Margaret Weis - Los Caballeros de Neraka

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Los Caballeros de Neraka: краткое содержание, описание и аннотация

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Han transcurrido casi cuarenta años desde la devastadora Guerra de Caos, cuando los dioses abandonaron Krynn. Dragones crueles y poderosos se han repartido el dominio del continente de Ansalon y exigen tributo a los pueblos que han esclavizado.
Sin embargo, para bien o para mal, un cambio se avecina en el mundo. Una violenta tormenta mágica azota Ansalon y ocasiona inundaciones, incendios, muerte y destrucción. En medio del caos desatado surge una joven misteriosa cuyo destino está estrechamente vinculado al de Krynn, ya que sólo ella conoce la verdad sobre el futuro. Un futuro que está relacionado de manera inextricable con un misterio aterrador del pasado de Krynn.

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Gerard detuvo el ataque y se las arregló para desarmar al draconiano. La espada cayó en los arbustos, a los pies del caballero, que la apartó de una patada antes de que Groul pudiese recogerla. Gerard aprovechó para asestar un punterazo a la barbilla del draconiano; el impacto hizo recular a Groul, pero no lo derribó.

Groul sacó una daga de hoja curva y saltó por el aire, valiéndose de las cortas alas para situarse por encima de Gerard. Luego se lanzó sobre el caballero, asestando golpes con la daga.

El peso del draconiano y la fuerza de su arremetida derribaron a Gerard, que cayó pesadamente al suelo, de espaldas, con Groul encima de él, gruñendo y babeando mientras trataba de acuchillar al caballero. Batía frenéticamente las alas, que golpeaban a Gerard en la cara y levantaban un polvo cegador. El caballero luchó con la desesperación nacida del pánico y asestó puñaladas a Groul mientras intentaba inmovilizar la mano con que el draconiano empuñaba su daga.

Los dos rodaron por el suelo. Gerard notó que su cuchillo se hundía en su adversario más de una vez. Estaba cubierto de sangre, pero ignoraba si era suya o de Groul. A pesar de las heridas, el draconiano no moría, y las fuerzas de Gerard menguaban por momentos. Sólo la descarga de adrenalina lo ayudaba a resistir, y eso también empezaba a remitir.

De repente Groul se atragantó y sufrió una arcada. La sangre expulsada por la boca cayó encima de Gerard y lo cegó. Groul se puso rígido y lanzó un gruñido de rabia. Se irguió sobre Gerard y enarboló la daga. El arma cayó de la mano del draconiano, que se derrumbó encima del caballero otra vez, pero en esta ocasión no se movió. Estaba muerto.

Gerard se permitió una breve pausa para recobrar la respiración; una pausa que le costó cara. Demasiado tarde recordó la advertencia de Medan: un draconiano muerto es tan peligroso como uno vivo. Antes de que Gerard tuviese tiempo de quitarse el cadáver de encima, el cuerpo del baaz se convirtió en piedra. El caballero sintió como si tuviese la losa de una tumba sobre él; lo aplastaba contra el suelo y no lo dejaba respirar. Se estaba asfixiando lentamente. Luchó para apartarlo, pero era demasiado pesado. Hizo una inhalación entrecortada, dispuesto a emplear hasta la última partícula de sus fuerzas en un último intento.

El cuerpo de piedra se deshizo en polvo.

Gerard se levantó trabajosamente y se sentó, desfallecido, contra un árbol. Se limpió la sangre de Groul de los ojos, escupió para aclararse la boca y sufrió arcadas. Descansó unos instantes, esperando a que el corazón dejara de latirle como si quisiera salírsele del pecho, hasta que el ardor de la lucha se disipara y se aclarara su vista. Cuando pudo ver de nuevo, manoseó torpemente el correaje del draconiano, encontró el estuche del mensaje y lo cogió.

Echó una última ojeada al montón de polvo que había sido Groul y después, todavía escupiendo, todavía intentando librarse del repugnante gusto en la boca, el caballero giró sobre sus talones y volvió cansinamente sobre sus pasos en medio de la noche, de regreso a las titilantes luces de Qualinost. Luces que empezaban a perder intensidad con la llegada del alba.

En el palacio del Orador de los Soles, los primeros rayos de sol penetraban a través de las cristaleras. La dorada luz bañaba a Gilthas, que se encontraba sentado, absorto en su trabajo. Escribía otro poema, éste sobre las aventuras de su padre durante la Guerra de la Lanza; un poema que también contenía mensajes cifrados para dos familias elfas que estaban bajo sospecha de simpatizar con los rebeldes.

