Margaret Weis - La segunda generación

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Los héroes soñaban con encontrar un refugio seguro en ese río de rápida corriente. Pero el equilibrio del poder eterno siempre es cambiante. La Reina de la Oscuridad fue vencida, pero no destruida. Sus poderes son muchos y la gente es débil. Se olvidan las lecciones del pasado y las aguas del río se vuelven más turbulentas y peligrosas.
Pero no serán los Héroes de la Lanza quienes deberán lanzarse al río revuelto de la guerra que se acerca. Ha llegado la hora para los que son más jóvenes, más fuertes. Es hora de entregar la espada, o el bastón de mago, a quienes serán los héroes de la segunda generación. O a quienes traerán la perdición para esa nueva era.

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La puerta se abrió y un joven guerrero elfo penetró en la estancia.

—¡Samar! Mi leal amigo. —Alhana le sonrió; serena y gentil como si se encontrara en la sala de audiencias, le tendió la mano.

—Mi reina. —Samar hincó la rodilla ante ella e inclinó la cabeza rindiéndole homenaje.

Gil se asomó al pasillo. Los Elfos Salvajes estaban tendidos en el suelo, inconscientes. Algunos todavía tenían aferradas sus lanzas. Lo que parecía un pergamino medio enrollado se quemaba en medio del pasillo. Mientras Gil lo miraba, desapareció, consumido por el fuego. Finas volutas de humo verde se elevaron en el quieto aire.

Gilthas estuvo a punto de salir para mirarlo más de cerca.

—Ten cuidado, joven —advirtió Samar, que se incorporó prestamente y tiró de Gil hacia atrás—. No te aproximes al humo, o acabarás dormido plácidamente como ellos.

—Príncipe Gilthas, hijo de Laurana Solostaran y Tanis Semielfo —hizo las presentaciones Alhana—. Éste es Samar, de la Protectoría.

La mirada del elfo recién llegado —fría y evaluadora— examinó a Gil de arriba abajo, y el joven se sintió débil y frágil en presencia de aquel guerrero avezado. Samar saludó con una fría inclinación de cabeza y después se volvió rápidamente hacia su reina.

—Todo está preparado, majestad. Los grifos nos esperan en el bosque. Se enfurecieron cuando se enteraron de que Rashas os había tomado prisionera. —Samar sonrió, sombrío—. No creo que vuelva a volar a lomos de un grifo nunca más. Si estáis preparada, deberíamos partir cuanto antes. ¿Dónde tenéis vuestras pertenencias? Yo las recogeré y llevaré.

—Viajo ligera de equipaje, amigo mío —repuso Alhana, que extendió las manos vacías.

—Pero vuestras joyas, majestad…

—Llevo conmigo lo que es importante. —Tocó un anillo que llevaba en el dedo—. La prenda de promesa y confianza de mi esposo. Todo lo demás no significa nada.

—Os quitaron vuestras joyas, ¿verdad, mi reina? —Samar tenía fruncido el ceño—. ¿Cómo se atrevieron?

—Las joyas pertenecen al pueblo de Qualinesti. —La voz de Alhana sonaba afable pero firme—. Es un asunto trivial, Samar. Tienes razón, deberíamos partir cuanto antes.

El guerrero inclinó la cabeza en un gesto de aquiescencia.

—Los guardias del piso de abajo también han sido reducidos. Iremos por allí. Cubrios la nariz y la boca, mi reina. Y vos también, príncipe —ordenó a Gil en tono seco—. No inhaléis el humo mágico.

Alhana se puso un pañuelo de seda bordada sobre la nariz y la boca, y Gil hizo lo mismo con el borde de la capa. Samar echó a andar delante, con la mano sobre la empuñadura de la espada. Pasaron por encima de los cuerpos caídos de los Elfos Salvajes y rodearon con precaución los restos humeantes del pergamino del conjuro. Cuando llegaron a la escalera Samar hizo que se pararan.

—Quedaos aquí —susurró.

Bajó unos peldaños, miró en derredor y después —satisfecho al comprobar que todo estaba tranquilo— llamó con un ademán a Alhana y a Gil para que lo siguieran.

A mitad de la escalera, Samar agarró repentinamente a Alhana y tiró de ella hacia las sombras. Una mirada fiera del guerrero y un urgente «¡Atrás!» dirigido al joven indujeron a Gil a hacer lo mismo.

Sin atreverse a respirar siquiera, se pegó contra la pared.

Una Elfa Salvaje salió de un umbral situado justo debajo de ellos. Llevaba un cuenco de plata lleno de fruta. Tarareando una canción entre dientes, cruzó el acceso que conducía al patio, iluminado con minúsculas y chispeantes luces.

