El único rasgo correcto de su rostro eran los ojos, que tenían un sorprendente —y algunos dirían alarmante— color azul. Debido a que rara vez había calidez alguna tras aquellos ojos, y porque siempre se enfocaban en su objetivo con intensidad, sin pestañear, tendían más a repeler a la gente que a atraerla.
—¡Bah! —Caramon desestimó belleza y encanto haciendo un gesto con su tenedor—. A las mujeres no les importa que un hombre sea más o menos guapo. Lo que quieren es un hombre con honor, valiente. Un joven caballero de tu edad... ¿Cuántos años tienes?
—Veintiocho, señor. —Gerard terminó las gachas y apartó el cuenco a un lado—. Veintiocho años aburridos y desperdiciados.
—¿Aburridos? —repitió, escéptico, el viejo posadero—. ¿Siendo un caballero? Yo mismo tomé parte en unas cuantas guerras, y a las batallas se las puede calificar de un montón de maneras, pero jamás aburridas, según recuerdo.
—Nunca he estado en una batalla, señor —dijo Gerard, y ahora sí que había amargura en su tono. Se puso de pie y dejó una moneda sobre la mesa—. Si me disculpáis, entro de servicio en la tumba. Hoy es el Día del Solsticio Vernal y, consecuentemente, fiesta, por lo que esperamos gran afluencia de alborotadores y destructivos kenders. Se me ha ordenado que me presente una hora antes en mi puesto. Os deseo un día feliz, señor, y gracias por vuestra compañía.
Inclinó la cabeza con fría formalidad, giró sobre sus talones como si ya se encontrase realizando la marcha lenta y solemne ante la tumba, y se encaminó hacia la puerta de la posada. Caramon escuchó sus pasos descendiendo la larga escalera en espiral que llevaba al pie del vallenwood más grande de Solace, entre cuyas ramas descansaba el edificio.
El anciano se recostó cómodamente en el banco, disfrutando de los cálidos rayos de sol que penetraban por los cristales de colores. Con el estómago lleno, se sentía contento. Fuera, la gente se afanaba en limpiar tras la tormenta, retirando ramas caídas de los árboles, aireando las casas húmedas, extendiendo paja por el suelo embarrado. Por la tarde la gente se pondría sus mejores ropas y se adornaría el cabello con flores para celebrar el día más largo del año con bailes y banquetes. Caramon vio a Gerard caminando por el barro, con la espalda tan recta y estirada como el cuello, sin prestar la menor atención a cuanto lo rodeaba, en dirección a la Tumba de los Últimos Héroes. El anciano siguió observándolo hasta que finalmente lo perdió de vista entre la multitud.
—Es un tipo raro —dijo Laura mientras recogía el cuenco vacío y se guardaba la moneda—. Me pregunto cómo puedes comer con él, padre, con esa cara que agria la leche.
—Su cara es algo que él no puede remediar, hija —replicó con severidad Caramon—. ¿Quedan huevos?
—Ahora mismo te traigo más. No te imaginas qué alegría es para mí verte comer con ganas otra vez. —Laura hizo una pausa en su trabajo para besar a su padre en la frente—. En cuanto a ese joven, no es su cara lo que lo hace feo. En mis tiempos amé a hombres mucho menos atractivos. Es su actitud arrogante, orgullosa, lo que causa el rechazo de la gente. Se cree mejor que los demás, ni más ni menos. ¿Sabías que pertenece a una de las familias más ricas de Palanthas? Según dicen, su padre financia prácticamente la caballería. Y ha pagado muy bien para que a su hijo lo destacaran aquí, en Solace, lejos de los combates de Sanction y otros lugares. No es de extrañar que los demás caballeros no lo respeten.
Laura se dirigió a la cocina para volver a llenar el plato de su padre. Caramon siguió con la mirada a su hija, estupefacto. Había desayunado con el joven todos los días durante los dos últimos meses y no tenía ni idea de todo eso. En ese tiempo había surgido entre ambos lo que él consideraba una estrecha relación, y ahora resultaba que Laura, quien no había hablado con el caballero más que para preguntarle si quería azúcar en el té, conocía la historia de su vida.
