Margaret Weis - Los Caballeros de Neraka

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Han transcurrido casi cuarenta años desde la devastadora Guerra de Caos, cuando los dioses abandonaron Krynn. Dragones crueles y poderosos se han repartido el dominio del continente de Ansalon y exigen tributo a los pueblos que han esclavizado.
Sin embargo, para bien o para mal, un cambio se avecina en el mundo. Una violenta tormenta mágica azota Ansalon y ocasiona inundaciones, incendios, muerte y destrucción. En medio del caos desatado surge una joven misteriosa cuyo destino está estrechamente vinculado al de Krynn, ya que sólo ella conoce la verdad sobre el futuro. Un futuro que está relacionado de manera inextricable con un misterio aterrador del pasado de Krynn.

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Era categórico en su postura, aunque le preocupaba mucho. Solace era una villa próspera, más grande que Haven en la actualidad, y el tributo exigido era muy alto. La esposa de Caramon, Tika, le había hecho notar que su parte debían compensarla los otros ciudadanos para completar la suma total, lo cual significaba una carga extra y apuros para el resto. Caramon comprendió lo acertado del razonamiento de su mujer y finalmente se le ocurrió la original idea de gravarse a sí mismo con un impuesto, uno que sólo pagaba la posada; esa recaudación, bajo ningún concepto, iba a parar a manos de la hembra Verde, sino que se utilizaba para ayudar a aquellos que pasaban penurias por tener que pagar lo que se había dado en llamar «impuesto dragontino».

La gente de Solace pagaba un extra de impuestos, las autoridades se la reembolsaban de la contribución de Caramon, y el tributo llegaba de acuerdo con lo exigido al dragón.

Si hubiesen sabido cómo conseguir que Caramon cerrara la boca sobre aquel peliagudo tema, lo habrían hecho, ya que el posadero seguía manifestando sin reparos su odio hacia los dragones y expresando su opinión de que «si se uniesen todos podrían sacarle un ojo a Beryl con una Dragonlance». De hecho, cuando la ciudad de Haven fue atacada por la Verde unas pocas semanas antes —obviamente por no cumplir con los pagos— los principales de Solace visitaron a Caramon y le rogaron de rodillas que dejase de hacer esas arengas instigadoras.

Impresionado por el miedo y la consternación evidentes de aquellos hombres, Caramon accedió a poner freno a su retórica, y los prohombres se marcharon muy contentos. El posadero cumplió lo acordado, pues expresaba su punto de vista en un tono moderado muy distinto a la atronadora indignación con que se explayaba antes.

Esa mañana repetía sus opiniones poco ortodoxas a su compañero de desayuno, el joven solámnico.

—Una tormenta terrible, señor —dijo, tras saludar, el caballero mientras se sentaba enfrente de Caramon.

Un grupo de compañeros de la Orden desayunaban en otra mesa de la posada, pero Gerard Uth Mondor apenas les prestó atención; ellos, por su parte, no le hicieron el menor caso.

—Augura la llegada de malos tiempos, en mi opinión —se mostró de acuerdo Caramon, acomodando su corpachón en el banco de madera y respaldo alto, cuyo asiento estaba brillante y pulido por el roce del trasero del anciano—. Pero en conjunto me resultó estimulante.

—¡Padre! —exclamó Laura, escandalizada. Soltó bruscamente sobre la mesa un plato con filete de vaca y huevos para su padre, y un cuenco con gachas de avena para el caballero—. ¿Cómo puedes decir tal cosa? Ha habido muchos heridos y casas que han estallado en pedazos, por lo que me han contado.

—No es eso lo que quise decir —protestó, contrito, el posadera—. Lamento mucho lo de los heridos, naturalmente, pero ¿sabes?, se me ocurrió en medio de la noche que esa tormenta debía de estar sacudiendo el cubil de Beryl a base de bien, y que quizás incluso le prendiera fuego y obligaría a esa vieja zorra a salir de él. A eso me refería. —Dirigió una mirada preocupada al cuenco de avena del joven caballero—. ¿Estás seguro de que es suficiente comida, Gerard? Laura podría prepararte unas patatas...

—Gracias, señor, es lo que acostumbro tomar de desayuno —contestó Gerard como hacía todos los días en respuesta a la misma pregunta.

