Entonces presenció, estupefacto, que la joven humana, Mina, levantaba la cabeza y se sentaba. Estaba fuerte, alerta, y el veneno no parecía haberla afectado. Bajó la vista hacia Silvanoshei, tendido a su lado; ella le besó los exánimes labios y, para sorpresa de Kiryn, su primo volvió a respirar.
Kiryn vio a Mina actuar para sacar del desaliento a los arqueros elfos. Oyó su voz, gritando la orden de disparar en el idioma elfo. Vio cómo su gente se agrupaba, recobraba el ánimo; los vio combatir con su enemigo. Vio morir al dragón.
Lo contempló todo con infinita alegría, una alegría que le saltó las lágrimas, pero a la vez experimentó una sensación de incertidumbre.
¿Por qué había hecho eso la humana? ¿Qué motivos tenía? ¿Por qué había dirigido a su ejército para matar elfos un día y, al siguiente, actuaba para salvarlos?
Fue testigo del beso entre Silvan y ella. Kiryn habría querido correr hacia allí y arrancar a su primo de los brazos de la chica. Deseaba sacudirlo, hacer que recobrara algo de sensatez. Pero Silvan no lo escucharía.
«¿Y por qué iba a hacerme caso?», pensó.
Él mismo se sentía desconcertado, aturdido por los asombrosos acontecimientos del día. ¿Por qué iba a escuchar Silvan sus palabras de advertencia cuando la única prueba que podía ofrecer de su veracidad era una oscura sombra que pasaba por su alma cada vez que miraba a Mina? Kiryn se volvió de espaldas a la pareja. Se agachó y cerró los ojos de su tío con suavidad. Su deber, como sobrino de Konnal, era para con los muertos.
—Acompáñame, Silvan —instó Mina, moviendo suavemente sus labios contra la mejilla del elfo—. Hazlo por tu pueblo.
—Lo hago por ti, Mina —susurró Silvan; cerró los ojos y puso sus labios en los de ella.
Su beso era miel pero, aun así, lo hirió. Bebió de la dulzura y se encogió por el lacerante dolor. Mina lo arrastró a la oscuridad, una negrura semejante a la noche de la tormenta. Su beso fue como el rayo que lo cegó y lo arrojó rodando por el precipicio, y él no pudo detener la caída. Se estrelló contra las rocas, sintió sus huesos rompiéndose, su cuerpo magullado y dolorido. El dolor era atroz y, a la vez, el éxtasis. Deseaba tanto que terminara que habría acogido de buen grado la muerte, y al mismo tiempo ansiaba que el dolor durara por siempre jamás.
Los labios de Mina se apartaron de los suyos; el hechizo se rompió.
Como si hubiese vuelto de entre los muertos, Silvan abrió los ojos y se maravilló de ver el sol, el sol rojo intenso del crepúsculo. Y, sin embargo, había sido poco después del mediodía cuando se besaron. Al parecer habían transcurrido horas, pero ¿en qué se le habían ido? Perdido en ella, olvidado en ella. Alrededor todo era silencio. El dragón había desaparecido y las tropas no se veían por ningún lado. Su primo tampoco estaba. Poco a poco, Silvan se dio cuenta de que ya no se encontraba en el campo de batalla, sino en un jardín; un jardín que reconoció vagamente a la menguante luz del ocaso.
«Conozco este sitio —pensó, aturdido—. Me resulta familiar, pero ¿dónde estoy? ¿Y cómo he llegado aquí? ¡Mina!» Durante un instante fue presa del pánico al creer que la había perdido.
Sintió la mano de ella cerrarse sobre la suya y suspiró profundamente mientras la asía con fuerza.
«Estoy en los Jardines de Astarin —comprendió—. El parque de palacio, el que veo desde la ventana de mi habitación. Vine aquí una vez y lo odié. Este sitio me ponía carne de gallina. Allí hay una planta muerta. Y otra y otra. Un árbol se está muriendo ahora mismo, ante mis propios ojos, sus hojas se enroscan y se retuercen como si sufrieran un gran dolor, se ponen grises y caen. La única razón de que queden plantas vivas aquí es porque los jardineros y los moldeadores de árboles reemplazan las muertas por otras vivas de sus propios jardines. Aunque traer algo vivo a este sitio es sentenciarlo a muerte.