Otro sirviente kalanesti se cruzó con la mujer, conversaron un momento y Gil captó la palabra qualinesti que significaba «fiesta». Los dos desaparecieron en el patio.

Gil estaba impresionado. ¿Cómo, en nombre de Paladine, había oído Samar que la mujer se acercaba? Iba descalza, y se movía silenciosa como el viento a excepción del apagado tarareo. Gil miró al guerrero con franca admiración. Samar se disculpaba con la reina en tono quedo.

—Perdonadme, majestad, por mi rudeza.

—No hay nada que perdonar, Samar. Apresurémonos antes de que esa mujer regrese.

Rauda, silenciosamente, los tres descendieron la escalera.

Samar puso la mano en el picaporte de la puerta.

La puerta se abrió, pero no porque el guerrero hubiese accionado el picaporte.

El senador Rashas se hallaba en el umbral.

—¿Qué es esto? —demandó en tono sorprendido mientras su mirada iba del guerrero a Alhana. Su semblante palideció de ira—. ¡Guardias! ¡Prendedlos!

Unos qualinestis, vestidos con el uniforme de la guardia de la ciudad y armados, pasaron precipitadamente junto al senador. Samar desenvainó su arma y se situó delante de la reina, en tanto que los guardias desenfundaban también sus espadas.

Gil no tenía ninguna arma y, de todos modos, no habría sabido qué hacer con ella. La sangre le latía en los oídos; el miedo casi lo había paralizado cuando Rashas apareció. Ese temor se había evaporado, y ahora a Gilthas le ardía la sangre. Se sentía tranquilo y un tanto aturdido, listo para luchar. Sus músculos se tensaron, y el joven se dispuso a saltar…

—¡Deteneos! ¡Esto es una locura!

Alhana se interpuso entre los combatientes. Sus manos, suaves y blancas, asieron la hoja del arma de Samar y apartaron la de la espada del guardia que le amenazaba.

—Samar, baja esa espada —ordenó, hablando en silvanesti, con la voz temblorosa por la emoción y la rabia.

—¡Pero mi reina! —empezó él, suplicante.

—¡Es una orden, Samar! —instó.

Despacio, a regañadientes, el guerrero bajó la espada, pero no la enfundó.

Alhana se volvió hacia Rashas.

El senador se mostraba impasible; su gesto era duro y frío. Los guardias qualinestis, sin embargo, parecían incómodos y bajaron las armas antes de retroceder un paso. Gil miraba de hito en hito la sangre en las manos de la reina y se sintió profundamente avergonzado por su propia ansia de lucha.

—No he sido yo quien ha llevado las cosas a este extremo, milady —manifestó fríamente Rashas—, sino vos. Al intentar escapar, habéis desdeñado el decreto legal del Thalas-Enthia.

—¡Legal! —Alhana lo miró con desprecio—. Soy vuestra reina. ¡No tenéis derecho a retenerme en contra de mi voluntad!

—Ni siquiera una reina está por encima de la ley elfa. Estamos enterados de vuestro tratado secreto, majestad. Sabemos que vos y el traidor Porthios habéis conspirado para vendernos a nuestros enemigos.

Alhana lo miraba sin comprender.

—¿Tratado…?

—El tratado conocido como las Naciones Unificadas —dijo Rashas con sorna—. ¡Un tratado que nos convertiría en esclavos!

—No, senador. ¡No lo entendéis! ¡Lo habéis interpretado mal!

—¿Negáis que habéis sostenido conversaciones en secreto con humanos y enanos?

—No lo niego —repuso Alhana con dignidad—. Las conversaciones tenían que guardarse en secreto. Es un asunto muy delicado; es demasiado peligroso. Están ocurriendo cosas en el mundo que ignoráis. No podéis entender…

—Tenéis razón, milady —la interrumpió Rashas—. No lo entiendo. No entiendo cómo pudisteis vendernos como esclavos, cómo entregasteis nuestra tierra.

—Sois un necio y estáis ciego —dijo Alhana en tono imperioso, sosegado—, pero eso es un tema aparte. Nuestras negociaciones son legales. No rompimos ninguna ley.

—¡Todo lo contrario, milady! —Rashas empezaba a perder la paciencia—. ¡La ley elfa exige que todos los tratados se voten en el Thalas-Enthia!

—Íbamos a presentarla al senado, os lo juro…

—¿Un juramento silvanesti? —Rashas rió con desprecio.

—Perdonadme, mi reina, por mi desobediencia —dijo Samar en voz baja. Cogió a Alhana y la empujó protectoramente hacia los brazos de Gilthas.

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