Margaret Weis - Los Caballeros de Neraka

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Los Caballeros de Neraka: краткое содержание, описание и аннотация

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Han transcurrido casi cuarenta años desde la devastadora Guerra de Caos, cuando los dioses abandonaron Krynn. Dragones crueles y poderosos se han repartido el dominio del continente de Ansalon y exigen tributo a los pueblos que han esclavizado.
Sin embargo, para bien o para mal, un cambio se avecina en el mundo. Una violenta tormenta mágica azota Ansalon y ocasiona inundaciones, incendios, muerte y destrucción. En medio del caos desatado surge una joven misteriosa cuyo destino está estrechamente vinculado al de Krynn, ya que sólo ella conoce la verdad sobre el futuro. Un futuro que está relacionado de manera inextricable con un misterio aterrador del pasado de Krynn.

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Tasslehoff se esforzó por hacer lo que le indicaba, aunque permanecer inmóvil era extremadamente difícil. Se encontraba en el sendero, en el centro del laberinto, manteniendo un precario equilibrio sobre el pie izquierdo, mientras sostenía en vilo la pierna derecha en una postura absolutamente incómoda, con el pie unido a una rama de los setos por el extremo del hilo de su calcetín deshecho. El calcetín había menguado bastante de tamaño, y el hilo de color crema se extendía por el sendero, a través del laberinto.

El plan del gnomo de utilizar los calcetines había tenido un resultado brillante, aunque Acertijo suspiraba para sus adentros a causa de que entre los medios por los cuales iba a conseguir trazar el mapa del laberinto no se incluían los engranajes, poleas, ejes, botones y ruedas que tanto confortaban a la mente científica.

Tener que describir el maravilloso mecanismo por el que había cumplido su Misión en la Vida como «dos calcetines, lana» era un golpe terrible. Había pasado la noche intentando discurrir un modo de añadir energía de vapor, con el resultado de que desarrolló planes para hacer raquetas para caminar por la nieve, con las cuales no sólo se andaba muy deprisa sino que mantenían calientes los pies. Pero eso no ayudaba en nada a su Misión en la Vida.

Finalmente, Acertijo se vio obligado a proceder con el sencillo plan que había ideado al principio, aunque reflexionó que siempre podía embellecer el proceso de ejecución en el informe final. Empezaron a trabajar muy temprano, antes del amanecer. Acertijo situó a Tasslehoff en la entrada del laberinto, ató un extremo del calcetín del kender a una rama del seto y luego indicó a Tas que caminara paseo adelante. El calcetín se destejía sin problemas, dejando atrás una línea de color cremoso. Cada vez que Tasslehoff se equivocaba en un giro y llegaba a un callejón sin salida, volvía sobre sus pasos mientras hacía un ovillo con el hilo hasta regresar al giro correcto del sendero, el cual los conducía progresivamente al centro del laberinto.

Siempre que daban con el giro correcto, Acertijo se tumbaba en el suelo y señalaba la ruta en su mapa. Con aquel método había llegado más lejos que en cualquiera de sus anteriores intentos. Siempre y cuando aguantara el suministro de hilo de los calcetines, el gnomo estaba seguro de que tendría el laberinto total y correctamente trazado en mapa al final del día.

En cuanto a Tasslehoff, no se mostraba tan alegre y complacido como podría esperarse de alguien que estaba a punto de lograr un maravilloso avance científico. Cada vez que metía la mano en un bolsillo, tocaba las punzantes aristas de las gemas y la dura superficie del ingenio para viajar en el tiempo. Más que sospechar, casi estaba convencido de que el ingenio le estaba dando la lata a propósito apareciendo en sitios y bolsillos donde sabía con certeza que no estaba allí diez minutos antes. Metiera donde metiera las manos, el ingenio lo pinchaba o lo incordiaba.

Cada vez que ocurría aquello, era como si el dedo huesudo de Fizban le diera golpecitos para recordarle su promesa de regresar de inmediato.

Ni que decir tiene que, por costumbre, el kender había considerado las promesas tan inquebrantables como un hilo de seda o una telaraña, es decir, lo bastante firmes para retener mariposas, pero poco más. Normalmente, a cualquiera que confiara en la promesa de un kender se lo consideraría chiflado, inestable, incompetente y lunático, descripciones todas ellas que le iban a Fizban como anillo al dedo. Al kender no le habría preocupado en absoluto romper una promesa que, para empezar, no tenía la menor intención de cumplir y que suponía que Fizban lo sabía de sobra, de no ser por lo que Palin había dicho sobre su funeral; el de Tasslehoff, se entiende.

