Margaret Weis - Los Caballeros de Neraka

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Los Caballeros de Neraka: краткое содержание, описание и аннотация

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Han transcurrido casi cuarenta años desde la devastadora Guerra de Caos, cuando los dioses abandonaron Krynn. Dragones crueles y poderosos se han repartido el dominio del continente de Ansalon y exigen tributo a los pueblos que han esclavizado.
Sin embargo, para bien o para mal, un cambio se avecina en el mundo. Una violenta tormenta mágica azota Ansalon y ocasiona inundaciones, incendios, muerte y destrucción. En medio del caos desatado surge una joven misteriosa cuyo destino está estrechamente vinculado al de Krynn, ya que sólo ella conoce la verdad sobre el futuro. Un futuro que está relacionado de manera inextricable con un misterio aterrador del pasado de Krynn.

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Kiryn no se planteó ni por un instante romper su promesa al rey. No le contaría a nadie lo que Silvan le había dicho. Ojalá no le hubiese hecho tal confidencia. Se preguntó tristemente qué planearía su primo y si él podría hacer algo para impedir que Silvan actuara de un modo estúpido, impulsivo y exaltado que sería su ruina. Lo mejor, lo único que podía hacer, era quedarse cerca de su primo y estar preparado para intentar detenerlo.

El sol se encontraba en su cénit cual un ojo ardiente que mirara iracundo la tierra a través de la tenue cortina del escudo, como si se sintiese frustrado por no tener una vista más clara de lo que pasaba. Sus rayos caían de lleno sobre el ensangrentado campo de batalla, preparado ya para recibir más sangre. El sol contemplaba fijamente, sin pestañear, a los sembradores de muerte, que plantaban cadáveres en la tierra en lugar de semillas. El Thon-Thalas se había teñido de rojo ayer por la sangre derramada. Nadie podía beber de él.

Los elfos habían recorrido el bosque para buscar un árbol caído que sirviera de estaca. Los moldeadores de árboles lo trabajaron para que quedara liso, recto y resistente. Lo clavaron en la tierra, le dieron martillazos para que penetrara más profundamente a fin de que quedara estable y no cayera.

El general Konnal, acompañado por Glauco, apareció en el campo. Llevaba armadura y espada. El gesto de su semblante era severo, mientras que Glauco denotaba complacencia y triunfo. Los oficiales hicieron formar en filas al ejército y los soldados se cuadraron a la orden de firmes. Más soldados rodeaban el campo, creando una barrera defensiva, alertas a la aparición de los humanos, a quienes se les habría podido ocurrir la idea de intentar rescatar a su comandante. Los Cabezas de Casas se reunieron. Los heridos que pudieron abandonar el lecho se alinearon para presenciar el acto.

Kiryn ocupó su lugar, al lado de su tío. El joven tenía tan mala cara que Konnal le aconsejó en voz baja que regresara a su tienda. Kiryn sacudió la cabeza y no se movió de donde estaba.

Se habían elegido siete arqueros para formar la unidad de ejecución y formaban en una línea, a unos veinte pasos de la estaca. Encajaron las flechas en las cuerdas y aprestaron los arcos.

Sonó una trompeta anunciando la llegada de su majestad, el Orador de las Estrellas. Silvanoshei se acercó al campo solo, sin escolta. Tenía pálido el semblante, tanto que corrió el rumor entre los Cabezas de Casas de que su majestad había resultado herido en la batalla y había perdido mucha sangre.

Silvan se detuvo al borde del campo, miró en derredor, a las tropas formadas, a la estaca, a los Cabezas de Casas, a Konnal y a Glauco. Se había colocado una silla para el rey en un extremo del campo, a una distancia segura del punto por donde la prisionera daría lo que serían sus últimos pasos. Silvan miró la silla y pasó de largo para situarse junto al general Konnal, entre él y Glauco. Aquello no fue del agrado del general.

—Hemos dispuesto una silla para vuestra majestad, en un lugar seguro.

—Estoy a vuestro lado, general —repuso Silvan, que volvió la vista hacia él—. No se me ocurre otro lugar más seguro para mí. ¿No opináis lo mismo?

Konnal enrojeció, agitado, y miró de reojo a Glauco, que se encogió de hombros como diciendo «No perdáis el tiempo discutiendo. ¿Qué más da?».

—¡Traed a la prisionera! —ordenó el general.

