sentía esperanzado. Nada parecía imposible.

—No. —Alhana sacudió la cabeza—. Uno de los míos, un joven guardia llamado Samar. Combatió junto a mi marido contra la pesadilla en Silvanesti. Cuando capturaron a Porthios, Samar siguió fiel a su comandante, y Porthios lo envió para advertirme. Llegó demasiado tarde; ya era prisionera de Rashas. Pero ahora Samar ha terminado de preparar sus planes. El Thalas-Enthia se reúne esta noche para proyectar la ceremonia de coronación de mañana.

—¡Mañana! —repitió Gil con incredulidad.

—No temas, Gilthas —dijo Alhana—. Si Paladine quiere, todo irá bien. Esta noche, mientras Rashas asiste a la reunión, tú y yo escaparemos.

9

—Rashas lo ha planeado todo cuidadosamente. Por supuesto, Tanis, la intención era que pensases que los draconianos habían raptado a tu hijo —le explicó Dalamar—. Caíste de lleno en la trampa. El Elfo Salvaje condujo al caballo al interior del bosque y lo dejó delante de la cueva como un buen cebo en el que picaste. Lo demás, ya lo sabes.

El semielfo apenas lo escuchaba, absorto en sus pensamientos.

«Laurana. Se preocupará cuando no tenga noticias mías. Comprenderá que ha pasado algo. Iré a Qualinesti. Ella impedirá esta locura…».

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