Consciente de la necesidad de actuar deprisa, avanzó al trote. No obstante, poco después empezó a faltarle el resuello. Las heridas sufridas en la lucha contra el draconiano le dolían, apenas había dormido, y la pesada armadura era un lastre más. La idea de que al final de su penoso avance tendría que vérselas con un Dragón Azul no aliviaba precisamente sus músculos doloridos ni aligeraba el peso de la armadura, sino todo lo contrario.
Olió los establos antes de verlos. Estaban rodeados por una empalizada y había guardias en la entrada. Alerta y recelosos, le dieron el alto en el momento que oyeron sus pisadas. Respondió con el santo y seña correcto y entregó las órdenes de Medan. Los guardias las miraron detenidamente y observaron de hito en hito a Gerard, a quien no conocían. Sin embargo, no había la menor duda sobre la autenticidad del sello del gobernador, de modo que lo dejaron pasar.
Los establos albergaban caballos, grifos y dragones, aunque en distintos emplazamientos. En la parte baja, unas construcciones de madera desperdigadas acogían a los caballos. Los grifos tenían sus nidos en lo alto de un risco; estos animales preferían las alturas, además de que había que tenerlos lejos de los caballos para que los equinos no se pusieran nerviosos con el olor de las bestias. El Dragón Azul, según le informaron a Gerard, estaba en una cueva situada en la base del risco.
Uno de los mozos de cuadra se ofreció a llevar a Gerard hasta el dragón, a lo que el caballero, caída el alma a los pies de manera que tenía la impresión de pisarla con cada paso que daba, accedió. No obstante, tuvieron que esperar debido a la llegada de otro Azul con su jinete. El reptil aterrizó en un claro, cerca de las cuadras, desatando el pánico entre los caballos. El guía de Gerard lo dejó solo y corrió a tranquilizar a los animales. Otros mozos de cuadra lanzaron imprecaciones al jinete del dragón, y le gritaron que había aterrizado en el lugar equivocado mientras agitaban los puños en su dirección.
El jinete no les hizo caso. Se bajó de la silla y acabó bruscamente con las recriminaciones.
—Me envía lord Targonne —anunció en tono seco—. Traigo órdenes urgentes para el gobernador militar Medan. Traed uno de los grifos para que me lleve al cuartel general y atended a mi dragón. Quiero que esté descansado y alimentado para el vuelo de regreso. Salgo mañana.
Al mencionar el nombre de Targonne, los mozos de cuadra cerraron el pico y corrieron a obedecer las órdenes del caballero. Varios condujeron al Dragón Azul a las cuevas al pie de los riscos, en tanto que otros se pusieron a la onerosa tarea de hacer bajar a uno de los grifos a base de silbidos. Les llevó un buen rato, ya que los grifos eran notorios por su mal carácter y fingirían estar sordos a una orden con la esperanza de que su amo se diera por vencido y acabara marchándose finalmente.
Gerard estaba interesado en saber qué nuevas llevaba con tanta urgencia el caballero negro a Medan. Al ver que el hombre se pasaba el revés de la mano por la boca, Gerard sacó una pequeña cantimplora del cinturón.
—Parece que tienes sed —dijo mientras le tendía el recipiente.
—Supongo que no será brandy lo que llevas ahí, ¿verdad? —preguntó el caballero, que miraba la cantimplora con ansiedad.
—Agua, siento tener que decir.
El caballero se encogió de hombros, tomó la cantimplora y bebió. Calmada la sed, le devolvió el recipiente a Gerard.
—Ya beberé el brandy del gobernador militar cuando me reúna con él. —Miró a Gerard con curiosidad—. ¿Vas o vienes?
—Voy —contestó—. En una misión para el gobernador Medan. Te oí decir que te enviaba lord Targonne. ¿Cómo ha reaccionado su señoría a la noticia del ataque lanzado por Beryl a Qualinesti?
El caballero se encogió de hombros y miró en derredor con desdén.
—Medan es el gobernador de una provincia atrasada. No es de sorprender que la acción del dragón lo cogiera desprevenido. Te aseguro que no pilló por sorpresa a lord Targonne.