Silvan se mantenía erguido, con la mano sobre la empuñadura de la espada. Su expresión era fría, impasible, sin traslucir nada de lo que pensaba o sentía.

Seis guardias elfos, con las espadas desenvainadas, condujeron a la prisionera hacia el campo. Eran hombres de elevada estatura e iban equipados con cotas de malla. La chica vestía de blanco, un vestido sencillo, sin adornos, como un camisón de niña. Llevaba las manos y los tobillos encadenados. Parecía pequeña y débil, frágil y delicada, una chiquilla entre adultos. Adultos crueles.

Se alzó un murmullo entre los Cabezas de Casas; un murmullo de lástima y consternación mezclado con duda. ¿Ésa era la temida comandante? ¿Esa chica? ¿Esa muchachita? El murmullo fue contestado por un gruñido furioso de los soldados. Era una humana. Su enemiga.

Konnal giró la cabeza y acalló la consternación de unos y la ira de otros con una mirada torva.

—Traed a la prisionera ante mí —ordenó—, para que sepa los cargos por los que se le quita la vida.

Los guardias escoltaron a la prisionera, que debido a los grilletes caminaba lentamente, pero con porte regio, recta la espalda, la cabeza levantada y una sonrisa extraña y serena en sus labios. En contraste, sus guardianes parecían extremadamente incómodos. Mientras que los pasos de ella eran ligeros, dando la impresión de que apenas tocaba el suelo, los guardias caminaban trabajosamente por la tierra removida, como si fueran por un terreno escabroso. Para cuando llegaron con la chica ante el general, estaban sin aliento y exhaustos. Lanzaron ojeadas nerviosas y vigilantes a su prisionera, que no los miró una sola vez.

Mina tampoco miró a Silvanoshei, el cual la contemplaba poniendo en ello el corazón y el alma, deseando con todas su fuerzas que le diera la señal, dispuesto a luchar contra el ejército elfo al completo si así se lo pedía. Los ambarinos ojos de Mina se quedaron prendidos en el general, y aunque el elfo pareció resistirse un instante, no pudo evitar unirse a los otros insectos atrapados en la dorada resina.

Konnal se puso a lanzar un discurso en el que explicaba por qué era necesario ir en contra de la tradición y las convicciones elfas y arrebatar a esa persona su más preciado don: la vida. Era un buen orador y puso de relieve muchos puntos destacados. El discurso habría tenido buena acogida de haberlo pronunciado antes de que la gente hubiese visto a la prisionera. Tal como estaban las cosas, parecía un padre cruel imponiendo un castigo excesivo a una criatura indefensa. Konnal se dio cuenta de que perdía a su audiencia; muchos de los allí reunidos se mostraban inquietos e incómodos, reconsiderando su veredicto. Así pues, el general acabó su discurso de un modo rápido y algo brusco.

—Prisionera, ¿cómo te llamas? —instó en Común. Su voz, anormalmente alta, resonó en las montañas, que le devolvieron el eco.

—Mina —contestó la muchacha en un tono tan frío como las aguas enrojecidas del Thon-Thalas y con el mismo dejo a acero.

—¿Apellido? —preguntó—. Es para el acta.

—Mina es mi único nombre —contestó.

—Prisionera Mina —empezó severamente Konnal—, condujiste una fuerza armada a nuestro territorio sin motivo, ya que somos un pueblo amante de la paz. Como no existe una declaración de guerra formal entre nuestros países, se te considera una facinerosa, una malhechora, una asesina. En consecuencia, se te sentencia a muerte. ¿Tienes algo que alegar contra estos cargos?

—Sí —replicó la muchacha con adusta seriedad—. No vine aquí para luchar contra el pueblo qualinesti, sino a salvarlo.

Konnal soltó una risa seca e irritada.

—Sabemos muy bien que para los Caballeros de Neraka la palabra «salvación» es sinónimo de «conquista» y «opresión».

—Vine a salvar a vuestro pueblo —repitió Mina en tono quedo, suave—, y lo haré.

—Os está ridiculizando, general —susurró urgentemente Glauco al oído de Konnal—. ¡Acabad de una vez con esto!

Konnal no prestó atención a su consejero, salvo para hacer caso omiso de él y alejarse un paso.

—Una pregunta más, prisionera —continuó en tono solemne—. Responderla no te salvará de la muerte, pero las flechas podrían volar con más puntería y dar en el blanco a la primera si cooperas. ¿Cómo conseguiste atravesar el escudo?

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