Casi lo había terminado y planeaba enviar a Planchet a entregar la poesía a quienes mostraban interés en la actividad literaria del rey, cuando de repente se estremeció de la cabeza a los pies. La mano que sostenía la pluma tembló y cayó una gran gota de tinta sobre la escritura; el monarca soltó la pluma apresuradamente; un sudor frío perlaba su frente.

—¿Majestad? ¿Qué os ocurre? —preguntó, alarmado, Planchet—. ¿Os sentís mal? —Dejó su tarea de ordenar los papeles del soberano y se acercó a él con premura—. ¿Majestad? —repitió con tono ansioso.

—He tenido una sensación de lo más extraña —respondió Gilthas en voz baja—. Como si alguien hubiese pisado sobre mi tumba.

—¡Vuestra tumba, majestad! —se escandalizó Planchet.

—Es un dicho humano, amigo mío. —Gilthas sonrió—. ¿No lo habías oído? Mi padre solía decirlo. Con él se describe esa sensación que experimentas cuando, sin haber razón para ello, un escalofrío te pone la carne de gallina y el vello de punta. Eso es exactamente lo que sentí hace un momento. ¡Y es aun más extraño porque en ese instante se me vino a la mente la imagen de mi primo, Silvanoshei! Lo vi con toda claridad, como ahora te veo a ti.

—Silvanoshei ha muerto, majestad —le recordó Planchet—. Asesinado por ogros. Quizás era su tumba sobre la que pisaba alguien.

—Qué extraño —dijo, pensativo, Gilthas—. El aspecto de mi primo no era el de un muerto, ni mucho menos. Vestía armadura plateada, del estilo que utilizan los guerreros silvanestis. Vi humo y sangre y una feroz batalla disputándose alrededor, pero sin afectarlo a él. Se encontraba al borde de un precipicio. Alargué la mano, aunque no sé si era para agarrarlo o para empujarlo.

—Espero que fuera para lo primero, majestad —comentó Planchet, que parecía un tanto escandalizado.

—Sí, también yo lo espero. —Gilthas frunció el entrecejo y sacudió la cabeza—. Recuerdo que me sentía muy furioso y asustado. Qué extraño. —Se encogió de hombros—. Fuera lo que fuese, la sensación ha pasado ya.

—Vuestra majestad debe de haber dado una cabezada. Últimamente apenas dormís y...

Planchet enmudeció e hizo un gesto a Gilthas para que guardara silencio; luego cruzó sigilosamente la estancia y acercó la oreja a la puerta.

—Alguien viene, majestad —informó, hablando en Común.

—¿A esta hora de la mañana? No espero a nadie. Confío en que no sea Palthainon, pero si es él, dile que no quiero ser molestado ahora. Aún no he acabado el poema.

—¡Dejadme pasar! —se oyó una voz de elfo en el exterior, dirigiéndose a los guardias. Era tranquila pero se advertía una nota de tensión en ella—. Traigo un mensaje para el rey de su madre.

Uno de los guardias llamó a la puerta. Planchet lanzó una mirada de advertencia a Gilthas, que regresó a la silla y comenzó a escribir de nuevo.

—¡Esconde esas prendas! —susurró en tono urgente el soberano a la par que hacia un gesto.

Sus ropas de viaje se encontraban pulcramente dobladas sobre un arcón, preparadas para otra escapada nocturna. Planchet las metió en el baúl y cerró éste a continuación. Luego echó la llave en un jarrón grande que tenía rosas recién cortadas. Hecho esto, fue a abrir la puerta.

Gilthas jugueteó con la pluma y adoptó una actitud pensativa, recostado en el respaldo de la silla y con los pies sobre un cojín, mientras se pasaba por los labios las barbillas de la pluma y alzaba la vista al techo.

—El corredor Kellevandros —anunció el guardia—, pide ver a su majestad.

—Dejadlo pasar —respondió lánguidamente Gilthas.

Kellevandros entró en la estancia rápidamente. Iba embozado en una capa, oculta la cara. Planchet cerró la puerta a su espalda y Kellevandros se retiró la capucha. Estaba mortalmente pálido.

Gilthas se incorporó bruscamente de manera instintiva.

—¿Qué...?

—Vuestra majestad no debe excitarse —le reconvino Planchet al tiempo que echaba una ojeada a la puerta para recordarle al rey que los guardias podían oírlo.

—¿Qué ocurre, Kellevandros? —preguntó en actitud indolente—. Parece que hubieses visto un fantasma.

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