Margaret Weis - Los Caballeros de Neraka

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Han transcurrido casi cuarenta años desde la devastadora Guerra de Caos, cuando los dioses abandonaron Krynn. Dragones crueles y poderosos se han repartido el dominio del continente de Ansalon y exigen tributo a los pueblos que han esclavizado.
Sin embargo, para bien o para mal, un cambio se avecina en el mundo. Una violenta tormenta mágica azota Ansalon y ocasiona inundaciones, incendios, muerte y destrucción. En medio del caos desatado surge una joven misteriosa cuyo destino está estrechamente vinculado al de Krynn, ya que sólo ella conoce la verdad sobre el futuro. Un futuro que está relacionado de manera inextricable con un misterio aterrador del pasado de Krynn.

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—¡Majestad, la reina madre ha sido arrestada! —informó él elfo en voz baja y temblorosa.

—¿Arrestada? —repitió Gilthas, estupefacto—. ¿Por orden de quién? ¿Quién osaría hacer tal cosa y por qué? ¿Cuáles son los cargos?

—Fue el gobernador militar Medan, majestad. —Kellevandros tragó saliva—. No sé como decir esto...

—¡Habla de una vez, hombre! —instó, cortante, Gilthas.

—Anoche, el gobernador arrestó a vuestra honorable madre. Tiene órdenes del dragón, Beryl, de... De ejecutar a la reina madre.

Gilthas se quedó mirándolo en silencio, mudo de asombro. Su semblante se quedó lívido, sin gota de sangre, como si alguien lo hubiese degollado. Su palidez era tan intensa y temblaba de tal modo que Planchet abandonó su puesto junto a la puerta y se apresuró a ir a su lado; puso sobre el hombro de Gilthas la mano en actitud reconfortante.

—Intenté impedírselo, majestad —añadió Kellevandros, desconsolado—. Pero fracasé.

—¡Anoche! —gritó Gilthas, angustiado—. ¿Por qué no me avisaste de inmediato?

—Intenté hacerlo, majestad, pero los guardias no me dejaron pasar sin permiso de Palthainon.

—¿Dónde ha llevado Medan a la reina madre? —inquirió Planchet—. ¿Que cargos hay contra ella?

—Se la acusa de dar refugio al hechicero Palin y de ayudarlo a huir con el ingenio mágico traído por el kender. Ignoro dónde ha llevado Medan a mi señora. Primero fui al cuartel general de los caballeros, pero si estaba retenida allí nadie quiso decírmelo. He tenido gente buscándola toda la noche, con orden de informar a Kalindas si descubren algo. Mi hermano se ofreció a quedarse en la casa por si llegaba alguna noticia. Por fin, uno de los guardias de palacio, que apoya nuestra causa, me ha dejado entrar y he venido directamente a veros. ¿Así que no sabíais nada? —Kellevandros observó con ansiedad al rey.

—No —repuso Gilthas. La palabra salió de sus labios sin emitir sonido alguno.

—Creo que estamos a punto de enterarnos de algo más —anunció Planchet, aguzando el oído—. Ésos son los fuertes pasos de Medan en la escalera. Resuenan en toda la casa, y viene con prisa.

Oyeron el ruido de los pies de los guardias al ponerse firmes, así como el golpe seco del extremo de las lanzas contra el suelo. Uno de los guardias llamó a la puerta, pero sólo tuvo tiempo de dar con los nudillos en la hoja de madera una vez. Medan, acompañado por uno de sus guardias personales —éste equipado con yelmo y armadura completa—, abrió bruscamente la puerta y entró en la habitación.

—Majestad...

Gilthas saltó de la silla y cubrió la distancia que lo separaba del gobernador en dos zancadas. Agarró a Medan por el cuello con tal ímpetu que el hombre chocó contra la pared. Por su parte, Planchet se encargó del guardia; asió el brazo del humano y se lo retorció hacia la espalda mientras le ponía un cuchillo en el cuello.

—¿Qué le habéis hecho a mi madre? —demandó el rey con voz dura y severa—. ¡Decídmelo! —Apretó más los dedos en torno al cuello de Medan—. ¡Hablad!

El repentino ataque del rey había cogido por sorpresa al gobernador, que no intentó resistirse. Los dedos del joven monarca eran excepcionalmente fuertes y, al parecer, Gilthas sabía exactamente dónde y cómo ejercer presión.

Empero, Medan no estaba asustado en absoluto. Tenía la mano en la empuñadura de su cuchillo y en cualquier momento podía sacar el arma y clavarla en el estómago del rey. Sin embargo, no era eso a lo que había ido el gobernador.

