—Hijo mío —empezó, y en su voz no había emoción ni sentimiento—, he tomado una decisión.
Silvanoshei se volvió para mirar a su madre. Hija de Lorac, el infortunado rey de los silvanestis que casi había provocado la destrucción de su pueblo, Alhana Starbreeze había asumido la responsabilidad de enmendar los errores de su padre y redimir a su pueblo. Y por el hecho de haber procurado unirlo con sus parientes, los qualinestis, por haber respaldado alianzas con los humanos y los enanos, fue repudiada, desterrada por aquellos silvanestis que defendían que sólo manteniéndose desligados de todo y aislados del resto del mundo podrían salvarse ellos y su cultura.
Según los cómputos elfos, Alhana se encontraba en la madurez de la edad adulta, muy lejos todavía del inicio de la decadencia física, y otro tanto ocurría con su belleza; estaba increíblemente hermosa, más que en ningún otro momento de su vida. Su cabello era tan negro como las profundidades del océano, donde no llegan los rayos del sol. Sus ojos, antaño de color violeta, se habían vuelto más profundos y oscuros, como si los hubiesen matizado la desesperación y el dolor que veían de manera constante. Su belleza era un sufrimiento para quienes la contemplaban, no una bendición. Al igual que la legendaria Dragonlance, cuyo descubrimiento ayudó a alcanzar la victoria en un mundo atribulado, la elfa daba la impresión de encontrarse empotrada en un bloque de hielo. Si se rompía ese hielo, si se hacía añicos la barrera protectora que había erigido alrededor, también ella se quebraría.
Sólo su hijo tenía el poder de derretir el hielo, de llegar al interior y tocar la calidez de la mujer que era madre, no reina. Pero ahora la primera había desaparecido y únicamente quedaba la segunda. La mujer que se encontraba ante él, fría y severa, era su soberana. Sobrecogido, humilde, consciente de su estúpido comportamiento, se hincó de rodillas a sus pies.
—La siento, madre —dijo—. Te obedeceré. Dejaré...
—Príncipe Silvanoshei —lo interrumpió la reina en un tono que el joven reconoció como el que utilizaba en la corte y que jamás había usado con él. No supo si alegrarse por ello o llorar por algo perdido irrevocablemente—. El comandante Samar necesita un mensajero que corra hasta el puesto avanzado de la Legión de Acero. Irás tú y les informarás de nuestra situación desesperada. Dile al caballero coronel que planeamos retirarnos luchando, y que debería reunir a sus tropas y cabalgar hasta el cruce de caminos para encontrarse allí con nosotros, atacando a los ogros por el flanco derecho. En el momento en que sus caballeros ataquen, interrumpiremos la retirada y defenderemos nuestra posición. Tendrás que viajar deprisa a través de la noche y la tormenta. Que nada te detenga, Silvan, pues este mensaje debe llegar a su destino.
—Lo entiendo, mi reina —contestó Silvan. El joven se puso de pie, el rostro encendido de orgullo, la emoción por el peligro enardeciendo su sangre—. No os fallaré ni a ti ni a mi pueblo. Y te doy las gracias por confiar en mí.
Alhana tomó la cara del joven entre sus manos; estaban tan frías que Silvan no pudo reprimir un escalofrío. Luego lo besó en la frente. Sus labios quemaban como el hielo, y la sensación le llegó hasta el corazón. A partir de aquel instante, siempre sentiría ese beso. Se preguntó si los pálidos labios no habrían dejado una marca indeleble en su piel.
El profesionalismo escueto de Samar llegó como un alivio.
—Conoces la ruta, príncipe Silvan —dijo el oficial elfo—. Viniste por ella hace sólo dos días. La calzada se encuentra a un par de kilómetros hacia el sur, y aunque no habrá estrellas que te guíen, el viento sopla del norte, así que mantén el viento a tu espalda e irás en la dirección correcta. La calzada corre de este a oeste, en línea recta, de modo que inevitablemente se cruzará en tu camino. Cuando llegues a ella, dirígete hacia el oeste. La tormenta quedará a tu derecha. Deberías hacer el recorrido en un buen tiempo, ya que no es necesario el sigilo porque el sonido de la batalla ocultará tus movimientos. Buena suerte, príncipe Silvanoshei.
