Solace no salió tan mal parada como otras partes de Ansalon, aunque la turbonada pareció centrar su ataque sobre esa villa con particular saña. Los poderosos vallenwoods demostraron ser tenazmente resistentes a los devastadores rayos que los golpearon una y otra vez. Las copas de los árboles se prendieron fuego y ardieron, pero las llamas no se propagaron a las ramas inferiores. Los fuertes brazos de los vallenwoods se zarandearon con el vendaval, pero sostuvieron con firmeza los hogares construidos entre ellos y que estaban a su cuidado. Los arroyos crecieron y se desbordaron por los campos, pero las inundaciones no afectaron a casas y graneros.
La Tumba de los Últimos Héroes, una hermosa construcción de piedra blanca y negra que se alzaba en un claro a las afueras de la villa, sufrió grandes daños. El rayo había alcanzado uno de los chapiteles, que se hizo pedazos y sembró de grandes fragmentos de mármol el prado.
Pero los peores daños se registraron en las toscas e improvisadas casas de los refugiados de las tierras del sur y del oeste, las cuales habían sido liberadas hacía sólo un año pero que ahora empezaban a caer bajo el dominio de la gran hembra de Dragón Verde, Beryl.
Años atrás, los grandes dragones que habían luchado para hacerse con el control de Ansalon habían llegado a una precaria tregua. Al caer en la cuenta de que las batallas los estaban debilitando, los reptiles acordaron conformarse con el territorio que cada uno de ellos había conquistado y no combatir entre sí para apoderarse de más. El pacto se había mantenido durante años, pero en los últimos tres Beryl había notado que sus poderes mágicos empezaban a declinar. Al principio, creyó que se lo imaginaba pero, a medida que pasaba el tiempo, se convenció de que algo iba mal.
Beryl culpó a la hembra Roja, Malys, de la pérdida de su magia, dando por sentado que se trataba de una intriga perpetrada por su congénere, más grande y poderosa que ella. También echó la culpa a los magos humanos, que se escondían en la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth. En consecuencia, Beryl había empezado a expandir su control sobre las tierras de los humanos de manera gradual. Avanzaba despacio para no atraer sobre sí la atención de Malys, a quien no le importaría si algunos pueblos o ciudades ardían o eran saqueados. La ciudad de Haven era una de las que habían caído en poder de Beryl recientemente. Solace permanecía indemne, por el momento, aunque la Verde tenía puestos los ojos en ella. Había ordenado cerrar las vías principales que conducían a la villa para que los habitantes sintiesen su presión mientras ella ganaba tiempo.
Los refugiados que habían conseguido escapar de Haven y de las tierras colindantes antes de que las calzadas fuesen cerradas habían multiplicado por tres la población de Solace. Llegaron con sus pertenencias envueltas en fardos cargados a la espalda o amontonadas en carros, y fueron alojados en lo que los padres de la villa designaban como «alojamientos temporales». Las casuchas sólo servían realmente para una temporada, pero la avalancha de refugiados se había convertido, por desgracia, en población permanente.
La primera persona en llegar al campamento de refugiados la mañana siguiente a la tormenta fue Caramon Majere, que conducía una carreta cargada con comida, madera para reparaciones, leña para el fuego y mantas.
Caramon era un hombre muy anciano; nadie sabía cuántos años tenía exactamente, pues él mismo había perdido la cuenta. Era lo que en Solamnia llamaban un «respetable mayor». La edad le había llegado como un enemigo honorable, de frente y saludándolo, no acercándose sigilosa para apuñalarlo por la espalda o robarle las entendederas. Saludable y campechano, el corpachón orondo pero aún erguido («Es imposible que me encorve. La barriga no me lo permite», solía decir con una estruendosa carcajada), Caramon era el primero de su casa en levantarse y salía cada mañana a cortar leña para los fogones o a subir los pesados barriles de cerveza escaleras arriba.
