Margaret Weis - Los Caballeros de Neraka

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Han transcurrido casi cuarenta años desde la devastadora Guerra de Caos, cuando los dioses abandonaron Krynn. Dragones crueles y poderosos se han repartido el dominio del continente de Ansalon y exigen tributo a los pueblos que han esclavizado.
Sin embargo, para bien o para mal, un cambio se avecina en el mundo. Una violenta tormenta mágica azota Ansalon y ocasiona inundaciones, incendios, muerte y destrucción. En medio del caos desatado surge una joven misteriosa cuyo destino está estrechamente vinculado al de Krynn, ya que sólo ella conoce la verdad sobre el futuro. Un futuro que está relacionado de manera inextricable con un misterio aterrador del pasado de Krynn.

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—Beryl no puede decir esto en serio —manifestó con voz tensa.

—Desde luego que sí —repuso sombríamente Medan—. No lo dudéis un solo momento, majestad. Beryl lleva mucho tiempo esperando tener cualquier excusa para destruir Qualinesti. Los ataques de los rebeldes se han vuelto más osados. La Verde cree que los elfos colaboran para impedirle descubrir la Torre de Wayreth. La infortunada coincidencia de que se descubriera a Palin Majere escondido en la casa de la reina madre simplemente ha confirmado sus sospechas de que los elfos y los hechiceros están en connivencia para robarle su magia.

—Le pagamos el tributo... —empezó Gilthas.

—¡Bah! ¿Qué le importa a ella el dinero? Exige el tributo sólo porque le complace pensar que así os ocasiona penurias. La magia es lo que ansia, la del mundo antiguo, la de los dioses. Es una lástima que ese maldito artilugio llegara a esta tierra. Y también que intentaseis ocultarme su existencia, señora. —La voz del gobernador sonaba severa—. Si me lo hubieseis entregado, tal vez esta tragedia se habría podido evitar.

Laurana bebió un sorbo de vino y no contestó. Medan se encogió de hombros antes de proseguir.

—Pero no lo hicisteis. Se ha levantado la liebre, como suele decirse, y ahora tendréis que recuperar ese artefacto. Debéis recobrarlo, señora —repitió—. He hecho todo lo posible para ganar tiempo, pero mi maniobra dilatoria sólo nos dará unos pocos días. Enviad a vuestro grifo mensajero a la Ciudadela. Dad instrucciones a Palin Majere para que devuelva el objeto y al kender que lo tiene en su poder. Se los llevaré personalmente al dragón. Tal vez pueda evitar la mortal amenaza que pende sobre nosotros.

—¡Nosotros! —gritó, enfurecido, Gilthas—. ¡Vos sostenéis el hacha ejecutora, gobernador! ¡Y el hacha pende sobre nuestras cabezas, no sobre la vuestra!

—Disculpad, majestad —contestó Medan, que hizo una profunda reverencia—. Llevo viviendo tanto tiempo en esta tierra que he llegado a creer que es la mía.

—Sois nuestro conquistador. —Gilthas habló muy despacio, dando a cada palabra un énfasis de amargura—. Sois nuestro amo, nuestro carcelero. Qualinesti jamás puede ser vuestra patria, señor.

—Supongo que no, majestad —dijo Medan tras una corta pausa—. No obstante, me gustaría que tuvieseis en cuenta que escolté a vuestra madre hasta palacio, cuando podría haberla conducido al cadalso. He venido para advertiros de las intenciones de Beryl, cuando podría haber llevado prisioneros a la plaza del mercado para que sirviesen de diana a mis arqueros.

—¿Y qué nos costará esa generosidad? —demandó Gilthas con voz fría—. ¿Cuál es el precio que ponéis a nuestras vidas, gobernador?

—Me gustaría morir en mi jardín, majestad —dijo Medan tras esbozar una ligera sonrisa—. De viejo, si ello fuera posible. —Se sirvió otro vaso de vino.

—No confiéis en él, majestad —advirtió en voz queda Planchet, que se acercó para servir una copa de vino a su señor.

—No te preocupes —repuso el rey mientras hacía girar el frágil pie de la copa entre sus dedos.

—Y ahora, señora, no nos queda mucho tiempo —apuró el gobernador—. Aquí tenéis papel y pluma. Redactad la carta para Majere.

—No, gobernador —se negó categóricamente Laurana—. He meditado sobre este asunto largo y tendido. Beryl jamás debe apoderarse del artilugio. Antes preferiría morir cien veces.