—No te imaginas lo duro que es el servicio aquí. —Gerard soltó un profundo suspiro—. Estar atascado en este sitio, entre esos elfos que sólo por el mero hecho de vivir siglos se creen mejores que nosotros. No se puede conseguir una jarra de buena cerveza que te levante el ánimo. En cuanto a las mujeres, todas son unas estiradas, rezuman altivez. Pero, te diré algo. —Gerard se acercó más y bajó la voz—. En realidad les gustamos, ¿sabes? A las elfas les gustan los humanos, sólo que fingen lo contrario. Encandilan a un hombre y luego chillan cuando intenta tomar lo que se le ha ofrecido.
—He oído que el gobernador se ha puesto de parte de esas sabandijas. —El caballero torció el gesto.
—El gobernador, ¡bah! —Gerard resopló con desdén—. Es más elfo que humano, si quieres saber mi opinión. No nos deja divertirnos. Sospecho que eso está a punto de cambiar.
El caballero dirigió una mirada cómplice a Gerard.
—Digamos que, vayas donde vayas ahora, más vale que te des prisa en volver si no quieres perdértelo.
Gerard miró al caballero con admiración y envidia.
—Daría cualquier cosa por estar destinado en el cuartel general. Debe de ser realmente apasionante encontrarse cerca de su señoría. Apuesto que sabes todo cuanto ocurre en el mundo entero.
—Bueno, sé bastante —contestó el caballero, meciéndose sobre los talones y dándose muchos aires—. De hecho, estoy planteándome pedir el traslado aquí. Dentro de poco habrá concesiones de tierras. Tierras elfas y fantásticas casas elfas. Y mujeres elfas, si es lo que te gusta. —Dirigió una mirada desdeñosa a Gerard—. Personalmente, no querría tocar a una de esas frías y viscosas arpías. Se me revuelve el estómago sólo de pensarlo. Sin embargo, más te vale divertirte pronto con una de ellas, o quizá no quede ninguna a tu disposición.
Ahora Gerard podía adivinar el alcance de las órdenes de Targonne a Medan. Veía claramente el plan que el Señor de la Noche tenía en mente, y le asqueaba. Apoderarse de propiedades y tierras elfas, asesinar a sus legítimos dueños y repartir la riqueza como premio a los miembros leales de la caballería. Su mano se ciñó prietamente sobre la empuñadura de la espada. Conque le revolvían el estómago, ¿no? Él sí que se lo revolvería; sacándoselo antes, claro. Tendría que privarse de ese placer y dejárselo al gobernador Medan.
El caballero se golpeó el muslo con los guantes y miró hacia los mozos de cuadra, que seguían gritando a los grifos, los cuales continuaban haciendo caso omiso.
—¡Patanes! —masculló, impaciente—. Supongo que tendré que hacerlo yo mismo. Bien, que tengas buen viaje.
—Tú también —contestó Gerard. Siguió con la mirada al caballero, que se dirigió hacia los mozos de cuadra, a los que intimidó con amenazas y golpeó con los puños cuando no le dieron las respuestas que creía merecer. Los mozos se escabulleron, dejando solo al caballero para que llamara a gritos a los grifos él mismo.
—Bastardo —refunfuñó uno de los hombres mientras se tocaba con cuidado la mejilla magullada—. Ahora nos pasaremos toda la noche en vela atendiendo a su maldito dragón.
—Yo que vosotros me lo tomaría con calma —dijo Gerard—. Me da la impresión de que la misión del caballero le ocupará más tiempo de lo que tenía previsto. Mucho más.
El mozo lanzó una mirada malhumorada a Gerard y, sin dejar de frotarse la mejilla, lo condujo a la cueva del Dragón Azul del gobernador.
Gerard se preparó, nervioso, para el encuentro con el Azul recordando hasta la mínima información que tenía sobre los dragones. Lo fundamental sería controlar el miedo al dragón, que, según había oído, podía tener un efecto realmente debilitante. Hizo acopio de todo su valor y confió en que no haría nada que lo deshonrara.
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