Sus dos hijas se ocupaban de las tareas cotidianas de la posada El Último Hogar —era la única concesión que Caramon hacía a su edad—, pero él seguía atendiendo en el mostrador y todavía relataba sus historias. Laura dirigía la posada, en tanto que Dezra, a quien le atraía la aventura, viajaba a los mercados de Haven y otras poblaciones buscando el mejor lúpulo para la cerveza, miel para la famosa hidromiel e incluso el aguardiente enano, que traía desde Thorbardin. En el momento en que Caramon ponía los pies en la calle, lo rodeaba un enjambre de niños de Solace que lo llamaban «Yayo» y que se peleaban por montarse en sus anchos hombros o le pedían que les contase cuentos de antiguos héroes. Los refugiados lo consideraban un amigo, ya que casi con toda seguridad no habrían tenido alojamientos si Caramon no hubiese donado la madera y supervisado la construcción. En la actualidad, el anciano estaba metido en un proyecto de construcción de viviendas permanentes a las afueras de Solace, presionando, engatusando e intimidando a las recalcitrantes autoridades para que actuaran. Caramon Majere no podía caminar por Solace sin que lo saludaran cada dos por tres y bendijeran su nombre.
Después de atender a los refugiados, Caramon recorrió el resto de la villa para asegurarse de que todo el mundo se encontraba bien y a salvo, levantando el ánimo a la gente, muy decaída tras la terrible noche. Acto seguido fue a desayunar, como hacía últimamente, con un Caballero de Solamnia, un hombre que le recordaba a sus dos hijos mayores, muertos en la Guerra de Caos.
En cuanto hubo acabado ese conflicto, los caballeros solámnicos habían establecido una guarnición en Solace. Al principio era reducida, ya que su propósito era mantener una guardia de honor en la Tumba de los Últimos Héroes. Sin embargo, con el paso del tiempo había crecido lo suficiente para frenar la amenaza de los grandes dragones, que eran ahora los dirigentes reconocidos, aunque odiados, de la mayor parte de Ansalon.
Mientras los humanos de Solace y de otras ciudades y territorios bajo su control siguieran pagando tributo a Beryl, ésta les permitía conservar la vida y dejaba que continuaran generando riquezas, ya que de ese modo también crecía la cuantía de la gabela. A diferencia de los dragones del Mal de épocas anteriores, los cuales disfrutaban incendiando, saqueando y matando, Beryl había descubierto que arrasar ciudades no generaba beneficios. Los muertos no pagaban impuestos.
Había muchos que se preguntaban el motivo de que Beryl y sus congéneres codiciaran riquezas y exigiesen tributos, habida cuenta de su inmenso poder mágico. Beryl y Malys eran criaturas astutas. Sabían que si actuaban con excesiva rapacidad y crueldad gratuita, la desesperación impulsaría a las gentes de Ansalon a rebelarse y a marchar contra ellas para intentar destruirlas. Tal como estaban las cosas, para la mayoría de los humanos la vida bajo el dominio de los dragones resultaba relativamente cómoda.
A algunos les ocurrían cosas malas, pero era gente que sin duda se lo merecía. ¿Qué les importaba a los humanos si cientos de kenders morían o eran expulsados de sus hogares o si se torturaba o encarcelaba a los qualinestis rebeldes? Beryl y Malys tenían secuaces y espías en todas las ciudades y pueblos humanos; su propósito era fomentar la discordia, el odio y la desconfianza, así como asegurarse de que nadie intentara escamotear ni un céntimo a los dragones.
Caramon Majere era uno de los pocos que expresaba sin rodeos su rechazo a pagar un tributo a los reptiles y que, de hecho, se negaba a hacerlo.
—Esos demonios no sacarán provecho de una sola gota de mi cerveza —manifestaba acaloradamente a cualquiera que le preguntase, cosa que rara vez ocurría puesto que cabía la posibilidad de que alguno de los espías de Beryl estuviese anotando nombres.
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