—Sin duda lo haríais, señora —adujo Medan—, pero ¿qué me decís de la muerte, no de cientos, sino de miles de elfos? ¿Qué me decís de vuestra gente? ¿Sacrificaríais a los vuestros por un simple juguete de hechicero?

—No es un juguete, gobernador Medan. —Laurana estaba pálida pero resuelta—. Si Palin tiene razón, es uno de los ingenios mágicos más poderosos de todos los tiempos. Qualinesti puede arder hasta los cimientos antes de que le entregue ese objeto a Beryl.

—Explicadme, pues, la naturaleza de ese artefacto —pidió Medan.

—No puedo, gobernador. Malo es ya que Beryl conozca su existencia, así que no pienso darle más información. —Alzó sus azules ojos y sostuvo sosegadamente la mirada iracunda del humano—. Veréis, señor, tengo motivos para creer que se me está espiando.

Medan enrojeció. Pareció a punto de decir algo, pero cambió de opinión y se volvió bruscamente para dirigirse al rey.

—Majestad, ¿qué decís vos?

—Estoy de acuerdo con mi madre. Me habló de ingenio y me describió sus poderes. No se lo entregaré a la Verde.

—¿Sois conscientes de lo que hacéis? ¡Sentenciáis a muerte a vuestra nación! Ningún objeto mágico vale tanto —protestó, furioso, Medan.

—Éste sí, gobernador —repuso Laurana—. Creedme.

Medan la miró intensamente. La elfa sostuvo su mirada sin parpadear ni encogerse.

—¡Chist! —advirtió Planchet—. Se acerca alguien.

Oyeron pisadas en la escalera; quien fuera las subía de dos en dos.

—Es mi ayudante —informó Medan.

—¿Es de fiar? —preguntó Laurana.

—Juzgad por vos misma, señora —contestó el gobernador con una sonrisa desganada.

Un caballero entró en la habitación. Su armadura negra aparecía cubierta de sangre y de polvo gris. Se quedó parado unos instantes, jadeando, con la cabeza gacha, como si subir aquellos escalones hubiese consumido toda su energía. Finalmente, levantó la cabeza y extendió la mano para tenderle a Medan un estuche de pergaminos.

—Lo tengo, señor. Groul ha muerto.

—Bien hecho, sir Gerard —felicitó el gobernador mientras cogía el estuche. Miró al caballero, reparando en la sangre de su armadura—. ¿Estás herido? —preguntó.

—Para ser sincero, milord, no lo sé —repuso Gerard con una mueca—. No hay un solo centímetro de mi cuerpo que no me duela. Pero si estoy herido, no es grave, o de otro modo estaría tirado en la calle, muerto.

Laurana lo miraba con los ojos muy abiertos, sorprendida.

—Reina madre —saludó Gerard, haciendo una reverencia.

Laurana pareció a punto de hablar, pero, tras lanzar una mirada de soslayo a Medan, se contuvo.

—No creo que nos conozcamos, señor —manifestó fríamente.

El semblante manchado de sangre de Gerard se relajó con una débil sonrisa.

—Gracias, señora, por intentar protegerme, pero el gobernador sabe que soy un Caballero de Solamnia. De hecho, soy prisionero del gobernador.

—¿Un solámnico? —Gilthas no salía de su asombro.

—El joven del que te hablé —aclaró Laurana—. El caballero que acompañaba a Palin y al kender.

—Entiendo. Así que eres prisionero del gobernador. ¿Te ha hecho él eso? —demandó enfurecido Gilthas.

—No, majestad —contestó Gerard—. Fue un draconiano, el mensajero de Beryl. O, mejor dicho, el difunto mensajero de Beryl. —Se dejó caer pesadamente en una silla, suspiró y cerró los ojos.

—Trae vino —ordenó Medan al sirviente—. La Verde no recibirá más información de Qualinesti —añadió con satisfacción—. Beryl esperará al menos un día a recibir mi respuesta. Cuando no le llegue, tendrá que enviar a otro mensajero. Al menos hemos ganado un poco de tiempo.

Le entregó a Gerard el vaso de vino que sirvió Planchet.

—No, milord —lo contradijo Gerard, que aceptó la copa pero no bebió—. No hemos conseguido nada. Beryl nos engañó. Su ejército está en marcha. Groul calculaba que debía de encontrarse ya cruzando la frontera. Según él, es el ejército más grande que se ha reunido desde la Guerra de Caos, y marcha sobre Qualinesti.

Un profundo silencio cayó sobre la estancia. Todos los presentes oyeron la noticia sin moverse, asimilándola. Nadie buscó la mirada de los demás. Nadie quería ver en los ojos de los otros el reflejo de su propio miedo.

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