El dragón dejó abajo las copas de los árboles.
—¿Hacia dónde? —gritó Filo Agudo con voz retumbante, sacando a Gerard de su ensueño.
—Al norte —voceó el caballero. El viento, que pasó veloz junto a él, arrastró las palabras. El dragón giró la cabeza para oír mejor—. A Solanthus.
Los ojos de Filo Agudo lo miraron con recelo, y Gerard temió que rehusara obedecer. Solanthus era un territorio libre sólo de nombre. Los Caballeros de Solamnia habían transformado la ciudad en una plaza fuertemente fortificada, seguramente la más fortificada de todo Ansalon. El Azul podría preguntarse por qué se le ordenaba volar a una plaza fuerte enemiga, y si no le gustaba la respuesta quizá decidiera tirar a su jinete de la silla.
Gerard ya preparaba una explicación, pero fue el mismo dragón el que la facilitó.
—Ah, una misión de reconocimiento —dijo y ajustó el curso de vuelo.
Filo Agudo permaneció en silencio durante el viaje, cosa que le vino bien al solámnico, que estaba preocupado con sus propios pensamientos; unos pensamientos sombríos que oscurecían el maravilloso panorama del paisaje que iba quedando allá abajo, atrás. Había hablado confiada, positivamente, sobre ser capaz de persuadir a los caballeros solámnicos para que acudiesen en ayuda de Qualinesti, sin embargo, ahora que estaba en camino empezaba a dudar de poder convencerlos.
—Señor —llamó Filo Agudo—, mira ahí abajo.
Gerard así lo hizo, y el alma se le cayó a los pies.
—Desciende —ordenó al dragón. Ignoraba si el animal lo escuchaba, de modo que acompañó las palabras con un ademán de su mano enguantada—. Quiero verlo mejor.
El reptil inició el descenso volando en espiral, lentamente.
—Ya es suficiente —dijo Gerard, indicando con un gesto al dragón que se estabilizara en el aire.
El caballero se inclinó en la silla, agarrándose con fuerza, y miró sobre el ala izquierda del dragón.
Un vasto ejército avanzaba por tierra, tan numeroso que se extendía cual una inmensa serpiente negra hasta donde alcanzaba la vista. Una cinta azul que culebreaba entre los verdes bosques era sin duda el río de la Rabia Blanca, que formaba la frontera de Qualinesti. La cabeza de la serpiente negra ya lo había sobrepasado, y se internaba un buen trecho en el territorio.
Gerard se inclinó hacia adelante.
—¿Podrías aumentar la velocidad? —gritó el joven caballero, y a continuación ilustró su pregunta apuntando repetidamente hacia el norte con el dedo.
—Puedo volar más deprisa —gruñó Filo Agudo—, pero a ti no te resultaría cómodo.
Gerard volvió a mirar hacia el suelo, hizo un cálculo del contingente, contó compañías, carretas de suministros, acumulando, en fin, todos los datos posibles. Apretó los dientes, se pegó contra la silla e hizo un gesto de asentimiento para que el dragón procediera.
Las enormes alas del reptil empezaron a batir. Filo Agudo apuntó con la cabeza hacia las nubes y se elevó hacia ellas.
La repentina aceleración aplastó a Gerard contra la silla. Bendijo al diseñador del casco de cuero y entendió la necesidad de las rendijas para los ojos. Aun así, el aullante viento casi lo cegó, haciéndolo llorar. El movimiento de las alas del dragón sacudía la silla atrás y adelante. A Gerard se le revolvió el estómago, pero aguantó y se aferró con todas sus fuerzas mientras rezaba para que en alguna parte hubiese dioses a los que dirigir sus plegarias.
Nadie sabía exactamente cómo se había corrido la voz por toda la capital del reino de que las manos de la muchacha humana, llamada Mina, eran las de una sanadora. Podría pensarse que a los elfos les había llegado información sobre ella desde el mundo exterior, pero los silvanestis no habían tenido contacto con el resto del mundo desde hacía mucho tiempo, aislados por el escudo que supuestamente los protegía, pero que en realidad los estaba matando lentamente. Ningún elfo era capaz de decir dónde había oído ese rumor por primera vez, pero lo atribuía a un vecino, un primo o un transeúnte.