El anciano suspiró. Había llegado a apreciar al joven, pero Caramon no entendía que la gente no disfrutase comiendo. Una persona que no gozaba saboreando las famosas patatas picantes de Otik tampoco gozaba de la vida. Una única vez en su vida el viejo posadero había perdido el gusto por comer, y fue a raíz de la muerte de su amada esposa Tika, varios meses antes. Caramon se había negado a ingerir un solo bocado durante días, con gran preocupación de toda la ciudad; hubo una febril actividad culinaria entre los vecinos con la intención de preparar algo que tentara su apetito.

No comía, no hablaba, no hacía nada. Deambulaba sin ton ni son por la villa o se sentaba mirando fijamente a través de las cristaleras de colores de la posada, el lugar donde había conocido a una chiquilla pelirroja, una mocosa impertinente y latosa que llegó a ser su compañera de armas, su amante, su amiga, su salvación. No derramaba lágrimas por ella; no visitaba su tumba debajo de los vallenwoods; no dormía en el lecho compartido tantos años; no quiso escuchar los mensajes de condolencia enviados por Laurana y Gilthas desde Qualinesti, ni el de Goldmoon desde la Ciudadela de la Luz.

Caramon perdió peso, las carnes se le descolgaron y su piel adquirió un matiz grisáceo.

—Seguirá pronto a Tika —decían los lugareños.

Y seguramente habría ocurrido así de no ser porque un día un chiquillo, uno de los niños refugiados, se cruzó con Caramon mientras éste deambulaba sin rumbo por la ciudad. El pequeño se plantó enfrente del viejo posadero y le tendió un trozo de pan.

—Tomad, señor —ofreció—. Mi madre dice que si no coméis nada, moriréis, y entonces ¿qué será de nosotros?

Caramon miró al chiquillo con sorpresa. Luego se arrodilló, abrazó al pequeño y empezó a sollozar de modo incontrolable. Se comió el pan, hasta la última miga, y esa noche durmió en la cama que había compartido con Tika. A la mañana siguiente llevó flores a su tumba y tomó un desayuno lo bastante abundante para saciar a tres hombres. Volvió a sonreír y a reír, pero en aquellos gestos se advertía algo nuevo, algo que antes no había. No era tristeza, sino una impaciente nostalgia.

A veces, cuando se abría la puerta de la posada, dirigía la mirada hacia el luminoso cielo azul visible al otro lado del vano, y susurraba muy, muy quedo:

—Enseguida voy, querida, no te impacientes. No tardaré mucho.

Gerard Uth Mondor se tomó las gachas de avena con rapidez, sin saborearlas realmente. Las comía tal cual, negándose a sazonarlas con canela o azúcar moreno, y ni siquiera les echaba sal. La comida alimentaba su cuerpo, y ése era su único propósito. Se tomó las gachas, pasando la espesa e insípida masa con sorbos de té oscuro, mientras escuchaba a Caramon hablar sobre el horrible portento de la tormenta.

Los otros caballeros pagaron la cuenta y se marcharon, deseando un buen día a Caramon al pasar junto a su mesa, pero sin decir nada a su compañero. Gerard no pareció reparar en el detalle y continuó llevando cucharadas de gachas del cuenco a su boca.

El viejo posadero observó la marcha de los caballeros e interrumpió su relato en mitad de la descarga de un rayo.

—Agradezco el gesto de que compartas un rato con un viejo carcamal como yo, Gerard, pero si quieres desayunar con tus amigos...

—No son mis amigos —contestó el joven sin amargura ni rencor, sino exponiendo un hecho, simplemente—. Me gusta mucho más comer con un hombre que posee buen sentido común y sabiduría. —Levantó la taza de té en un saludo a Caramon.

—El caso es que pareces... —El viejo posadero hizo una pausa y masticó enérgicamente un trozo de filete—. Estar muy solo —concluyó, farfullando al tener llena la boca. Tragó y pinchó otro trozo con el tenedor—. Deberías tener novia o... esposa o algo.

Gerard soltó un resoplido.

—¿Y qué mujer se fijaría en un hombre con una cara como la mía? —Miró con desagrado su imagen reflejada en la pulida superficie de la jarra de peltre.

Era feo y eso no podía negarse. Una enfermedad infantil había dejado su rostro marcado de señales y cicatrices. Se había roto la nariz en una pelea con un vecino, cuando tenía diez años, y el cartílago se había regenerado ligeramente torcido. Tenía el cabello de color amarillo, no rubio ni dorado, sino llana y simplemente amarillo, como la paja. Y también tenía su textura, de manera que no le caía liso, sino que se alzaba tieso en cualquier dirección si se lo dejaba. Para evitar tener el aspecto de un espantapájaros, que había sido su mote de muchacho, Gerard lo llevaba lo más corto posible.

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