Margaret Weis - El río de los muertos

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Una fuerza misteriosa tiene sometido a todo Krynn. Una joven, protegida por su regimiento de caballeros negros, invoca el poder de un dios desconocido para que su ejército salga victorioso de todas las batallas. Los espíritus de los muertos roban la magia a los vivos. La hembra de dragón Beryl amenaza con destruir la amada tierra de los elfos.
En medio del caos, un puñado de héroes valientes y generosos lucha contra un poder inmortal que parece desbaratar todos sus planes. La creciente oscuridad amenaza con sumergir en su negrura toda esperanza, toda fe, toda luz.
La guerra de los espíritus prosigue.

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Mina frenó su caballo ante las puertas y alzó la voz, que sonó clara y vibrante como las notas de una campana de plata.

—Me llamo Mina. Vengo a Silvanost en nombre del dios Único. Vengo a enseñar a mis hermanos y hermanas elfos la fe en el dios Único y a admitirlos a su servicio. Invito al pueblo de Silvanost a abrir las puertas para que entre en paz.

—No os fiéis de ella —instaron los Kirath—. ¡No le creáis!

Nadie les hizo caso, y cuando uno de los Kirath, un hombre llamado Rolan, alzó su arco para disparar una flecha a la joven humana, los que estaban a su lado lo golpearon hasta que cayó al suelo, aturdido y sangrando. Al ver que nadie prestaba oídos a sus advertencias, los Kirath recogieron a su compañero herido y abandonaron la ciudad, retirándose de nuevo a sus amados bosques.

Un heraldo avanzó y leyó una proclama.

—Su majestad el rey ordena que las puertas de Silvanost se abran a Mina, a quien su majestad nombra Exterminadora del dragón y Salvadora de los silvanestis.

Los arqueros elfos bajaron los arcos y prorrumpieron en vítores. Los guardias corrieron hacia las puertas construidas con acero, plata y magia; a pesar de parecer tan frágiles como una telaraña, la resistencia que les proporcionaban los antiguos conjuros era tal que ninguna fuerza de Krynn las habría destruido, salvo el aliento de un dragón. No obstante, Mina sólo tuvo que poner su mano sobre ellas para que se abrieran.

La joven entró en Silvanost, con el minotauro pegado a su estribo y lanzando ojeadas desconfiadas y feroces a los elfos, puesta la mano sobre la empuñadura de su espada. A continuación lo hicieron sus soldados, nerviosos, vigilantes, recelosos. Los elfos guardaban silencio tras su vítor inicial. Una muchedumbre de silvanestis se alineaba en la calzada, blanca como tiza bajo la luz de la luna. Nadie hablaba, y sólo se oían el tintineo metálico de cotas de malla, armaduras y espadas y el ruido apagado y regular de botas de las tropas al paso.

Mina sólo había recorrido un corto trecho y algunos de sus soldados todavía no habían cruzado las puertas, cuando la joven hizo detenerse a su caballo. Oyó un sonido y miró hacia la multitud.

Desmontó y dejó la calzada para dirigirse hacia el gentío. El enorme minotauro desenvainó la espada y habría ido en pos de ella para cubrirle las espaldas, pero la joven alzó una mano en una orden silenciosa, y él se frenó como si lo hubiese golpeado. Mina llegó junto a una joven elfa que intentaba en vano acallar el lloriqueo de una pequeña de unos tres años. Había sido el llanto de la niña lo que Mina había oído.

Los elfos le abrieron paso, apartándose con un respingo, como si su roce les hiciese daño. Sin embargo, una vez que hubo pasado, algunos de los más jóvenes extendieron las manos, titubeantes, para volver a tocarla. Ella no les hizo caso y cuando llegó ante la mujer se dirigió a ella hablando en elfo.

—Tu pequeña llora. Arde de fiebre. ¿Qué le ocurre?

La madre estrechó a la niña protectoramente e inclinó la cabeza sobre ella; sus lágrimas cayeron en la frente ardorosa de su hija.

—Sufre el mal consumidor. Lleva enferma varios días, y no deja de empeorar. Me temo que... se está muriendo.

—Déjamela —dijo Mina mientras tendía las manos.

—¡No! —La elfa apretó contra sí a la niña—. ¡No, no le hagas daño!

—Déjamela —repitió quedamente.

La madre alzó los ojos temerosos hacia los de la joven humana. El cálido ámbar fluyó sobre la madre y la hija, y la elfa le tendió la niña a Mina. La pequeña pesaba muy poco; parecía tan liviana como un fuego fatuo.