El rumor comenzó al caer la oscuridad y se extendió a lo largo de la noche, susurrado en la brisa nocturna cargada de perfume a flores, entonado por el ruiseñor, mencionado por el buho. Se propagó con entusiasmo y regocijo entre los jóvenes, si bien hubo otros, entre los elfos de mayor edad, que fruncieron el entrecejo al oírlo y manifestaron su recelo contra él.
La oposición más fuerte provino de los Kirath, los elfos que habían patrullado y guardado las fronteras de Silvanesti. Ellos habían observado con gran congoja cómo el escudo iba matando a todo lo que tenía vida a lo largo de la frontera. Habían combatido contra la cruel pesadilla creada por el dragón Cyan Bloodbane largos años atrás, durante la Guerra de la Lanza. Los Kirath sabían por propia y amarga experiencia con la pesadilla que el Mal podía presentarse bajo la más hermosa apariencia, sólo para volverse progresivamente espantoso cuando se le hacía frente. Advirtieron a la gente contra esa muchacha humana. Intentaron frenar los rumores que se extendían por la ciudad, tan rápidos, brillantes y escurridizos como el azogue. Pero cada vez que el rumor llegaba a una casa donde una joven madre abrazaba contra su pecho a un niño moribundo, el rumor se daba por cierto. Se desoyeron las advertencias de los Kirath.
Esa noche, cuando la luna se alzaba muy alta en el cielo —la única luna, aquella a la que los elfos jamás se habían acostumbrado a ver en el firmamento, donde antaño la plateada y la roja brillaban entre las estrellas—, los guardias de las puertas de Silvanost que vigilaban la calzada que conducía a la ciudad, una calzada de polvo de luna, divisaron una fuerza humana avanzando hacia Silvanost. Era una fuerza pequeña, veinte caballeros vestidos con la armadura negra de los Caballeros de Neraka y varios cientos de soldados de infantería que marchaban detrás. Su aspecto no era bueno. Los hombres de la infantería caminaban a trompicones, cojeando, doloridos los pies y cansados. Hasta los caballeros iban a pie, pues sus caballos habían muerto en la batalla o habían servido de alimento a sus hambrientos jinetes. Sólo uno de ellos cabalgaba, y era su cabecilla, una esbelta figura montada en un corcel rojo como la sangre.
Un millar de arqueros silvanestis, armados con los excelentes arcos largos elfos, legendarios por su precisión, observaron el paso de aquel ejército y cada cual escogió su blanco. Había tantos arqueros que, de haberse dado la orden de disparar, cada uno de esos soldados habría caído acribillado con tantas flechas como púas tiene un puerco espín.
Los arqueros elfos miraron con incertidumbre a sus oficiales. Tanto los unos como los otros habían oído los rumores. Los arqueros tenían enfermos en casa: esposas, maridos, madres, padres, hijos, todos aquejados por la enfermedad que consumía poco a poco sus vidas. Muchos de los propios arqueros padecían los primeros síntomas de la devastadora dolencia, y permanecían en sus puestos sólo por pura fuerza de voluntad. Lo mismo ocurría con sus oficiales. Los Kirath, que no pertenecían al ejército elfo, se encontraban entre los arqueros, envueltos en sus capas que se camuflaban con los árboles de los bosques que amaban, y observaron el avance con gesto adusto.
Mina cabalgó directamente hacia las puertas plateadas, entró en el radio de alcance de las flechas sin vacilar; su caballo marchaba con la testa erguida y agitando la cola. A su lado caminaba un gigantesco minotauro, sus caballeros venían tras ella, seguidos de la infantería. Al encontrarse ahora a la vista de los elfos, los soldados se esforzaron por alinearse bien en fila, enderezaron la espalda y avanzaron firmes y erguidos, aparentando no sentir temor aunque muchos debían de haber temblado al contemplar las puntas de flechas brillando bajo la luna.
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