Miró fijamente a Gilthas durante unos larguísimos segundos, en silencio, y luego dijo, hablando lo mejor que pudo al tener oprimida la garganta:

—O el cachorro se ha convertido en un lobo o me hallo en presencia de un actor consumado. —Al reparar en la fiera determinación reflejada en los ojos del joven elfo, en el gesto resuelto de su mandíbula, en la firmeza de los dedos y la pericia de su presa en el cuello, Medan supo la respuesta—. Me inclino por lo segundo —jadeó.

—¡Mi madre, señor! —instó Gilthas con los dientes prietos—. ¿Dónde está?

—Aquí, hijo —contestó Laurana, cuya voz resonó dentro del yelmo de los Caballeros de Neraka.

—¡Reina madre! —exclamó, boquiabierto, Planchet, que tiró el cuchillo y se hincó de rodillas—. ¡Perdonadme! No tenía ni idea...

—Se supone que no debías tenerla, Planchet —dijo Laurana, que se quitó el yelmo—. Suelta al gobernador, Gilthas. Estoy a salvo. Por el momento. Tanto como cualquiera de nosotros.

Gilthas hizo lo que le mandaba su madre, y Medan se apartó de la pared mientras se frotaba la garganta.

—Madre ¿te encuentras bien? —demandó Gilthas—. ¿Te ha hecho daño? Porque si te lo ha hecho, juro que...

—¡No, hijo mío, no! —le aseguró Laurana—. El gobernador me ha tratado con todo respeto. Incluso con amabilidad. Me llevó a su casa anoche, y esta mañana me proporcionó este disfraz. El gobernador teme que mi vida corra peligro. Me tomó bajo su custodia por mi propia seguridad.

Gilthas frunció el entrecejo como si le costaba creer aquello.

—Madre, siéntate, pareces exhausta. Planchet, trae un poco de vino para mi madre.

Mientras el sirviente iba a buscar el vino, el gobernador se dirigió a la puerta, la abrió bruscamente y salió al pasillo. Los guardias se pusieron firmes.

—Soldados, se ha informado que la fuerza rebelde se encuentra dentro de los límites de la ciudad. La vida de su majestad corre peligro. Haced que salga el personal de palacio, que todo el mundo vaya a sus casas. Todos. Que no quede nadie, ¿está claro? Quiero centinelas apostados en todas las entradas. Que no se deje pasar a nadie, con excepción de mi ayudante. Enviadlo de inmediato a los aposentos del rey en cuanto llegue. ¡Moveos!

Al cabo de un instante, en palacio reinaba un silencio fuera de lo normal, casi sepulcral. Medan entró de nuevo en la estancia.

—¿Dónde crees que vas? —increpó a Kellevandros cuando topó con él en la puerta, dispuesto a salir.

—He de informar de esto a mi hermano, milord —respondió el elfo—. Está muerto de preocupación y...

—No vas a informar ni a tu hermano ni a nadie. Siéntate y guarda silencio.

Laurana levantó rápidamente la vista al oír aquello y observó intensamente a Kellevandros. El elfo la miró con incertidumbre y luego hizo lo que le mandaban. Medan dejó abierta la puerta.

—Quiero oír qué pasa fuera —dijo—. ¿Os encontráis bien, señora?

—Sí, gracias, gobernador. ¿Queréis tomaros una copa de vino conmigo?

—Con el permiso de su majestad. —El gobernador hizo una ligera reverencia.

—Planchet, sirve una copa al gobernador —ordenó Gilthas, que permanecía al lado de su madre en actitud protectora, y seguía lanzando miradas fulminantes a Medan.

—Os felicito, majestad. —El general levantó la copa en un brindis—. Es la primera y única vez en mi vida que he sido embaucado. Esa actuación vuestra de una persona débil, vacilante, amante de la poesía, me ha engañado totalmente. Llevaba mucho tiempo preguntándome cómo y por qué se malograban tantos de mis mejores planes. Creo que ahora conozco la respuesta. A vuestra salud, majestad.

Medan bebió vino y Gilthas le dio la espalda al humano.

—Madre ¿qué está pasando aquí?

—Siéntate, Gilthas, y te lo contaré —contestó Laurana—. O, mejor aún, léelo tú mismo.

Miró a Medan, que buscó debajo de su armadura y sacó el pergamino enviado por la hembra de dragón. El general se lo tendió al rey con una nueva y notoria actitud de respeto.

Gilthas se acercó a la ventana y desenrolló el pergamino. Lo sostuvo a la media luz del amanecer y leyó lenta y detenidamente.

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