» Sólo un árbol sobrevive en el jardín, en su mismo centro, el que llaman Árbol Escudo, porque en un tiempo lo rodeaba un escudo luminoso que nada podía penetrar. Glauco afirmaba que la magia del árbol mantenía activo el escudo. Y así es, pero sus raíces no se alimentan de la tierra, sino que están arraigadas en los corazones de todos los elfos de Silvanesti.»
Sintió las raíces del árbol enroscándose dentro de él.
Cogido de la mano de Mina, Silvanoshei condujo a la joven a través del moribundo jardín hasta el árbol que crecía en su centro. El Árbol Escudo estaba vivo, crecía con fuerza, tenía las hojas verdes y saludables; verdes como las escamas del dragón. El tronco era de un color rojo intenso y parecía rezumar sangre. Sus ramas se contorsionaban y se retorcían como serpientes.
«Tengo que arrancar el árbol de raíz. Soy el nieto de Lorac. He de desarraigar sus raíces de los corazones de mis súbditos y así los liberaré. Empero, la idea de tocar esa cosa maligna me repugna. Encontraré un hacha y lo talaré.»
Aunque lo cortases cien veces — susurró una voz en su mente—, cien veces volvería a crecer.
«Morirá, ahora que Cyan Bloodbane ha muerto. Era él quien lo mantenía vivo.»
No. Eres tú el que lo hace medrar. — Mina no pronunció palabra, pero puso la mano sobre el corazón del rey—. Tú y tu pueblo. ¿Es que no sientes sus raíces enroscándose y retorciéndose dentro de ti, absorbiendo tu energía, robándote la fuerza vital?
Silvan sentía algo estrujándole el corazón, pero no sabía discernir si era la maldad del árbol o el contacto con la mano de Mina.
Se la llevó a los labios y la besó. Dejó a la joven en el sendero, entre las plantas moribundas, y se encaminó hacia el árbol vivo. Éste percibió el peligro. Los zarcillos de unas enredaderas grises empezaron a enroscarse en los tobillos del monarca; ramas muertas cayeron sobre él golpeándolo en la espalda y en un hombro. Silvan pisoteó los zarcillos y aparcó bruscamente las ramas.
Al aproximarse al árbol sintió la debilidad, que aumentaba cuanto más cerca se encontraba. El árbol se proponía matarlo al igual que había hecho con tantos otros antes. Su savia corría roja merced a la sangre de su pueblo. Cada una de las hojas brillantes era el alma de un elfo asesinado.
El árbol era alto, pero tenía el tronco largo y fino. Silvan podía rodearlo con sus manos sin dificultad. El joven monarca se encontraba débil y tembloroso por los efectos secundarios del veneno, y se preguntó si tendría fuerza suficiente para arrancarlo de la tierra.
La tienes. Sólo tú.
Silvan cerró las manos alrededor del tronco; éste se retorció a su contacto cual una serpiente, y el elfo se estremeció por la horrible sensación. Lo soltó y retrocedió un paso.
«Si el escudo cae —pensó, asaltado de repente por la duda—, nuestro país quedará desprotegido.»
La nación silvanesti ha resistido orgullosamente durante siglos y siglos protegida por el valor y la destreza de sus guerreros. Esos días de gloria volverán; esos días en los que el mundo respetaba a los elfos, los honraba y temía. Serás rey de una nación poderosa, de un pueblo poderoso.
«Seré rey —se repitió Silvan a sí mismo—. Ella me verá majestuoso e imponente y me amará.»
Plantó firmemente los pies en el suelo, aferró el escurridizo tronco con resolución y, sacando fuerzas de su entusiasmo, su amor, su ambición, sus sueños, propinó un enérgico tirón.
Con un seco chasquido, se desprendió una única raíz. Quizás era la que estaba arraigada en su propio corazón porque, al soltarse, su fuerza y su voluntad se incrementaron. Tiró y tiró con ahínco; los músculos de sus hombros estaban tirantes por la enorme tensión. Sintió que más raíces cedían y redobló sus esfuerzos.
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