Aquel panegírico exequial parecía indicar que Fizban esperaba que Tas cumpliera su promesa. Y lo hacía porque Tas no era un kender normal, sino uno valiente, arrojado y —qué término tan terrible— honorable.

Tasslehoff examinó el honor por arriba y por abajo, desde dentro hacia fuera y por los lados y no tenía vuelta de hoja. La gente honorable cumplía las promesas, incluso las que eran terribles y que significaban tener que regresar en el tiempo para que a uno lo pisara un gigante y acabar despachurrado, muerto.

—¡Bien! ¡Ya está! —exclamó el gnomo con brío—. Puedes bajar el pie. Ahora, ve saltando alrededor de esa esquina, a tu derecha. No, a tu izquierda. No, a la derecha...

A medida que saltaba, Tasslehoff sentía destejerse el calcetín alrededor de su pierna. Al girar en una esquina se topó con una escalera. De caracol. Construida toda con plata. Una escalera de caracol plateada en el centro del laberinto de setos.

—¡Lo conseguimos! —exclamó el gnomo, extasiado.

—¿De veras? —preguntó el kender sin apartar los ojos de la escalera—. ¿Qué hemos conseguido?

—¡Hemos llegado al mismísimo centro del laberinto! —El gnomo daba saltos de alegría y salpicaba tinta a los cuatro vientos.

—¡Qué bonita! —dijo Tasslehoff, y echó a andar hacia la escalera plateada.

—¡Detente! ¡Vas destejiendo demasiado deprisa! —chilló el gnomo—. Todavía nos queda trazar el mapa hacia la salida.

En ese momento el hilo del calcetín se acabó. Tan interesado estaba Tas en la escalera que apenas lo notó. Parecía ascender de la nada; no tenía apoyos, pero permanecía suspendida en el aire, brillante y fluida como el azogue. Giraba y giraba sobre sí misma, ascendiendo en una interminable espiral. Al llegar al pie de la escalera, el kender miró hacia arriba para ver el final.

Por más que alzó la vista sólo vio cielo, un cielo azul que parecía expandirse, dilatarse como un luminoso y bello día veraniego que es tan luminoso y tan bello que uno no quiere que acabe nunca. «Y sin embargo —parecía decir el cielo—, la noche debe llegar o no habrá otro día mañana. Y la noche posee su propia belleza, su lado positivo.»

Tasslehoff empezó a subir la Escalera de Plata.

Unos peldaños más abajo, Acertijo subía también.

—Extraña construcción —comentó—. Ni pilones, ni puntales, ni remaches, ni balaustres, ni barandales... Ningún tipo de seguridad. Debería de informarse de esto a alguien. —El gnomo se detuvo unos veinte peldaños sobre el suelo para mirar en derredor—. Caray, menuda vista. Diviso el puerto...

Acertijo soltó un chillido que podría haber pasado por la sirena del descanso de mediodía en el Monte Noimporta, pero que por lo general sonaba alrededor de las tres de la madrugada.

—¡Mi barco!

El gnomo dejó caer los mapas y derramó la tinta. Descendió la escalera como un rayo, con el ralo cabello ondeando al viento; tropezó con el hilo del calcetín de Tasslehoff, que había atado al final del seto, se levantó y corrió hacia el puerto a una velocidad tal que los inventores de raquetas para nieve inducidas por vapor e impulsadas por pistones habrían intentado emular.

—¡Detente, ladrón! —aulló el gnomo—. ¡Ése es mi barco!

Tasslehoff miró abajo para saber a qué venía tanto jaleo, vio que era Acertijo y se olvidó completamente del asunto. Los gnomos eran excitables por naturaleza. Se sentó en un escalón, apoyó la puntiaguda barbilla en la palma de la mano y reflexionó sobre las promesas.

Palin intentó alcanzar a Goldmoon, pero un calambre en la pierna lo obligó a detenerse, jadeando de dolor. Se dio masajes en la pierna y luego, cuando pudo caminar, bajó cojeando la escalera para encontrarse el vestíbulo en pleno caos. La Primera Maestra lo había cruzado a toda carrera, como una demente, y había salido antes de que nadie pudiese detenerla. Había sido tal sorpresa para los maestros y sanadores que sólo se les ocurrió seguirla cuando ya había desaparecido. La buscaron por toda la Ciudadela.

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