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Margaret Weis: Los Caballeros de Neraka

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Margaret Weis Los Caballeros de Neraka

Los Caballeros de Neraka: краткое содержание, описание и аннотация

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Han transcurrido casi cuarenta años desde la devastadora Guerra de Caos, cuando los dioses abandonaron Krynn. Dragones crueles y poderosos se han repartido el dominio del continente de Ansalon y exigen tributo a los pueblos que han esclavizado. Sin embargo, para bien o para mal, un cambio se avecina en el mundo. Una violenta tormenta mágica azota Ansalon y ocasiona inundaciones, incendios, muerte y destrucción. En medio del caos desatado surge una joven misteriosa cuyo destino está estrechamente vinculado al de Krynn, ya que sólo ella conoce la verdad sobre el futuro. Un futuro que está relacionado de manera inextricable con un misterio aterrador del pasado de Krynn.

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«¡Los muertos! —le había dicho Goldmoon—. ¡Se nutren de ti!»

Vio a su padre, vio el río de muertos fluyendo alrededor. Un sueño. No, nada de sueño. La realidad sí era un sueño. Goldmoon había intentado explicárselo.

—¡Esto es lo que le pasaba a la magia! ¡Ésta es la razón de que mis conjuros salieran mal! Los muertos están absorbiendo mis poderes mágicos, como sanguijuelas chupando sangre. Me tienen rodeado, me tocan con sus manos, con sus labios...

Podía sentirlos. Su tacto era como telarañas rozándole la piel. O como alas de insectos, que era lo que había sentido en casa de Laurana. Ahora tenía claras muchas cosas. La pérdida de la magia. No era que él hubiese perdido el poder, sino que los muertos se lo habían absorbido.

—Bueno —dijo Tas—, por lo menos el dragón no tendrá el artefacto.

—No —musitó Palin—. Nos tendrá a nosotros.

Aunque no los veía, podía sentir a los muertos rodeándolo, alimentándose.

32

La ejecución

El cirio que llevaba la cuenta de las horas ardía junto a la cama de Silvan. El monarca yacía boca abajo, contemplando cómo se consumían las horas junto con la cera derretida. Una tras otra, las líneas que las marcaban desaparecieron hasta que sólo quedó la última. El cirio había sido hecho parar lucir durante doce horas, y Silvan lo había encendido a medianoche. Once horas habían sido devoradas por la llama; faltaba poco para mediodía, la hora fijada para la ejecución de Mina.

Silvan apagó el cirio de un soplo, se levantó y se vistió con sus mejores galas, atuendo que había llevado para lucirlo durante la marcha —una marcha triunfal— de regreso a Silvanost. El jubón, de un suave color gris perla, estaba bordado con hilo de plata. Las calzas, así como las botas, también eran de color gris. Un toque de puntilla blanca adornaba las bocamangas y el cuello.

—¿Majestad? —llamó una voz desde fuera de la tienda—. Soy Kiryn. ¿Puedo entrar?

—Pasa si quieres —repuso de manera cortante—, pero nadie más.

—Vine hace un rato —comentó Kiryn una vez que hubo entrado—. No contestaste. Debías de estar dormido.

—No he pegado ojo —dijo fríamente Silvan mientras se abrochaba el cuello del jubón.

Se hizo un silencio incómodo.

—¿Has desayunado? —preguntó Kiryn al cabo de unos instantes.

Silvan le asestó una mirada que habría sido como un golpe para cualquier otra persona. Ni siquiera se molestó en contestar.

—Primo, sé cómo te sientes —comentó Kiryn—. Lo que se proponen hacer es realmente monstruoso. He discutido con mi tío y con los demás hasta quedarme ronco, pero nada de lo que dije los hizo cambiar de opinión. Glauco aviva su miedo. Están todos que no les llega la camisa al cuerpo.

—¿No eres de su mismo parecer? —preguntó Silvan, volviéndose a medias.

—¡No, primo! ¡Por supuesto que no! —negó Kiryn, sorprendido—. ¿Cómo se te pasó siquiera por la cabeza? Es un asesinato, lisa y llanamente. Pueden llamarlo «ejecución» e intentar disfrazarlo como algo respetable, pero no pueden ocultar la horrible verdad. No me importa si esa joven es la humana más peligrosa y vil que jamás haya existido. Su sangre manchará para siempre el suelo donde se derrame, y esa mancha se extenderá como una llaga entre nosotros. —La voz de Kiryn bajó de tono y el joven elfo lanzó una mirada aprensiva hacia el exterior de la tienda.

» De hecho, primo, Glauco ya habla de traidores entre nuestra gente, de imponer el mismo castigo a elfos. Mi tío y los Cabezas de Casas se horrorizaron y se opusieron tajantemente a la idea, pero me temo que dejarán de alimentarse con miedo para empezar a devorarse unos a otros.

