—Ah, estás pensando en tu esposa —adivinó Dalamar.
—No, sólo pensaba cómo enviarle un mensaje —mintió Tanis, incómodo por ser como un libro abierto—, para que sepa que me encuentro bien y que no se preocupe…
—Sí, por supuesto. —La sonrisa insinuada del hechicero dejaba claro que no se había dejado engañar—. El considerado esposo. Entonces te complacerá saber que ya me he ocupado de eso. Envié a uno de mis sirvientes desde El Cisne Negro , con una nota para tu esposa en la que la informaba que todo iba bien, que tu hijo y tú necesitabais disponer de un tiempo solos. Deberías darme las gracias…
Tanis respondió con unas pocas palabras en Común que no eran, ni en el modo ni en la forma, una expresión de agradecimiento. La sonrisa de Dalamar se ensombreció.
—Repito que deberías darme las gracias. Es posible que haya salvado la vida a Laurana. Si hubiese ido a Qualinost y hubiese intentado intervenir… —Hizo una pausa y después encogió los esbeltos hombros.
Tanis no había dejado de pasear por la habitación y se paró delante del hechicero.
—¿Insinúas que puede correr peligro? ¿Por parte de Rashas y del Thalas-Enthia? No te creo. Por los dioses, estamos hablando de elfos…
—Yo soy elfo, Tanis —adujo quedamente Dalamar—. Y soy el hombre más peligroso que conoces.
Tanis iba a contestar algo, pero la lengua se le quedó pegada al paladar. Sintió la garganta constreñida, impidiéndole respirar. Tragó saliva y después consiguió susurrar con voz ronca:
—¿A qué te refieres? ¿Y cómo sé que puedo confiar en ti?
Dalamar no respondió de inmediato. Pronunció una palabra y una jarra de vino apareció en su mano. Se levantó del sillón y se acercó a una mesa sobre la que había una bandeja de plata y dos copas de cristal de estilizado pie.
—¿Te apetece un poco? Es vino elfo, excelente, de crianza, parte de las reservas de mi antiguo shalafi .
El semielfo estuvo a punto de rehusar. Lo sensato sería rechazar comida o bebida estando retenido en una Torre de la Alta Hechicería, con un Túnica Negra.
Pero la «lógica renovada» le recordó que no llegaría a ningún sitio comportándose con un tonto de remate. Si Dalamar hubiera querido deshacerse de él, lo habría hecho ya a esas alturas. Y además, el hechicero había aludido sutilmente a Raistlin, su shalafi . Hubo un tiempo en que Raistlin y Tanis habían combatido en el mismo bando. Hubo un tiempo en que Dalamar y Tanis habían luchado también en el mismo bando. El elfo oscuro había dicho algo antes acerca de hacer planes.
En silencio, Tanis aceptó la copa de vino.
—Por las viejas alianzas —brindó Dalamar, haciéndose eco de los pensamientos del semielfo. Se llevó el vino a los labios y bebió un pequeño sorbo.
Tanis hizo otro tanto, y después soltó la copa. No le interesaba tener embotada la mente, nublada por la bebida. Esperó en silencio.
Dalamar sostuvo su copa en alto, contemplando el color carmesí del caldo al trasluz del fuego.
—Parece sangre, ¿verdad? —Su mirada se dirigió a Tanis—. ¿Quieres saber lo que se está tramando? Te lo contaré. La Reina Oscura ha vuelto a tomar parte en el juego. Está colocando sus piezas en el tablero, situándolas en posición. Ha alargado la mano, lanzado su seductora llamada. Muchos sienten su roce, muchos oyen su voz. Muchos se están moviendo para hacer su voluntad… sin darse cuenta siquiera de que actúan a su favor.
»Claro que —agregó, burlón—, no te estoy contando nada que no sepas ya, ¿verdad, amigo mío?
Tanis puso gran cuidado en mantener el gesto inexpresivo.
—El alcázar de las Tormentas —continuó el elfo oscuro—. No habrás olvidado tu visita a la fortaleza de Ariakan, ¿verdad?
—¿Por qué me cuentas todo esto? —demandó Tanis—. No estarás pensando en cambiar el color de la túnica, ¿o sí?
Dalamar se echó a reír.