—Mujeres —rezongó el anciano entre dientes, disfrutando del cálido sol—. Soy más viejo que un carcamal y todavía me sorprenden como si tuviese dieciséis años. Nunca las entendí y sigo sin entenderlas.
Laura regresó con un plato a rebosar de huevos y patatas picantes, le dio otro beso a su padre y se marchó para seguir con sus tareas cotidianas.
—Ah, pero cuánto se parece a su madre —musitó cariñosamente Caramon, que atacó el segundo plato de huevos con entusiasmo.
Gerard Uth Mondor también pensaba en las mujeres mientras caminaba sobre el barrizal. El caballero se habría mostrado de acuerdo con Caramon en que las mujeres eran criaturas incomprensibles para los hombres. A Caramon, sin embargo, le gustaban, mientras que a Gerard no le agradaban ni confiaba en ellas. Una vez, cuando tenía catorce años y acababa de recuperarse de la enfermedad que había malogrado su apariencia, una muchacha de la vecindad se había reído de él y lo había llamado «cara picosa».
Cuando su madre lo sorprendió tragándose las lágrimas, lo consoló y le dijo: «No hagas caso a esa estúpida mocosa, hijo mío. Algún día las mujeres te amarán». Aunque luego había añadido distraídamente, como una coletilla: «Eres muy rico, después de todo».
Catorce años más tarde, seguía despertándose en plena noche oyendo la risa aguda y burlona de la chica, y su alma se encogía de vergüenza y humillación. Oía el consejo de su madre y el azoramiento daba paso a la rabia, una rabia que se volvía más ardiente porque las palabras de su madre habían resultado vaticinadoras. La «estúpida mocosa» se le había insinuado descaradamente cuando tenían dieciocho años y se había dado cuenta de que el dinero hacía que el hierbajo más feo pareciese bello como una rosa. Había disfrutado enormemente rechazándola con desprecio. Desde aquel día había sospechado que cualquier mujer que lo miraba con el mínimo interés calculaba para sus adentros su fortuna mientras enmascaraba su desagrado con sonrisas dulces y aleteos de pestañas.
Consciente de la máxima de que el mejor ataque es una buena defensa, Gerard había levantado alrededor de sí una excelente barrera, un parapeto repleto de erizadas estacas, bien surtido de calderos de comentarios corrosivos, con las torres ocultas en una nube de talante sombrío y rodeado por un foso de hosco resentimiento.
Su parapeto resultó extremadamente eficaz para mantener alejados a los nombres también. El comadreo de Laura se acercaba más a la realidad que la mayoría de los que corrían por la ciudad. Gerard pertenecía ciertamente a una de las familias más ricas de Palanthas, quizás incluso de todo Ansalon. Antes de la Guerra de Caos, el padre de Gerard, Mondor Uth Alfric, era el dueño de uno de los astilleros más prósperos de Palanthas. Previendo el aumento de poder e influencia de los caballeros negros, sir Mondor, con muy buen juicio, había convertido todas las propiedades que pudo en monedas de acero y se trasladó con su familia a Ergoth del Sur, donde volvió a empezar con su negocio de construcción y reparación de barcos, un negocio que empezaba a prosperar.
Sir Mondor era una figura de mucho peso en la Orden. Contribuía con más dinero que nadie al mantenimiento de la caballería, y se había ocupado de que su hijo se convirtiese en caballero y que se le destinase al puesto mejor y más seguro. Mondor nunca preguntó a Gerard qué esperaba de la vida; dio por sentado que deseaba entrar en la Orden, y también el hijo lo dio por sentado hasta la misma noche que velaba sus armas, horas antes de la ceremonia de investidura. Tuvo una visión, pero no una de gloria y honor ganados en batalla, sino de una espada oxidándose en su vaina, de llevar y traer mensajes y de ser destacado para hacer guardia sobre polvo y cenizas que no necesitaban custodia.
Читать дальше