Margaret Weis - Los Caballeros de Neraka

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Los Caballeros de Neraka: краткое содержание, описание и аннотация

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Han transcurrido casi cuarenta años desde la devastadora Guerra de Caos, cuando los dioses abandonaron Krynn. Dragones crueles y poderosos se han repartido el dominio del continente de Ansalon y exigen tributo a los pueblos que han esclavizado.
Sin embargo, para bien o para mal, un cambio se avecina en el mundo. Una violenta tormenta mágica azota Ansalon y ocasiona inundaciones, incendios, muerte y destrucción. En medio del caos desatado surge una joven misteriosa cuyo destino está estrechamente vinculado al de Krynn, ya que sólo ella conoce la verdad sobre el futuro. Un futuro que está relacionado de manera inextricable con un misterio aterrador del pasado de Krynn.

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—Sólo he dicho que no tienes que volver aún —lo reprendió el mago—. Por supuesto, tendrás que regresar en algún momento.

El excitado kender no lo oyó. Tas saltaba por la habitación, desparramando el contenido de sus bolsas por todas partes.

—¡Esto es maravilloso! ¿Podemos salir a navegar en un barco, como Goldmoon?

—¿Que Goldmoon se marchó en un barco? —repitió Palin, sorprendido.

—Sí, con el gnomo —contestó alegremente Tas—. Al menos, supongo que Acertijo la alcanzó. Nada condenadamente deprisa. No sabía que los gnomos supieran nadar tan bien.

—Se ha vuelto loca —se dijo Palin, que se dirigió a la puerta—. Debemos alertar a los guardias. Alguien tiene que ir a rescatarla.

—Oh, ya han salido tras ellos —comentó el kender, despreocupado—, pero dudo que los encuentren. Verás, Acertijo me dijo que el Indestructible puede sumergirse bajo el agua, igual que un delfín. Es un subna... sunma... supma... Bueno, comoquiera que se diga. Acertijo me lo enseñó anoche. Su aspecto es igual que el de un pez de acero gigantesco. Oye, me pregunto si podríamos verlos desde aquí.

Tas corrió hacia el ventanal, pegó la nariz contra el cristal y escudriñó el paisaje buscando el barco. Palin había olvidado la extraña visión a causa de la sorpresa y la consternación. Esperaba que aquélla fuese otra de las historietas del kender, y que Goldmoon no hubiese embarcado en un cacharro inventado y construido por gnomos.

Se disponía a bajar la escalera para informarse de lo que había ocurrido realmente, cuando la quietud de la mañana saltó hecha añicos por un toque de trompeta. Las campanas tocaron a rebato. En el vestíbulo se oyeron voces exigiendo saber qué estaba pasando. Respondieron otras voces en las que se advertían el pánico.

—¿Qué es ese jaleo? —preguntó Tas, todavía asomado al ventanal.

—El toque de tomar las armas. Me pregunto por qué.

—A lo mejor tiene algo que ver con esos dragones —comentó Tas mientras señalaba.

Formas con alas, negras contra el cielo matinal, volaban hacia la Ciudadela. Una de ellas, la del centro de la formación, era más grande que las demás, tanto que parecía que la tonalidad verde del firmamento era un reflejo de la luz del sol en las escamas del reptil. Palin escudriñó atentamente. Consternado, retrocedió al centro de la habitación, a las sombras, como si, incluso desde aquella distancia, los rojizos ojos del dragón fueran a localizarlo.

—¡Es Beryl! —exclamó con un nudo en la garganta—. ¡Y viene con sus secuaces!

—Creía que era la noticia de que no tenía que regresar para morir lo que me provocaba un nudo en el estómago, pero es por la maldición, ¿verdad? —Miró a Palin—. ¿Por qué viene aquí?

Buena pregunta. Desde luego, cabía la posibilidad de que a Beryl se le hubiese antojado atacar la Ciudadela, pero Palin lo dudaba. El complejo se encontraba en territorio de Khellendros, el Dragón Azul que dominaba esa parte del mundo. Beryl no irrumpiría en territorio del Azul a no ser por extrema necesidad.

—Quiere el ingenio —adivinó el mago.

—¿El ingenio mágico? —Tasslehoff se llevó la mano a un bolsillo y sacó el objeto—. ¡Puf, qué asco! —Se pasó la mano por la cara—. En este cuarto tiene que haber arañas. Estoy lleno de sus telillas. —Asió el artefacto con gesto protector—. ¿Puede olfatearlo el dragón, Palin? ¿Cómo sabe que nos encontramos aquí?