—El blanco no es mi color. No te preocupes, amigo mío. No estoy traicionando ningún secreto de mi reina. Takhisis comprende los errores que cometió en el pasado, y ha aprendido de ellos. No los repetirá. Se mueve despacio, sutilmente, con medios completamente inesperados.
Tanis resopló con sorna.
—¿Estás afirmando que este asunto de mi hijo es todo un plan de su Oscura Majestad?
—Piénsalo, amigo mío —aconsejó el hechicero—. Como seguramente sabes, no siento mucho aprecio por Porthios. Me desterró, humillado y deshonrado, de mi patria. Siguiendo sus órdenes, me taparon los ojos, me ataron de pies y manos, y me transportaron a un carro, como uno de los animales que vosotros los humanos sacrificáis, hasta la frontera de Silvanesti. Allí, con sus propias manos, me arrojó al barro. No lloraría viendo que le pasaba lo mismo.
»Pero incluso yo admito que Porthios es un jefe excelente. Tiene valor y es rápido actuando. También es estricto, inflexible y orgulloso. Pero esas faltas se han atemperado, al paso de los años, con las virtudes de su esposa. —La voz de Dalamar se suavizó.
»Alhana Starbreeze. La veía a menudo en Silvanesti. Yo era de clase baja, y ella… una princesa. Sólo podía admirarla desde lejos, pero no importaba. Estaba un poquito enamorado de ella.
—¿Y qué hombre no lo estaría? —gruñó Tanis, que hizo un gesto impaciente—. Sigue con el razonamiento que quiera que estés haciendo.
—Entonces permíteme que te lo explique. Hablo de una alianza entre las naciones élficas de Qualinesti y Silvanesti con los reinos humanos de Solamnia, Ergoth del Norte y del Sur, y el reino enano de Thorbardin. Laurana y tú habéis trabajado durante casi cinco años para llevar esto a buen puerto, desde tu visita clandestina al alcázar de las Tormentas. Porthios, empujado por Alhana, ha accedido finalmente a firmarla. Habría sido una alianza poderosa.
Dalamar alzó la delicada mano y chasqueó los dedos. Una chispa de fuego azul relumbró alrededor de la blanca piel; una pequeña bocanada de humo flotó en el aire, titiló un instante y después se disipó.
—Se acabó.
—¿Cómo te enteraste? —Tanis lo miraba severamente.
—Pregunta más bien, amigo mío, cómo se enteró el senador Rashas.
El semielfo guardó silencio y después empezó a maldecir entre dientes.
—¿Rashas te dijo que lo sabía? ¿Traicionó a su propio pueblo? No puedo creer algo así, ni siquiera viniendo de Rashas.
—No, al senador todavía le queda una pizca de honor. No es un traidor… aún. Me dio una pobre excusa, pero creo que la verdad es bastante obvia. ¿Cuándo tenían que firmarse los últimos protocolos?
—La próxima semana —respondió amargamente Tanis, con la mirada prendida en las titilantes llamas.
—Ah, ¿ves? —Dalamar volvió a encogerse hombros—. Ahí lo tienes.
Sí, Tanis lo veía claro. Veía a la Reina Oscura susurrando sus palabras de seducción en oídos elfos. El senador Rashas se escandalizaría ante la sugerencia de que estaba siendo seducido por el Mal. A su modo de entender, actuaba sólo con un buen propósito, por el bien de los elfos, para mantenerlos a salvo, aislados, aparte del resto del mundo.
Tanto trabajo, tanto esfuerzo, todas esas horas interminables de viajar de un lado para otro, todas las difíciles negociaciones, el convencer a los caballeros para que confiaran en los elfos, convencer a los enanos de que confiaran en los ergothianos, convencer a los elfos de que confiaran en todos los demás. Todo en vano, desaparecido en una bocanada de humo.
Y lord Ariakan y sus temibles Caballeros de Takhisis haciéndose más y más fuertes a cada momento.
Aquello era un duro golpe a sus esperanzas de paz, mas, en ese momento, en lo único que Tanis era capaz de pensar era en su hijo. «¿Estará a salvo Gilthas? ¿Se encontrará bien? ¿Sabrá las maquinaciones de Rashas? ¿Qué hará si lo descubre?».
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