—Te bendigo en nombre del Único —entonó Mina— y te llamo de vuelta a esta vida.

El llanto de la pequeña cesó; se quedó fláccida en brazos de Mina, y los elfos mayores dieron un respingo.

—Ahora está bien —dijo Mina mientras le entregaba a la pequeña—. La fiebre ha desaparecido. Llévala a casa y mantenía caliente. Vivirá.

La madre contempló temerosa el semblante de la niña y luego soltó un grito de alegría. El lloriqueo había cesado y se había quedado fláccida porque ahora dormía plácidamente. Tenía la frente fresca y respiraba con facilidad.

—¡Mina! —gritó la mujer al tiempo que caía de rodillas—. ¡Bendita seas!

—Yo no —contestó la joven—. El Único.

—¡El dios Único! —entonó la madre—. Le doy gracias al Único.

—¡Mentiras! —chilló un elfo, que se abrió paso a empujones entre la multitud—. Mentiras y blasfemias. El único dios verdadero es Paladine.

—Paladine os abandonó —repuso Mina—. Paladine se marchó. El dios Único está con vosotros. El Único se preocupa por vosotros.

El elfo abrió la boca para expresar una dura réplica, pero Mina se adelantó antes de que pudiese hablar.

—Tu amada esposa no te acompaña esta noche.

El elfo cerró la boca y, mascullando entre dientes, empezó a dar media vuelta para marcharse.

—Se encuentra en casa, enferma —continuó Mina—. No se siente bien desde hace mucho, mucho tiempo. Ves cómo se va consumiendo de día en día, tendida en el lecho, incapaz de caminar. Esta mañana ni siquiera podía levantar la cabeza de la almohada.

—¡Se está muriendo! —clamó ásperamente el elfo, sin volver la cabeza hacia Mina—. Muchos han muerto. Soportamos nuestros sufrimientos y seguimos adelante.

—Cuando llegues a casa, tu esposa te recibirá en la puerta —afirmó Mina—. Te tomará de las manos y bailaréis en el jardín como solíais hacer.

El elfo se volvió hacia la joven. Las lágrimas corrían por sus mejillas y su expresión era recelosa, incrédula.

—Esto es alguna clase de truco.

—No, no lo es —respondió, sonriente, Mina—. Digo la verdad, y lo sabes. Ve con ella. Ve y lo verás.

El elfo la miró fija, intensamente, y después, con un grito ahogado, se abrió paso a empujones y desapareció entre la multitud.

Mina extendió la mano hacia una pareja. El padre y la madre llevaban de la mano a dos niños. Eran gemelos; estaban delgados y lánguidos, sus rostros infantiles tan transidos de dolor que parecían las caras arrugadas de unos ancianos. La joven hizo un gesto a los chiquillos para que se acercaran a ella.

—Venid —pidió.

Los niños se encogieron y se echaron hacia atrás.

—Eres humana —dijo uno de ellos—. Nos odias.

—Nos matarás —abundó su hermano—. Lo dice mi padre.

—Para el Único da lo mismo que seas humano, elfo o minotauro. Todos somos sus hijos. Pero debemos ser unos hijos obedientes. Venid a mí. Venid al dios Único.

Los chiquillos miraron a sus padres, que a su vez miraron a Mina sin pronunciar palabra, sin hacer gesto alguno. La multitud contemplaba el drama en absoluto silencio. Finalmente, uno de los crios se soltó de la mano de la madre y se adelantó, caminando con pasos vacilantes, débiles, y asió la mano de Mina.

—El Único tiene poder para sanar a uno de los dos —manifestó la joven—. ¿A cuál de vosotros será, a ti o a tu hermano?

—A mi hermano —contestó de inmediato el chiquillo.

Mina puso su mano sobre la cabeza del niño.

—El Único admira el sacrificio. Se siente complacido. El Único os cura a ambos.

Un color saludable tifió las pálidas mejillas del chiquillo. Los lánguidos ojos brillaron con vida y vigor. Las débiles piernas dejaron de temblar, y la espalda encorvada se irguió. El otro chico se soltó de su padre y corrió junto su hermano; los dos se abrazaron a Mina.

—¡Bendita! ¡Bendita seas, Mina! —empezaron a clamar los silvanestis más jóvenes y se aproximaron a ella extendiendo las manos para tocarla, suplicándole que los sanara, a sus esposas, a sus maridos, a sus hijos. La multitud se agolpó alrededor de la joven hasta el punto de que ésta corrió el peligro de morir en el despliegue de adoración.

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