—Gracias, Samar —contestó Silvan, conmovido y complacido. Por primera vez en su vida el oficial elfo le había hablado como a un igual, incluso con un ligero respeto—. No os fallaré ni a ti ni a mi madre.
—No le falles a tu pueblo —repuso Samar.
Tras dirigir una última mirada y una sonrisa a su madre —una sonrisa que ella no devolvió—, Silvan giró sobre sus talones y salió de la cripta, encaminándose hacia los árboles. No había llegado muy lejos cuando oyó la voz de Samar gritando una orden.
—¡General Aranoshah! ¡Situad dos formaciones de espadachines a la izquierda y otras dos a la derecha! Hay que mantener en reserva nuestras unidades aquí, con su majestad, en caso de que abran brecha en las líneas.
¡Abrir brecha! Eso era imposible. Las líneas aguantarían. Tenían que aguantar. Silvan se detuvo y miró hacia atrás. Los elfos habían empezado a entonar su canto de guerra, una música dulce e inspiradora que sonó por encima del brutal cántico de los ogros. Aquello lo animó, y acababa de reanudar la marcha cuando una bola de fuego, de un color blanco azulado y cegadora, estalló a la izquierda de la colina. El proyectil rodó ladera abajo, en dirección a los túmulos funerarios.
—¡Disparad a la izquierda! —bramó Samar.
Los arqueros tuvieron un instante de desconcierto, sin comprender cuáles era sus blancos, pero los oficiales se las ingeniaron para situarlos en la dirección correcta. La bola de fuego alcanzó otro trozo de la barrera, prendió fuego a los espinos y siguió rodando y sembrando llamas a su paso. Al principio Silvan creyó que los proyectiles eran mágicos y se preguntó qué podían hacer los arqueros contra eso, pero entonces vio que las bolas eran grandes balas de heno que los ogros empujaban colina abajo. Alcanzaba a divisar sus enormes corpachones perfilados contra las danzantes llamas. Los ogros manejaban largos palos que utilizaban para mover y empujar las enormes balas de paja prendidas.
—¡Esperad mi orden! —gritó Samar, pero los elfos estaban nerviosos y varias flechas surcaron el aire hacia el ardiente heno—. ¡No, maldita sea! —chilló, enfurecido, Samar—. ¡Todavía no están a tiro! ¡Esperad la orden!
Un trueno ahogó sus palabras, y los otros arqueros, al ver que sus compañeros disparaban, lanzaron la primera andanada. Las flechas surcaron el aire en un arco, a través de la noche impregnada de humo. Tres de los ogros que empujaban las balas de heno incendiadas cayeron, pero las restantes flechas se quedaron cortas.
—Sin embargo, pronto los detendrán —se dijo Silvan.
Un coro de aullidos, semejante al de un millar de lobos lanzándose sobre su presa, sonó en el bosque, cerca de los arqueros elfos. Silvan miró sobresaltado, creyendo que los propios árboles habían cobrado vida.
—¡Girad posición y disparad al frente! —bramó Samar, desesperado.
Los arqueros no lo oían con el rugido de las llamas. Demasiado tarde, los oficiales se percataron del repentino movimiento en los árboles, al pie de la colina. Una línea de ogros emergió en el claro y cargó contra la barrera de espino que cubría a los arqueros. Las llamas habían debilitado la protección, y los ogros se lanzaron en la ardiente masa de ramas y palos, abriéndose paso a empujones. Las chispas caían sobre sus enmarañadas matas de pelo y sus barbas, pero los ogros, en el frenesí de la batalla, no hicieron caso del dolor de las quemaduras y siguieron avanzando.
Atacados ahora por el frente y por la retaguardia, los arqueros elfos tantearon desesperadamente las aljabas para reponer las flechas e intentar disparar otra andanada antes de que los ogros se acercasen más, mientras las balas de paja ardientes se precipitaban sobre ellos. Los elfos no sabían a qué enemigo enfrentarse primero; algunos perdieron los nervios en medio del caos. Samar bramaba órdenes, y los oficiales bregaban para controlar a sus tropas. Por fin se disparó la segunda andanada de flechas, algunas contra las balas de paja y otras contra los ogros que cargaban por su flanco.
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