—Glauco —repitió quedamente Silvan. Podría haber añadido más, pero recordó la promesa hecha a Mina—. Coge mi peto, ¿quieres, primo? Y mi espada. Ayúdame a ponérmelos, por favor.

—Puedo llamar a tus ayudantes —ofreció Kiryn.

—No, no quiero verlos. —Silvan apretó los dientes—. Si uno de mis servidores dijera algo insultante sobre ella, podría... Podría hacer algo de lo que me arrepentiría después.

Kiryn lo ayudó con las hebillas de las correas.

—He oído que es bastante bonita. Para una humana, se entiende —puntualizó.

Silvan lanzó a su primo una mirada penetrante, desconfiada.

Kiryn no levantó la vista de lo que estaba haciendo. Mascullando entre dientes, simuló tener problemas con una hebilla recalcitrante. Más tranquilo, Silvan se relajó.

—Es la mujer más hermosa que he visto en mi vida, Kiryn. Tan frágil, tan delicada. ¡Y sus ojos! ¡Nunca había visto ojos así!

—Y, sin embargo, primo —lo reprendió suavemente el otro elfo—, es una Dama de Neraka.

—¡Por equivocación! —gritó Silvan, que pasó de la calma a la ira en un instante—. ¡Estoy convencido! Tiene que haber sido embrujada por los caballeros o... O tienen de rehenes a su familia o... ¡O cualquier otra razón de las muchas que puede haber! En realidad, vino aquí para salvarnos.

—Y por eso traía con ella un ejército —comentó secamente Kiryn.

—Ya lo verás, primo —pronosticó el rey—. Comprobarás que estoy en lo cierto. Te lo demostraré. —Se volvió hacia Kiryn—. ¿Sabes lo que hice? Anoche fui a su tienda para dejarla en libertad. ¡Lo hice, sí! Corté una raja en la lona e iba a quitarle las cadenas, pero ella se negó a marcharse.

—¿Que hiciste qué? —exclamó Kiryn, estupefacto—. Primo...

—Olvídalo —lo interrumpió Silvan, dándole la espalda de nuevo, apagada ya la llama de la ira y recobrada la fría serenidad—. No quiero discutirlo. No tendría que habértelo dicho, eres como los demás. ¡Fuera! Déjame solo.

Kiryn decidió que lo mejor era obedecer. Su mano tocaba la lona de la entrada para levantarla cuando Silvan lo agarró por el hombro, con fuerza.

—¿Irás corriendo a contarle a Konnal lo que te he dicho? Porque si es lo que piensas hacer...

—No, primo. Mantendré tus confidencias en secreto. No es necesario que me amenaces —repuso sosegadamente Kiryn.

Silvan pareció avergonzarse. Masculló algo y le soltó el brazo para después darle la espalda.

Apenado, preocupado y asustado tanto por su pueblo como por su primo, Kiryn se quedó parado fuera de la tienda e intentó pensar qué hacer. No confiaba en la chica humana. No sabía mucho sobre los Caballeros de Neraka, pero no era lógico que ascendieran a rango de comandante a alguien que los servía de mala gana o por la fuerza. Y a pesar de que ningún elfo jamás hablaría bien de un humano, los soldados habían comentado, a regañadientes, la disciplina y la tenacidad en la lucha del enemigo. Hasta el general Konnal, que detestaba a los humanos, había tenido que admitir que aquellos soldados habían combatido bien y, a pesar de batirse en retirada, lo habían hecho en orden. Habían seguido a la chica a través del escudo, internándose en un reino bien defendido, en el que seguramente sabían que encontrarían la muerte. No, aquellos hombres no servían al mando de una comandante traidora.

No era la chica la que estaba embrujada, sino ella la que había realizado el hechizo. Saltaba a la vista que Silvan se había enamorado de ella. El joven monarca estaba en la edad en que los deseos empezaban a despertarse en los varones elfos, la edad en que un hombre se enamoraba del propio amor. La edad en que Silvan podría caer en la embriaguez de la veneración. «Amo amar a mi amor», era la primera estrofa del estribillo de una canción elfa popular. Lástima que el azar los hubiera unido, que hubiese arrojado literalmente a la exótica y bella humana en brazos del joven rey.

Silvan maquinaba algo. Kiryn no sabía qué, pero estaba muy angustiado. Apreciaba a su primo, consideraba que Silvanoshei tenía potencial para ser un buen rey. Esa locura podría mandar al traste su futuro. El hecho de que hubiese intentado liberar a esa chica, su mortal enemigo, bastaba para tildarlo de traidor si alguien llegaba a enterarse. Lo declararían «elfo oscuro» y lo exiliarían como habían exiliado a sus padres. El general Konnal sólo esperaba tener una excusa.

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