—Lo ignoro —contestó el mago, sombrío, aunque lo tenía todo muy claro—. Y poco importa cómo lo sabe. —Alargó la mano—. Dame el ingenio.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Tas, vacilante. Todavía no las tenía todas consigo.

—Salir de aquí —contestó Palin—. El ingenio mágico no puede caer en sus manos.

Imaginaba sólo algunas de las cosas que la Verde podría hacer con él. La magia del ingenio la convertiría en la indiscutible dueña y señora de Ansalon. Aun en el caso de que no hubiese un pasado más allá, podría regresar a los días posteriores a la Guerra de Caos, cuando los grandes dragones aparecieron por primera vez en Ansalon. Podría volver a cualquier momento y cambiar los acontecimientos para salir victoriosa de cualquier batalla. Como poco, podría utilizar el ingenio para transportar su inmenso corpachón para circunvolar el mundo. No habría un solo lugar a salvo de sus estragos.

—Dame el ingenio —repitió con urgencia—. Tenemos que irnos. ¡Deprisa, Tas!

—¿Voy contigo? —preguntó el kender, que seguía sin soltar el objeto.

—¡Sí! —respondió Palin casi a voz en grito. Iba a añadir que no les quedaba mucho tiempo, pero no dijo nada. Tiempo era lo único que tenían—. Entrégame el ingenio.

—¿Adónde vamos? —preguntó ansiosamente, tras dárselo.

Otra buena pregunta. En medio de aquel caos, Palin no había pensado en aquel detalle importante.

—A Solace —decidió—. Volveremos a Solace. Alertaremos a los caballeros. Los solámnicos del fortín montan Dragones Plateados y podrán acudir en ayuda de la gente de aquí.

Los reptiles se encontraban más cerca ahora, mucho más. El sol brillaba en escamas verdes y rojas. Las grandes alas arrojaban sombras que se deslizaban sobre el agua oleosa. Fuera, las campanas seguían tañendo frenéticamente, apremiando a la gente a buscar refugio, a huir a colinas y bosques. Sonaban trompetas que llamaban a las armas. Sonaban pies corriendo, el ruido del acero, voces tensas gritando órdenes.

Palin sostuvo el ingenio entre sus manos. La calidez de la magia fluyó por su cuerpo, lo tranquilizó como un trago de buen brandy. El mago cerró los ojos y evocó mentalmente las palabras del conjuro, la manipulación del artilugio.

—¡Ponte cerca de mí! —ordenó a Tas.

Obediente, el kender agarró una manga de la túnica de Palin, que empezó a recitar el conjuro.

—«Tu tiempo es el tuyo propio...»

Trató de girar hacia arriba la enjoyada placa delantera del colgante. Algo no funcionaba bien del todo. El mecanismo parecía atascado. Palin hizo un poco más de fuerza y la placa delantera giró.

—«Pero a través de él viajas...»

El mago ajustó la placa de derecha a izquierda. Notó una fricción, pero la placa se desplazó.

—«Ves su expansión...»

Ahora se suponía que la placa debía caer para formar dos esferas conectadas por varillas, pero, sorprendentemente, la placa posterior se soltó del todo y cayó ruidosamente al suelo.

—Ups —musitó Tas mientras veía girar la placa como una peonza loca—. ¿Eso lo has hecho a propósito?

—¡No! —exclamó el mago. Entre sus manos sostenía una única esfera de la que sobresalía una varilla. Miraba aterrado la placa.

—Deja, yo la cogeré. —Tas recogió la pieza rota.

—¡Dámela! —Palin se la arrebató bruscamente de la mano. Contempló, impotente, la placa e intentó encajar la varilla en ella, pero no había ninguna ranura donde introducirla. Un borroso velo de miedo y frustración le enturbiaba los ojos. Recitó de nuevo el verso con voz tensa, llena de pánico—. «¡Ves su expansión!» —Sacudió la esfera y la varilla, sacudió la placa—. ¡Funciona! —ordenó, dominado por la rabia y la desesperación—. ¡Funciona, maldita sea!

La cadena se descolgó, resbaló entre los crispados dedos de Palin como una serpiente plateada y cayó al suelo. La varilla se separó de la esfera; las gemas lanzaron destellos. Y entonces la oscuridad envolvió la habitación, desapareció el brillo de las piedras preciosas. Las alas de los dragones habían ocultado la luz del sol.

Palin Majere estaba de pie, paralizado, en la Ciudadela de la Luz sosteniendo entre sus manos tullidas parte del ingenio de viajar en el tiempo que se había roto en pedazos.

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